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Columna
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Anormalidad democrática

La gestión de Iglesias en asuntos sociales ha sido magra, pues el cacareado ‘escudo social’ no parece demasiado sólido. En cambio, su hiperactividad política ha resultado desbordante

Enrique Gil Calvo
Pablo Iglesias
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La despedida de las ministras de Unidas Podemos a su vicepresidente segundo resultó tan sonrojante que causaba vergüenza ajena, pues con su coro de alabanzas hiperbólicas más parecía propia de una secta religiosa adorando a su gurú espiritual. Pese a lo cual, y aunque sea en otro tono bien distinto, aquí me voy a sumar al rito de hacer balance de su efímera trayectoria gubernamental, de la que escapa con la coartada del salvapatrias para descender a la segunda división de la liga política.

Su gestión como vicepresidente de asuntos sociales ha sido magra, pues el cacareado escudo social no parece demasiado sólido, a juzgar por el frustrante ingreso mínimo vital. En cambio, su hiperactividad política ha resultado desbordante, supliendo con creces el indolente marianismo del presidente Sánchez, que prefirió ponerse fotogénicamente de perfil para que fuera su vicepresidente quien corriera con todo el gasto del trabajo sucio. Y parece que lo ha logrado, pues Pablo Iglesias se puso a pisar todos los charcos entrando en faena como elefante en cacharrería, hasta quedar quemado antes de tiempo.

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En este campo, su principal activo ha sido hacer posible sin apenas contribución presidencial el primer gobierno de coalición, con el impulso suficiente para aprobar los Presupuestos y enfrentarse a la pandemia con relativo éxito, visto el tono general de la UE. Sólo por eso ya merece reconocimiento como el mejor peón de brega, ya que en tierra de ciegos el tuerto es rey. Pero en casi todo lo demás, el hiperactivismo del exvicepresidente ha resultado lamentable, pues con sus peores excesos (como su estéril cruzada contra una Corona que se desmorona) está agravando el rápido deterioro de nuestra democracia.

Aquí merece especial atención el único discurso político, de los muchos y tantas veces falaces que ha verbalizado el exvicepresidente, con el que cabe estar de acuerdo: y es el de la anormalidad democrática de nuestro país. No en su sentido técnico-institucional, pues España figura por delante de Francia, EE UU o Italia en las dos mejores clasificaciones de calidad democrática que acaban de salir: el británico de EIU y el sueco de V-Dem. Pero sí en cuanto a las reglas informales no escritas, que caracterizan a nuestra cultura política como la más destructiva de todas las democracias occidentales. Es lo que Levitsky y Ziblatt llaman “juego duro (in)constitucional”, que viola el espíritu de las leyes para incurrir en el exceso de “jugar para ganar”, cruzando los límites que impiden el abuso de poder con tal de vencer y excluir al rival.

Aquí todos los actores practican el juego duro, ensuciando el debate público hasta el extremo de indignar a una ciudadanía que cada vez desconfía más de la política. Y paradójicamente, pese a su denuncia de la anormalidad democrática, ha sido el exvicepresidente con su hiperactivo Juego de tronos quien más ha contribuido a pervertirla y degradarla. Que el pueblo le juzgue. La cuestión es cómo seguirá gobernando Sánchez sin el concurso parlamentario de Iglesias, que urdió para él la mayoría Frankenstein de la moción de censura.

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