Cuando asoman las fauces del monstruo
Tiziano vuelve a mostrar en sus ‘poesías’ la fragilidad de las criaturas ante los caprichos de los dioses
Alguna vez se ha comparado el amor con la guerra. Seguramente porque la seducción obliga a establecer tácticas y estrategias para conquistar a alguien, pero acaso también porque en el amor hay como en la guerra victorias y derrotas, y que un triunfo puede traducirse después en una pérdida, o viceversa. El Prado ha reunido en Pasiones mitológicas las seis poesías que Tiziano pintó por encargo de Felipe II, inspiradas en las Metamorfosis de Ovidio, y las ha acompañado de otras 23 obras para desplegar un deslumbrante conjunto que invita a asomarse a esas pulsiones llenas de luces y sombras que marcan de manera trágica la condición humana. Por eso aparecen los dioses en muchos cuadros, para subrayar el carácter efímero de nuestra existencia, y para mostrar lo que ya sostenía Ovidio, y recuerda Carlos García Gual en Voces de largos ecos, que “todo se transforma, nada perece”. Hay momentos de gozo y los hay de postración, y existe la violencia brutal como existe el sosiego que sucede al éxtasis amoroso. “El mundo está en perpetuo cambio”, comenta García Gual, “pero todo queda idéntico en la totalidad”.
Las criaturas siguen, es cierto, con sus cosas hasta que se mueren, y los dioses permanecen ahí, interviniendo cuando les place para torcer las vidas de los mortales. En las obras de la exposición del Prado esa terrible tensión que tira hacia arriba y que, al mismo tiempo, precipita hacia abajo parece presente en todas partes. Venus alarga sus brazos para amarrar a Adonis y retenerlo a su lado, pero al muchacho lo arrastran sus perros porque la obligación de la caza lo está llamando y no tiene otra, así que intenta zafarse de ella. La diosa caprichosa quiere seguir retozando, sabe que un jabalí va a acabar con su amado, pero este tiene que continuar con sus afanes. El desgarro entre placer y deber da la medida de tantos desgarros. Y después, la muerte.
Los mitos tienen eso, que mezclan las mudanzas de las gentes corrientes con los asuntos de esos dioses ociosos y desalmados. Como si se ocuparan de explicar de manera muy pedagógica el lugar exacto que les corresponde a los humanos: no ser más que juguetes del azar, torpes utensilios con los que se entretienen las divinidades. Acteón, por ejemplo, tiene en otra de las poesías de Tiziano el raro privilegio de irrumpir en el lugar donde Diana se baña desnuda y acceder así a la intimidad de la diosa. De poco le va a servir descubrir tanta belleza: Tiziano ha pintado en el cuadro el cráneo del ciervo en el que Acteón va a ser convertido por su osadía; para que luego lo devoren sus propios perros.
Tirar hacia arriba, precipitarse hacia abajo: el afán por redimirse, la tentación de la caída. Esos dos impulsos son los que marcan los compases de la vida, y Tiziano despliega con maestría ambos movimientos al ocuparse del mito de Perseo y Andrómeda. La mujer encadenada quiere elevarse, el joven desciende para batirse con el monstruo y salvarla. Es ahí donde hay que mirar, a esas fauces que pretenden devorarlo todo. Están siempre a la vuelta de la esquina, y en Madrid se han afirmado en la política de la mano de Vox, que ha convertido los malos modales y la bronca en sus señas de identidad, y en su razón de ser la destrucción de algunos proyectos compartidos: la lucha contra el cambio climático y por la igualdad de género, los lazos con Europa. Exagerando las tintas, y con los dioses enredando, los mitos nos retratan. Es la hora de batirse con el monstruo.
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