Destino compartido
Urge ayudar a la India. Lo que está sucediendo nos muestra el alto coste de abandonarse a la complacencia, declarar un triunfo prematuro y olvidar que en esta pandemia estamos todos juntos
En un viaje por Asia, el escritor Vicente Blasco Ibáñez, se adentró en el crematorio de la ciudad india de Calcuta, donde vivió una “pesadilla fuliginosa”: la contemplación de los cadáveres consumiéndose bajo las llamas en un rito ancestral que le arrebató durante dos horas. “Me avergüenzo al pensar que encontré interesante el espectáculo, y me resistí abandonarlo, a pesar del ambiente caliginoso” escribió posteriormente. Entonces, como hoy, la visión dantesca del único destino compartido del que la humanidad tiene certeza, sigue ejerciendo una fascinación a la que sucumben los extranjeros. Sirva de prueba las fotografías que piras ardiendo que han dado la vuelta al mundo, ensombreciendo la imagen de la India. No ocurrió lo mismo con la cobertura de los fallecidos en Occidente, donde se mantuvo una relación más pudorosa con lo escatológico.
Al comienzo de la pandemia, las probabilidades de que el virus causase estragos en la India parecían elevadas, el subcontinente en general reunía unas condiciones que lo colocaban en una posición de alto riesgo. La primera ola fue controlada mediante un confinamiento draconiano. Superada la crisis, el Gobierno del BJP no supo aprovechar la tregua y anticiparse a la segunda. Desdeñando la amenaza, declaró la victoria bajo el “liderazgo visionario” del primer ministro, y apoyó la celebración de la Kumbh Mela, el festival religioso que atrae a millones de peregrinos de todos los rincones del país. Mientras tanto, el virus avanzaba y aparecieron dos nuevas mutaciones.
Los errores de Modi se superponen a unas carencias y desigualdades estructurales que vienen de lejos, no resueltas por gobiernos anteriores, centrales y regionales. En la India, la ampliación de la sanidad pública no ha ido a la par del espectacular crecimiento económico iniciado en los 90. Los contrastes extremos son un rasgo nacional: la industria farmacéutica produce el 70% de las vacunas del mundo, y hasta ayer suministraba a terceros países la AstraZeneca, si bien sólo se ha logrado vacunar a un 3% de la población.
La situación es desesperada. Los datos publicados solo muestran la punta del iceberg, entre otros, quedan fuera las zonas rurales sin acceso a hospitales. En estos momentos, el sofocante calor de mayo y las inminentes lluvias monzónicas, agravan las condiciones de insalubridad. El aumento de bacterias por altas temperaturas, y las consiguientes diarreas y deshidrataciones, se encuentran entre las principales causas de mortalidad infantil. Con el sistema sanitario desbordado, estos casos no se podrán tratar, apunta en conversación María de Muns, directora de la fundación Colores de Calcuta. Los efectos tienen un alcance internacional. La suspensión de exportaciones de AstraZeneca ordenada por el Gobierno deja expuestas a otras regiones con vulnerabilidades similares, pensemos en África.
Urge actuar y ayudar a la India. Lo que está sucediendo, cuya gravedad transmiten sin tapujos los medios de comunicación, nos muestra el alto coste de abandonarse a la complacencia, declarar un triunfo prematuro y olvidar que en esta pandemia el destino es compartido.
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