La privatización de la política
Los partidos funcionan como las grandes empresas: no hay democracia interna, están muy preocupados por su reputación e imagen, venden intangibles y compiten en un régimen oligopolístico y cartelizado
En las últimas semanas, la política española ha mostrado su versión más alejada de la realidad y de la ciudadanía. Ciudadanos ha intentado dar un golpe de efecto que no solo ha fracasado sino que ha desintegrado casi completamente al partido; el PP ha respondido con transfuguismo y electoralismo; Iglesias y Ayuso han planteado las elecciones en Madrid como una batalla entre el fascismo y la democracia, o entre el comunismo y la libertad. La política lleva meses enquistada en un juego autorreferencial que empieza y termina en sí mismo. Lo que crea la política es solo para consumo de la política.
Más allá de ella, los ciudadanos no politizados (no los que no tienen ideología, sino los que no tienen interés), que son la mayoría, se enfrentan a una realidad dramática: la vacuna se hace esperar demasiado, los toques de queda y los cierres perimetrales son arbitrarios y apenas siguen criterios epidemiológicos (se penalizan los movimientos, por ejemplo entre comunidades, cuando se deben penalizar los comportamientos; lo importante no es de dónde vienes sino lo que haces), hay problemas con los ERTE y el SEPE está colapsado, el turismo (15% del PIB) sigue paralizado y a los ERTE les seguirán los ERE: el Corte Inglés acaba de aprobar el primero de su historia.
La política se ha privatizado. Al profesionalizarse, se ha vuelto indistinguible del sector privado. Los partidos políticos funcionan como las grandes empresas contemporáneas: no hay democracia interna, están muy preocupados por su reputación e imagen, venden sobre todo intangibles, compiten en un régimen oligopolístico y cartelizado. Como ocurre en algunas empresas, importa menos tu producto que la percepción que se tiene de él. De ahí viene la obsesión con el relato. Si vivimos un boom de las narrativas en política es porque el producto es de mala calidad. El político contemporáneo no es capaz de defenderse solo. Necesita el apoyo de su partido, cuya maquinaria propagandística está completamente volcada en la protección de su reputación y en evitar una verdadera rendición de cuentas. El partido político contemporáneo no es un enlace entre la sociedad y las instituciones. Es una agencia de relaciones públicas dedicada al control de daños.
Esta tendencia no es nueva. En 2007, el politólogo Peter Mair ya señaló algo parecido en Gobernando el vacío. Los partidos “se han desconectado tanto del resto de la sociedad, y se dedican a una competición tan carente de significado, que ya no parecen capaces de sostener la democracia en su forma actual”. Quizá sea reversible. Y hay políticos que intentan ejercer una política diferente. Pero los incentivos están ahí, mal colocados. A través de un proceso de ensayo y error, el político contemporáneo ha descubierto lo que funciona y lo que tiene que hacer para sobrevivir: tiene que entretener para no caer en el olvido, polarizar para movilizar a su base, ignorar la rendición de cuentas tradicional (que ya no tiene tanto sentido en una democracia de audiencia) y, sobre todo, aislarse de la realidad.
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