Las dos orillas
No se atisba entre las grandilocuentes propuestas digitales para el nuevo milenio ningún plan serio sobre el drama migratorio, con cuotas en origen y decencia en destino
Un país tiene que ofrecer a sus ciudadanos un presente aceptable. La meta es que los chicos de 20 años perciban que en su propia tierra podrán acometer su futuro, perseguir sus sueños y vivir en paz. Por todo ello, la crisis reciente desatada en Ceuta con la llegada masiva de personas procedentes de Marruecos no deja en buen lugar a quienes la hayan ideado como medida de presión. Presentar al mundo una estampa tan terrible como la de tus jóvenes y niños deseando lanzarse a la desesperada para abandonar la tierra que les vio nacer no es la mejor consigna, por mucho que esta presión resulte eficaz para ciertas reivindicaciones. Durante años, también algunos dogmatismos han querido ver en regímenes fallidos un idealismo ideológico que se venía abajo cuando comprobabas que la mayoría de los jóvenes en esos lugares estaban condenados a partir y escapar de un destino inaceptable. Otra cosa bien interesante sería detenerse a comprender la desigualdad que te empuja a la migración económica. Mientras persistan estas condiciones, en un mundo hiperconectado, la emigración va a ser el gran asunto del tiempo, como la ha sido a lo largo de la historia de la humanidad, en la que el deseo individual de prosperar ha sido una clave fundamental del avance colectivo.
Las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla tienen razón en reclamar a la península una mayor implicación en sus problemas cotidianos. Es notable el desprecio que los lugares frontera perciben entre sus conciudadanos. Entre otros detalles, hay un grado de desconocimiento de su historia y su composición que vuelve a delatar las carencias educativas de nuestro país, que vive en la ignorancia de su complejidad nacional. De ahí que los políticos oportunistas se suban a carros de una pobreza mental llamativa. No ha sido del todo oportuno que la oposición al presidente Sánchez aprovechara las grietas de un conflicto muy delicado con nuestro vecino Marruecos para meter cizaña. Ya sucedió en la crisis venezolana tras el reconocimiento de Juan Guaidó, cuando las posturas de Casado y Rivera produjeron en muchísimos españoles una sensación de incredulidad pero sobre todo de alivio al saber que no estaban al mando de la diplomacia de nuestro país.
El problema migratorio se ha convertido en una tómbola de chantajes. Los países desarrollados acogen la mano de obra que necesitan para seguir creciendo económicamente pese al envejecimiento de su población. Los lugares de paso fronterizo manejan un rentable negocio de tráfico humano al que se suma la industria del vallado, la represión y el acceso ocasional. La olla mantiene una presión constante en la que los seres humanos, por desgracia, no son más que la parte despreciable del intercambio entre las dos orillas. No se atisba entre las grandilocuentes propuestas digitales para el nuevo milenio ningún plan serio sobre el drama migratorio, con cuotas en origen y decencia en destino. Frente al desafío nos hemos parapetado tras las mezquinas estrategias por las que cada cual aprovecha su fuerza para ganar a los puntos las batallitas ocasionales. Pero se echa de menos una ambiciosa mirada común para salvar la cara de un asunto que dentro de unas décadas retratará la vergüenza del tiempo que vivimos de manera similar a lo que significa el esclavismo, el colonialismo o el sometimiento de la mujer en el juicio que hacemos de los tiempos pasados.
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