Dánae y su secreto
Cuando Tiziano metía un intruso en cuadros de desnudez como los que se ven en la exposición ‘Pasiones mitológicas’ del Museo del Prado tal vez introducía su propia imagen deformada por la vejez y la avaricia. ¿Puede el pintor hacer otra cosa, sino visibilizar lo que debió permanecer oculto?
En su libro El renacimiento en Italia, J.A. Symonds cuenta cómo a finales del siglo XV una noticia asombrosa se extendió por toda Roma. Unos obreros encontraron un sarcófago de la antigüedad romana, donde estaba el cuerpo de una joven de increíble belleza. Bálsamos desconocidos habían conservado intacta su juventud, y sus mejillas y sus labios brillaban ajenos a los estragos del tiempo. Fueron muchos los que peregrinaron desde todos los barrios de la ciudad para contemplar a la muchacha, cuya cabellera de color miel se derramaba sobre sus hombros sobrepasando en belleza cuanto pudieran imaginar o describir. Y fue tal la conmoción que causó el descubrimiento que el Papa, temeroso de que este nuevo culto de un cuerpo pagano pudiera dañar el prestigio de la Iglesia, lo mandó enterrar aprovechando la noche. Ese cuerpo era la cifra de la nostalgia por la inocencia edénica perdida, y era esa inocencia lo que los pintores de entonces trataban de recuperar. La lluvia de oro de un cuadro como Dánae no habla del dinero con el que se pagaban los favores de las cortesanas, sino de ese cuerpo vestido de gracia anterior al pecado. Por eso no hay nada de obscenidad en él, a pesar de lo atrevido de la postura. Lo obsceno es la ausencia de gracia y el cuerpo de esta muchacha se diría cubierto por un vestido invisible que vela su belleza. Guarda un secreto al que no podemos llegar, y esa es la razón de su belleza. Este cuadro debió llamarse Dánae y su secreto.
Vemos en él a una muchacha desnuda acostada en su cama, que tanto por su postura, como por la expresión enajenada de su rostro nos indica que se está ofreciendo a algo o a alguien indefinible. La suya no es la desnudez de quien se dispone a descansar, sino la de quien se prepara para la llegada de un amante. Y esta es la razón de que aun conserve su pulsera y sus pequeños pendientes, y de que su piel aterciopelada parezca encendida por el deseo. Pero, en realidad, no se trata de un cuerpo desnudo, o no se trata al menos del desnudo de la pura corporeidad, sino de ese cuerpo vestido de gracia anterior a la caída y al pecado. Antes que desnudez habría que hablar de ausencia de vestidos. La desnudez es algo de lo que nos percatamos, mientras que la ausencia de vestidos pasa inadvertida. Es lo que pasa entre los amantes, no saben que están desnudos, les viste un hábito glorioso. Así era en el paraíso, estaban vestidos de la gloria de Dios. “El problema de la desnudez es, pues, el problema de la naturaleza humana en relación con la gracia”, escribe Giorgio Agamben.
En el Zohar se habla de un vestido de luz, y así es el cuerpo de Dánae en el cuadro de Tiziano: un cuerpo vestido de luz. En realidad, se trata de una Anunciación. Como María, Dánae está recibiendo la visita de un dios que se confunde con una nube de oro. El oro simboliza todo lo superior. Todo lo que es de oro o se hace de oro pretende transmitir a su utilidad o función esa cualidad superior. Simboliza los tesoros escondidos, imagen de los bienes espirituales y de la iluminación suprema. Y tanto María como Dánae están en un momento así. Han abandonado las sucias cabañas de la realidad y vestidas de luz acuden a esa fiesta fabulosa en busca de los tesoros que solo se encuentran en los sueños. Tienen la mirada perdida, están absortas en algo que no comprendemos. Se entregan, no quieren salvarse. Su actitud remite a todo lo cerrado, los jardines secretos, el manantial silencioso, la puerta que lleva al ideal, la nube ligera de la que cae la bendición en forma de lluvia espiritual, la tierra del edén sin cultivar, la lámpara que no se apaga.
Pero entonces ¿qué hace allí la anciana que recoge el oro? No es posible contemplar este cuadro sin reprochar a Tiziano que incluyera su horrible figura en la escena. Porque ¿qué hace la avariciosa, la que todo lo quiere en el lugar en que nada se puede tener? Quisiéramos que no estuviera allí, que no se interpusiera entre nosotros y la contemplación de ese cuerpo vestido de luz. Pero ¿por qué nos incomoda tanto? ¿Tal vez porque nos recuerda que también nosotros estamos mirando lo que no debemos?
Tiziano recurrió varias veces a la presencia de ese intruso en sus cuadros sobre desnudos. En sus distintas versiones de Venus y la música, al lado de la diosa siempre hay un músico que la contempla. Alguien que se cuela en la intimidad y observa su cuerpo mientras ella permanece absorta en sus pensamientos. En su cuadro Venus recreándose con el Amor y la Música, el organista dirige su mirada directamente al vientre y al sexo de la diosa. El cuadro de Danae recibiendo la lluvia de oro es muy posterior a esta serie. Tiziano era un anciano cuando lo pintó, estaba en la última etapa de su carrera. Habitaba ese país de la fiebre del que habló José Jiménez Lozano en uno de sus textos, refiriéndose a ese estado especial de lucidez y melancolía que da la fiebre y la vejez. Ya no buscaba complacer a nadie con sus obras, ni siquiera afirmarse a sí mismo frente al mundo, seguía pintando sin saber por qué, como si sus cuadros se le cayeran de las manos, como decía el maestro fray Luis que le pasaba con sus versos.
Quién sabe qué pensó Tiziano al pintar este cuadro. Debió pensar en su juventud, tal vez en su mujer cuando era joven o en alguna de las modelos a las que había amado, pues siempre le gustó pintar del natural. Debió pensar que pintar era hacer regresar a esa muchacha, hacerlo como era en el tiempo en que él mismo era joven y se habían conocido. Ya en la vejez, y cuando todas sus ambiciones habían cesado, volvía los ojos al tiempo de su juventud para rescatar esas imágenes amadas. Y puede que Tiziano pensara en sus tiernas vírgenes, en sus emperadores vestidos de oro, en sus papas apesadumbrados, en sus santas. Que pensara en Acteón contemplando a Diana, en la ninfa Europa sobre el lomo de un toro, en Venus abrazando el cuerpo de Adonis por última vez, en santa Margarita y su sumiso dragón, en Salomé llevando la cabeza del Bautista como si fuera un cesto de frutas. Puede que pensara en aquel retrato que hizo a Isabel de Portugal, y que maravilló al mundo. Todos se extrañaron de que pudiera pintar el retrato de una mujer que no conocía, pero ¿pintar lo que no podemos ver no era la esencia de su pintura?
Pero entonces la alcahueta ¿qué hace allí, por qué ni siquiera mira el cuerpo de Dánae y solo está pendiente del oro que cae? Eran los príncipes y los poderosos los que le pedían esos cuadros para adornar sus estancias privadas, y puede que Tiziano pensara que esa anciana representaba su propia imagen deformada por la vejez y la avaricia. Soy a la vez, pensaría, quien ve caer la lluvia de oro y el que ha comerciado con ella. La muchacha que dice que el amor lo es todo, y la alcahueta que vende los secretos de la estancia encantada. ¿Puede el pintor hacer otra cosa? Hacer visible lo que debió permanecer oculto, ¿no es la contradicción sin la que la pintura no podría existir?
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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