¿Un Watergate sistémico?
El débil vínculo social de los partidos y la personalización del poder abonan el terreno para que los cargos públicos sucumban a las viejas prácticas del poder ilimitado
Hay argumentos de urgencia para reaccionar evasivamente ante el escándalo del presunto espionaje de Interior. Yo no tenía ninguna responsabilidad, puede objetar Casado. No todos los partidos son iguales, pueden decir el PSOE, Podemos o Cs. Pero ante la gravedad de las acusaciones lanzadas por el ex secretario de Estado de Seguridad nadie puede permitirse un ápice de complacencia u oportunismo ante una historia de corrupción con implicaciones sistémicas. Hay en el caso una trama típica de espionaje y malversación de recursos públicos. Y son ya demasiados indicios repetidos que señalan, una y otra vez, una doble disfunción en nuestra democracia.
Primero, las contradicciones de un sistema de financiación de partidos cada vez más fiscalizado, pero también menos sostenible. Recordemos de donde viene todo: un partido político transgredió los límites de su financiación política porque consideraba que lo necesitaba para engrasar sus compañas y sostener salarialmente a sus dirigentes. Ambos eran objetivos lícitos, pero para conseguirlos se optó por infringir las normas y montar un tinglado sofisticadamente fenomenal en vez de exponer abiertamente la situación. A saber, que en España, los ciudadanos quieren tener una democracia eficaz, pero no están dispuestos ni a implicarse mayoritariamente en la vida de los partidos. Ni siquiera aceptan contribuir al sostenimiento económico de la representación política. La última vez que el CIS preguntó por eso, en 2004, se encontró un panorama desolador: más de la mitad de los españoles se niega rotundamente a financiar al partido que mejor represente sus intereses. Dos de cada tres, además, prefieren que los partidos solo se financien internamente, mediante actividades empresariales o a través del dinero privado.
Ante esa extraña forma de mirar para otro lado de buena parte de sus propios votantes, los partidos parecen haberse resignado a hacer lo que puedan: masiva financiación pública sin mucha publicidad (los partidos españoles, en conjunto, son de los más dependientes de las subvenciones públicas en las democracias parlamentarias homologables). Y cuando esta no es suficiente, los grupos que alcanzan instituciones de gobierno buscan un complemento más allá de los confines legales, donde la política queda enmarañada en un chapapote de intermediarios astutos e intereses ajenos. Ningún partido nacional o autonómico escapa a esta lógica, aunque algunas fuerzas parecen haberla transitado demasiadas veces.
Segundo, la facilidad con que algunos dirigentes públicos han instrumentalizado áreas sensibles del Estado, como la seguridad o la justicia, para beneficiar los intereses propios y perjudicar políticamente al adversario. Es algo peor que el espionaje; es la pérdida de contención institucional (Levitsky y Ziblatt) que exige una democracia de calidad. Aunque esto atañe menos a los partidos que a sus dirigentes cuando acceden a los corredores del poder, la responsabilidad está ahí. Que la publicación de los hechos recogidos por la operación Kitchen coincidan en el tiempo con el toque de alerta de Lesmes por el bloqueo del CGPJ ilustra ese problema.
Esa doble disfunción no es exclusiva de España. Se extiende en otras democracias y deja un diagnóstico preocupante: el débil vínculo social de los partidos y la personalización del poder abonan el terreno para que los cargos públicos sucumban a las viejas prácticas del poder ilimitado. Quizá debamos plantearnos cómo preservar las instituciones en una democracia de partidos pequeños y ciudadanos televidentes.
Juan Rodríguez es profesor de la Universidad de València. Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública para EL PAÍS.
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