Brazadas
De los que cruzan las aguas no sabemos ni dónde están, ni dónde estarán en cinco meses cuando la llegada de los migrantes haya caído en el olvido o solo queden unas ascuas informativas tibias
Tuve la suerte o el privilegio de crecer en un pueblo de playa bañado por un agua mansa y casi siempre cálida. Recuerdo la arena pegada a los pies y los restos de crema solar flotando en forma de ondas tornasoladas como las de las manchas de gasolina sobre el asfalto. Aprendí a nadar tarde y aprendí a nadar mal y mientras aprendía, mis padres me inflaban unos manguitos de plástico transparente que me rozaban la piel produciéndome heridas rojas que escocían con la sal. Mi Mediterráneo se resume a esos manguitos, las siestas a media mañana con el sonido de las olas de fondo, la paz de sentir que estás de vacaciones. Ninguna de esas cosas estaban presentes la semana pasada en la playa El Tarajal de Ceuta.
A lo largo de los días hemos visto en directo como miles de personas salían del agua y se arrastraban por la arena. Hemos visto a Luna y al migrante que abrazaba cuyo nombre no conocemos y probablemente no conozcamos nunca porque él forma parte de los que no escriben la historia. Al bebé que iba agarrado a la espalda de su madre y que fue rescatado por el submarinista de la Guardia Civil. El submarinista se llama Juanfran. Del bebé y de la madre no sabemos ni dónde están, ni dónde estarán en cinco meses cuando la llegada de los migrantes haya caído en el olvido o solo queden unas ascuas informativas tibias igual que pasó antes de eso con Gaza y aún antes con Colombia y anteriormente con cualquiera de esos países que nos interesan exactamente lo que dura la viralidad.
Pero de entre todas las imágenes, una de las que se ha quedado pegada en mi memoria es la de Jon Nazca que muestra a un niño en el agua con unas cuantas botellas de plástico bajo la camiseta amarradas en forma del chaleco salvavidas más precario que haya visto jamás. En la foto aparece llorando, probablemente esté exhausto. Forma parte de ese casi millar de niños no acompañados que ahora duermen en los centros de Ceuta en las estanterías de los almacenes o apiñados en un patio descubierto en el que tal vez se oyen las chicharras o el chapoteo del agua que tuvieron que remar. Quizá sea uno de aquellos niños que se fueron de casa sin siquiera avisar a sus padres y ahora deambula por las calles ceutíes como si fuera el país de Nunca Jamás de los sueños rotos mientras ellos van en su busca hasta la valla.
No sé cuántos años tiene, ni qué quiere ser de mayor, ni de qué equipo de fútbol es. Ni siquiera sé si le gusta el fútbol. A lo mejor ya ha decidido volver a casa y un día hablará del momento en el que se lanzó al agua y un Gobierno lo calificó de crisis migratoria mientras otro usaba su cuerpo como arma arrojadiza en una crisis diplomática. La única certeza que tengo es que nos hemos bañado en el mismo mar: yo tenía la suerte y el privilegio de zambullirme por pura diversión; él ha dado brazadas para salvar su vida.
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