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tribuna
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Una guerra fiscal

Las élites económicas han convencido a la inmensa mayoría de que viajan en el mismo barco respecto a Hacienda

César Rendueles
Delegación de la Agencia Tributaria en Madrid.
Delegación de la Agencia Tributaria en Madrid.EFE

El 20% de la población española paga una cantidad de impuestos desproporcionada. Se trata concretamente del 20% más pobre. La razón es el peso de los impuestos indirectos, sobre todo el IVA, y las cotizaciones sociales. En el extremo contrario, a partir de cierto nivel de ingresos pagar impuestos es prácticamente opcional a causa de las bonificaciones y mecanismos de ingeniería fiscal que contempla nuestra legislación. Se calcula que las empresas del Ibex 35 desvían cada año 13.000 millones de euros en beneficios a paraísos fiscales. Como explicaba recientemente el economista Yago Álvarez, en 2019 Amazon declaró en España un ridículo beneficio de 18 millones de euros y pagó 3,5 millones de euros en impuestos.

Ya forma parte del folclore contemporáneo la migración de jóvenes youtubers a Andorra. En realidad, lo llamativo no es su avaricia sino su torpeza de nuevos ricos. Su pecado es haber alardeado de su codicia: pasearse en su Ferrari fiscal por las favelas de nuestro decrépito estado de bienestar. Los millonarios de pata negra no necesitan cambiar su domicilio fiscal, se exilian a su sicav. Un conocido youtuber dijo hace unos meses: “Cada euro que se nos detrae en impuestos es un pedazo de libertad que se nos hurta”. En realidad, no fue un youtuber. Son palabras de Ignacio Ruiz-Jarabo, ex director de la Agencia Tributaria. Es difícil pensar que se pudiera dar en cualquier otro organismo público una incompatibilidad semejante entre los valores personales y las responsabilidades institucionales: ¿un animalista dirigiendo una escuela de tauromaquia? ¿un pirómano al frente de un parque de bomberos? La explicación de esta contradicción es que no hay ninguna contradicción: en los últimos cuarenta años se ha creado un consenso fiscal monolítico entre las grandes fortunas, las autoridades financieras, la clase política y los ideólogos de la economía ortodoxa.

Hay una guerra fiscal secreta entre las élites económicas y la inmensa mayoría de los ciudadanos de este país. Es secreta porque sus ganadores han conseguido hacer pasar su victoria por sentido común. Han convencido a una enorme cantidad de gente de que están en el mismo barco fiscal que un puñado de millonarios. Muchos trabajadores autónomos que están pasando dificultades reales para pagar sus cotizaciones piensan que sus problemas son una versión a pequeña escala de las maniobras de las grandes fortunas para no pagar impuestos. Otro tanto ocurre con el famoso impuesto de sucesiones que, en realidad, sólo afecta de forma significativa a personas de rentas muy altas. Es cierto que para algunas familias trabajadoras las herencias suponen un problema económico, pero no a causa del impuesto de sucesiones sino de los impagos hipotecarios y de las plusvalías municipales. Por supuesto, nunca se ha escuchado a los enemigos del impuesto de sucesiones abogar por una amnistía hipotecaria para que las familias pobres no tengan que renunciar a sus herencias.

Otro malentendido recurrente tiene que ver con las ineficiencias del gasto público. El presentador Dani Mateo explicaba en Twitter hace unos meses que, a su juicio, huir a un paraíso fiscal era comprensible por el mal uso que el Estado hace de los impuestos. Como si el grueso de la recaudación se dedicara a coches oficiales. Una revisión superficial del destino de los impuestos permite entender hasta que punto es una idea absurda: sólo las pensiones suponen el 40% de la recaudación, si se le suma el gasto en sanidad (14%), educación (10%), orden público (5%) y pago de deuda (7%) el margen que queda para despilfarrar es estrecho. Apelar a la ineficiencia para no pagar impuestos es como si un conductor decidiera no volver a respetar ninguna norma de tráfico porque delante de su casa hay un paso de cebra mal situado.

Los impuestos son el cemento de la democracia liberal, una expresión cuantitativa de la red de solidaridades que articula nuestra sociedad. La alternativa a los impuestos modernos no es menos impuestos sino o bien alguna forma de feudalismo o bien la colectivización de los medios de producción. En los años cuarenta, Roosevelt intentó limitar a 25.000 dólares los ingresos máximos anuales en Estados Unidos. La medida obtuvo un gran apoyo popular pero no salió adelante. En vez de eso, se establecieron impuestos muy elevados para las rentas más altas. Lo que buscaba ese modelo fiscal no era solo financiar servicios importantes sino también limitar el poder de las grandes fortunas. Rooselvelt entendió que la guerra fiscal es una batalla política por la democracia. Lo que está en juego no es sólo la acumulación de riqueza sino también la concentración de poder. Aunque pagaran sin rechistar el 50% de sus ingresos los ricos podrían disfrutar de lujos decadentes. Sus yates y mansiones nunca han peligrado. Lo que buscan es mandar más que cualquier ciudadano. La gasolina de la elusión fiscal es el rechazo de la democracia tanto o más que la avaricia. Una fiscalidad más justa no sólo no atenta contra la libertad sino que es una condición para recuperar el control de nuestras vidas.

César Rendueles es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.

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