Fuera de nuestro alcance
Queremos hacer clic y tener a nuestra disposición listas de música, bibliotecas, viajes, relaciones, comida, reuniones. Quizás haya llegado el momento de reivindicar lo fortuito
Cuatro mujeres salen a cenar por primera vez desde el fin del toque de queda. Se reencuentran de noche en el restaurante con una alegría infantil. Comen sin prestar mucha atención a la comida porque la emoción se sustenta en el propio hecho de estar pasando el rato juntas pasadas las diez de la noche. A las once menos cuarto y sin ellas pedirlo, les traen la cuenta. No protestan, no se lamentan. Llevan más de un año acatando órdenes. Aceptan la norma y se colocan las mascarillas con un gesto totalmente integrado. Se despiden en la calle entre promesas de verse pronto. Comentan algún plan con tintes de verbena, pero todavía sigue todo en el aire. Una de ellas regresa a casa a pie con una sensación que se asemeja al asombro; en los auriculares Zahara canta y le recuerda: “Ya me lo dijo Taylor / Somos yonkis del cariño ajeno”. Y entonces, como una suerte de regalo inesperado, sintoniza con algo, quizás por eso levanta la vista hacia la oscuridad y a pesar de la ausencia de la luna, sonríe. Después de mucho tiempo, siente que ha conectado con algo, por fin, aunque solo sea con ese momento huidizo de nocturnidad y música, así que apura esa mezcla reconfortante hecha de amigas, de libertad y de brindis por todo lo bueno que está por venir, y deja que eso la transforme y que el mundo se transforme por un instante con ella. Le bastaría con eso, con que la vida, de vez en cuando, cogiera esa profundidad como solía hacerlo tiempo atrás. Atenta a ese destello de conmoción advierte que lo que echa en falta es ese eco antiguo que la relacionaba con el mundo de una forma más humana. Le gustaría quedarse ahí un poco más, pero es momento de volver a la realidad. La vida la tiene anclada a la urgencia de intervenir en nuestro mundo cuanto antes: subirá, por ejemplo, una foto en las redes para perpetrar esta primera cena, tardará 20 minutos en escoger una serie de entre las muchas que le ofrecen las plataformas, se hartará al segundo capítulo, chateará con algún amigo con una afección cada día más superflua, escuchará las mismas 10 canciones por enésima vez, buscará en Google cuál es la capital de Groenlandia y a qué hora cierra mañana la oficina de correos. Más tarde comprobará si ha llegado al número de pasos adecuados, y finalmente, con una sombra de añoranza no sabe muy bien de qué, activará la alarma que controla sus horas de sueño, y con suerte, en ese sueño encontrará de nuevo algo de espacio para la introspección y el pensamiento.
Un anuncio reciente de una conocida compañía telefónica, repasa su historia desde sus inicios hasta el futuro más próximo para darnos las gracias por haber traído sus avances tecnológicos hasta aquí. Se dirige al espectador utilizando una segunda persona del plural que parece ser la culpable de todas esas necesidades, vosotros queréis, nosotros proveemos, y nos interpela con una pregunta: ¿Y ahora qué?, y unos segundos más tarde muestra el abanico de las que ellos dictan que podrían ser nuestras futuras necesidades (redes más rápidas, jugar con hologramas…). La historia de la conquista del mundo, pues, continua viva y coleando. Queremos dominarlo todo, conocerlo todo, aprovecharlo todo. Queremos hacer clic y tener a nuestra disposición listas de música, bibliotecas, viajes, relaciones, comida, reuniones, citas médicas y entrenadores personales. Es la lógica del crecimiento, de la aceleración y la innovación, algo que tiene mucho de épica positiva y constructiva y que sin embargo nos aleja progresivamente de la capacidad de conexión con nosotros mismos y de una relación desinteresada con el mundo.
En el libro Lo indisponible, traducido por Alexis Gros, el filósofo y sociólogo Hartmut Rosa sostiene que el afán moderno —tanto individual como institucional—de poner a disponibilidad el mundo mediante la ampliación del alcance, produce efectos secundarios paradójicos, es decir, pérdida en lugar de ganancia. Estoy con Rosa cuando advierte que, la sociedad tardomoderna corre peligro de no escuchar más el mundo y, por tanto, de dejar de sentirse a sí misma. Creo que hemos idealizado la posibilidad de tener infinidad de cosas a nuestro alcance. Los avances científicos y técnicos son absolutamente necesarios, y sin embargo, bajo los parámetros de la mejora que representan, nos convertimos en víctimas sobre estimuladas, y olvidamos que nuestra harmonía depende también de todo aquello impredecible y por ello, tal como lo nombra Rosa, indisponible. Ese ir viviendo pero sin profundizar ni dejarnos tocar por la experiencia, ya sea una conversación, un paisaje, una persona o una idea, es una muestra de la nueva relación que establecemos con el mundo. A decir verdad, parece que detrás de la sonrisa que mostramos públicamente, se esconden las consecuencias sociales de la contradicción que supone poder disponer de todo menos de lo imprevisto: depresión, ira, alienación, añoranza y frustración. Quizás sea hora de reconocer que estamos exhaustos. Quizás haya llegado el momento de reivindicar lo fortuito. Quizás sea ese y no otro el camino de vuelta a lo que somos.
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