La urgencia de repensar la gastronomía mexicana
En los últimos años, han surgido en Ciudad de México restaurantes ‘de tendencia’. Su apogeo es muy entendible, siguen una tendencia global marcada por las grandes ciudades estadounidenses. Su problema no es la calidad, sino la falta de un cuestionamiento tras su concepto
En los últimos años, han surgido en Ciudad de México una cantidad innumerable de restaurantes extrañamente parecidos. Arquitectura minimalista, platos pequeños para compartir, mucho aceite de oliva y vino natural europeo. La receta perfecta para atraer al neoyorkino. Muchos de estos restaurantes de tendencia son buenos, con chefs jóvenes y talentosos, buen servicio y decoraciones de premio. Su apogeo es muy entendible, siguen una tendencia global marcada por las grandes ciudades estadounidenses. Siguen también una lógica de mercado, los clientes que más gastan son extranjeros y estos restaurantes les dan exactamente lo que buscan, aquel espejismo de que están en una ciudad exótica, pero sin tener que salir de su zona de confort; el avocado toast, el vino natural y platos pequeños para compartir family style.
El problema de estos restaurantes no es la calidad de la comida, sino la falta de un cuestionamiento profundo detrás de su concepto. Son restaurantes que siguen la tendencia pero que no la imponen. Y eso está bien, si su ambición es simplemente satisfacer al mercado. Sin embargo, detrás de muchos de estos establecimientos hay chefs que genuinamente aspiran a ser considerados las nuevas vanguardias de su generación. El problema es que las vanguardias cuestionan, innovan, piensan la gastronomía y muchos de estos restaurantes solo dan giros “creativos” y “estéticos” sobre lo ya establecido en otras partes del mundo. No hay Pensamiento, con P mayúscula, sino un desidioso fluir de la tendencia, comida que nació en el privilegio pero que nunca lo usó para cuestionar y proponer.
En ese sentido, hay una gran diferencia entre esta nueva generación de chefs y sus antecesores. El gran rompimiento de la gastronomía mexicana ocurrió cuando chefs como Ricardo Muñoz Zurita, Gerardo Vásquez Lugo y Mónica Patiño empezaron a cuestionarse por qué la comida mexicana no había desarrollado una escena gastronómica de alto nivel en su propio país. Este mismo concepto fue llevado a su máxima expresión cuando Enrique Olvera abandonó la comida francesa y decidió dedicarle toda su creatividad y pensamiento al mole mexicano. De esas exploraciones surgió una evolución, que ahora tendría que estar viviendo su segunda ola.
En lugar de eso, hay una generación obsesionada con lo trendy y en su defecto, con los extraños lineamientos del World ‘s 50 Best y las Michelin. Las listas internacionales pueden atraer atención positiva sobre nuestra escena restaurantera pero también generan espejismos falsos o ridículos. Los primeros 10 restaurantes del Worlds 50 Best América Latina incluyen dos restaurantes en Colombia, uno en Ciudad de México y ninguno en São Paulo, lo que haría pensar a cualquier incauto que se come mejor en Bogotá que en Ciudad de México o en São Paulo. Ninguno de los condecorados colombianos son mejores que Máximo, Lunario, Expendio de Maíz, Maza o Arca, ni tampoco que Taxiri en Manaus y Mahalo en Cuiabá, lugares a los que los jueces no han llegado.
Las listas son un juego de relaciones públicas no de gastronomía, como fue confirmado por el fallido intento de Michelin en México. La incursión de Michelin fue más agraviante que celebratoria; una lista ofensivamente escueta para la magnitud de nuestra gastronomía, omisiones graves como la estrella de Máximo, y mucha superfluidad. Es cierto que sería imposible tener una lista objetiva de restaurantes, pero estas listas suelen ser más indicativas del quién es quién entre los amigos que de lo que está sucediendo gastronómicamente en un país. Las listas son importantes para los restaurantes pero no deben volverse la identidad de su cocina. No debe pasar con la comida lo que pasó con el vino y Robert Paker.
Quizás el problema es qué algunos nuevos exponentes de la gastronomía mexicana no se han formulado las preguntas que deben preceder a sus creaciones. ¿Qué significa cocinar desde México en 2024? ¿Qué significa cocinar desde cada una de las regiones de este país? No existe una respuesta única, ni se trata de atarse a una tradición cultural específica ni a purismos absurdos; la rebelión es la mejor receta para las vanguardias, pero tiene que haber una rebelión pensada, encausada, trabajada. Sucedió en la literatura a finales del siglo pasado, cuando un grupo de escritores mexicanos se rebelaron contra las ataduras folkloristas del Boom. Sucedió también con la generación de artistas plásticos que se rebelaron contra el muralismo revolucionario. En literatura, el Crack demandó abrir las letras mexicanas a los temas de la globalidad y aunque no fue ni tan exitosa ni reconocida como sus antecesores su propuesta planteó un nuevo paradigma cultural.
Uno de los síntomas más trágicos de esta falta de identidad es lo que está sucediendo con los vinos mexicanos. Durante años fui testigo de cómo Hugo D’Acosta, Natalia Badan, Santiago Cosio y tantos otros lucharon porque el vino mexicano fuera reconocido sin estigmas ni prejuicios por los consumidores mexicanos. Hoy, al mismo tiempo que la avaricia y la displicencia de los gobiernos de Baja California y otros Estados destruyen el legado rural de nuestras zonas vitivinícolas, en las grandes ciudades y sus restaurantes de moda los vinos mexicanos han desaparecido de las cartas.
Es un común denominador de casi todos los restaurantes a los que me referí al principio, que en su afán de seguir la ola de público estadounidense y sus vinos naturales han eliminado de sus cartas los vinos mexicanos y los han reemplazados por austriacos, alemanes y californianos. Sucede lo mismo con los restaurantes curados para las listas internacionales que ahora ofrecen maridajes con vino internacional. ¿Por qué y para qué? Las respuestas que obtengo son poco satisfactorias; algunos lo atribuyen a los precios del vino nacional, pero no han tenido ningún reparo en doblar o triplicar el precio de sus propios platillos. Otros simplemente responden que sus extraordinarios sommeliers han escogido estás cartas. En el fondo hay simplemente una desidia, una falta de cuestionamiento de las prácticas más básicas, “como lo vi en Nueva York”, o en su defecto porque el restaurante de moda lo hace, hay que replicarlo. Hasta en Brasil donde el vino es caro y no demasiado bueno, los grandes restaurantes procuran siempre tener cartas donde predominan los cortes de Bento Goncalves.
El otro tema ilustrativo de lo que sucede es el de los productos e ingredientes. México es uno de los doce países megadiversos originales del mundo pero nuestras cocinas se han dejado constreñir por un puñado de ingredientes que sentimos nos atan inescrutablemente a la tierra y el agua: el maíz, el agave y en tiempos recientes, los mariscos de los mares de Ensenada. La moda se ha ido con la frescura de los ingredientes, soslayando los esfuerzos por recuperar ingredientes locales originales. Esto representa una especie de paradoja, lo fresco es lo que ya se produce, pero en México, la homogeneización de la gastronomía en las últimas décadas ha hecho que se deje de producir muchísimos ingredientes que antes formaban parte de las gastronomías locales y que han sido reemplazados por genéricos globales. Los productos y la tierra son la base sobre la que se establece una gastronomía, uno no tiene que ser purista con la cultura, pero sí con su tierra: en gastronomía, el “terroir” manda.
Quizás desde que Elena Reygadas reintrodujo el mamey y el pixtle a la gastronomía mexicana no ha habido nadie que recupere nuestros ingredientes originarios y piense su gastronomía a través de ellos. ¿Cuántos chefs mexicanos saben qué es un caimito, un cuajinicuil, una guaya o han probado un zapote blanco? Esas cuatro frutas endémicas de mesoamérica son probablemente cuatro de las más deliciosas que hay en el mundo, y sin embargo las cartas de los restaurantes están repletas de manzana, melón, fresas y plátano; como las del resto del mundo. Esto lleva a hacer otras preguntas: ¿Qué pasó con el manchamantel? ¿Se puede hacer algo con la vainilla y el cacao? ¿Quién ha intentado rescatar las decenas de especies de peces del Usumacinta y el Grijalva? ¿Por qué ningún americano en la Ciudad de México se debate: “What was your favourite mole?” con el infalible “oh my gaaad” y “like” que siempre acompañan a enunciados como éste. ¿Cómo es que es temporada de zapote negro y solo Gabriela Cámara lo sabe? ¿Qué otra cosa se puede hacer con el maíz que no sea una tortilla?
Y es que a veces pensamos al revés, como si en lugar de ser potencia gastronómica fuéramos colonia gastronómica. Incorporamos la matcha y el acai a nuestros menús sin chistar. Llenamos las cartas de avocado toast y vino extranjero natural o pensamos lo exótico desde los ojos anglosajones o europeos. En su extraordinario libro sobre la cocina mexicana, Fernando del Paso cuenta: “Un día que me invitó a cenar un caballero d’Avignon de París [...] y le dije que para cerrar con broche de oro me gustaría tomar un postre de frutas exóticas. El caballero enarcó las cejas porque no se había dado cuenta, dijo, que en el menú figuraran postres a base de mango, papayas, guayabas, cocos, o algo por el estilo. A lo que respondí, mi señor, para mi, que soy mexicano, lo exótico no son esas frutas sino las frambuesas, las grosellas y los arándanos, productos de países como Francia, que son, para nosotros, extranjeros y lejanos”. La anécdota es ilustrativa de cómo adoptamos parámetros impuestos para pensar en lo nuestro. Cuando le hablo a los chefs sobre el chicozapote y el caimito siempre me responden que les gusta mucho la fruta exótica…
Repensar nuestra escena gastronómica no debe tratarse de una especie de purismo, nostalgia o chauvinismo barato: las fusiones, inspiraciones, adaptaciones y las rebeliones son el motor de la cultura, pero la imitación es el motor del aburrimiento. Y cada vez me aburro más. Hay muchos mundos que se pueden crear con nuestro mundo, como para tener que copiar los vinos, frutas y platillos de nuestros visitantes anglosajones. ¿No creen que incluso al público extranjero le parecería más interesante probar un vino mexicano que nunca han tenido que un vino natural austriaco que toman todos los días en su establecimiento local? ¿Por qué no en lugar de darle a los extranjeros lo que quieren, les creamos un nuevo querer presentándoles cosas nuevas? Hoy, muchas zonas del país se han vuelto cosmopolitas y globales, esa riqueza cultural enriquece a un país, si tomamos la base de lo nuestro y usamos las ideas que llegan de todas partes del mundo, se pueden crear cosas únicas y revolucionarias.
Quizás se necesita alguien capaz de cambiar los paradigmas de cómo pensamos nuestra comida. Pensar a partir de lo nuestro y no de lo heredado o lo impuesto por la moda en curso. Hacer lo nuestro sin temor a las listas, o crear las nuestras propias que vayan por el mundo juzgando a partir del gusto por el guajolote y la guanábana. Solo hay que esperar que esta revelación no tarde mucho, estamos a medio minuto de que la nueva tendencia puritana del “non-alcoholic-pairings” llegue a los establecimientos de vino natural y avocado toast. Habrá que ir organizando la resistencia.
Hoy, muy a pesar de lo que digan las listas, la Ciudad de México, Monterrey, Guadalajara, el Valle de Guadalupe y Oaxaca son de los mejores lugares para comer en el mundo, pero la tradición cultural de este país requiere más de su escena gastronómica. No nada más buena comida sino comida propositiva. Repensar, reimaginar y sobre todo cuestionar. Hay mucha monotonía y poca innovación, hay poco atrevimiento y mucha imitación. La Ciudad de México es la capital cultural de este continente, pero lo es no por seguir tendencias sino por siempre hacer lo suyo aunque todo el mundo esté haciendo otra cosa.
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