El vino rebaja su elitismo para conquistar a nuevos consumidores
Baja California celebra el Congreso Mundial del Vino con la sostenibilidad y la salud como claves de futuro
El cambio climático está afectando de lleno al mundo del vino, una tradición milenaria que se ve obligada en estos tiempos a reinventarse para no sucumbir en el remolino de lluvias a destiempo, calor infernal, granizo y cualquier otra maldición que quiera mandar el cielo. No es la naturaleza, sin embargo, el mayor peligro que puede afrontar la viticultura, sino las modas, un consumidor que mañana decida que ese no es el caldo con el que quiere remojarse. Y ese riesgo acecha a 7,3 millones de hectáreas en el mundo, una producción en leve descenso desde comienzos de siglo, y a 260 millones de hectolitros anuales. Aún no hay lugar para el desánimo: en todo el planeta se consumen 236 millones de hectolitros al año. Pero sí para la preocupación, que ya se extiende por toda Europa. El sector se siente “acorralado” por la normativa que imponen los Estados. Una invectiva, aseguran, que defiende al consumidor atacando la legitimidad del vino, es decir, a toda una cultura milenaria, desde el campo hasta la mesa, de la raíz a la fiesta.
Europa está pagando los excesos del vino de hace siglos, cuando hasta las cabras saltaban el agua para no pisarla, tan insalubre que era. Vino para los niños, vino para los adultos, adicciones, borracheras y malos tratos. Vino para desayunar, merendar y cenar. Menuda resaca. “Ahora se vive una ola de neoprohibicionismo, mayor que en Estados Unidos. Papá Estado impone el principio de precaución, de riesgo cero”, dice el director general de la Organización Internacional del Vino, Pau Roca, que estos días celebra en la Baja California el 43 Congreso Mundial del Vino. Pero Roca conoce bien las cifras y observa cómo en España, sin ir más lejos, el consumo de alcohol “va en aumento, mientras que el del vino disminuye”. Eso habla de generaciones que traen distintos hábitos de consumo: cerveza, espirituosos. Los vinateros tienen que cambiar, en el fondo y en la forma. La mirada ahora está en una producción acorde con los gustos nuevos, lo natural y ecológico, lo sustentable. Eso podría ser el fondo. La forma la resume César Saldaña, presidente del Consejo Regulador del Jerez: “Al vino hay que quitarle complejidad, hacerlo más accesible, que la gente entre de forma fácil. Si alguien lo quiere tomar con hielo, que lo haga, si quieren hacer un rebujito, pues que lo haga”. O calimocho, o sangría. “No pasa nada, nada es nada”, insiste.
Bajar el vino de las cumbres elitistas donde andaba instalado sin renunciar a la calidad es la clave, vienen a decir todos los reunidos en este Congreso Mundial del Vino, que México acoge en su cuadragésima tercera edición. Eso suena fácil, hasta que uno visita las bodegas mexicanas de Domecq, que estos días celebran sus 50 años en el Valle de Guadalupe, envueltas en las mareas del Pacífico, y oye el enólogo Alberto Verdeja: fermentación maloláctica, proteínas, frutos de hueso y aromas tropicales, plátano, vainilla, inoculación de bacterias, levaduras, acidez, madurez, que si se despalilla el racimo o no, que si el nitrógeno, el sol y el viento, la arcilla y la piedra. ¿Qué tal si ahora agarramos uno de esos caldos y le echamos encima medio litro de coca-cola? Prescindir de esa sabiduría sería, desde luego, renunciar a siglos de cultura. Pero el vino tiene una enorme ventana por donde entran los aires de un mundo nuevo: los que hablan de la vuelta a lo que hicieron los abuelos, del mundo rural, el terruño, la tradición, el ecosistema y el medio ambiente. A todo eso puede llegar el consumidor en su mesa descorchando una botella, pero también visitando unas bodegas: el enoturismo.
En Baja California tiene una de sus fincas Hugo D’Acosta, Casa de Piedra. Por cierto, que Baja California y Querétaro acaban de ser admitidos en el club mundial de los vinateros, el Wine Origine Alliance, las dos primeras zonas productoras de México que se integran en esta organización. En ese olivar que compró, Hugo D’Acosta decidió plantar más especies, como hacían los antiguos, juntas, incluso revueltas. ¿Por qué no aprovechar el agua con que se riegan los tomates para calmar la sed de los olivos? ¿No puede el maíz beneficiarse de la sombra del olivar? ¿O trepar las vides entre sus ramas sin necesidad de tender un emparrado? Así es ahora su finca, bien alejada del dibujo simétrico de los grandes viñedos, más bien un paisaje silvestre donde la mano del hombre apenas se vislumbra en las gomas del riego. D’Acosta presenta este proyecto en el Congreso del Vino, por donde pasea con sus guaraches artesanales y un atuendo informal. Nada que ver con Falcon Crest, ahora la onda es muy otra.
“El vino tiene que recuperar su espacio en la sociedad”, dice Pau Roca. Y el camino es abandonar los oropeles y mirar hacia la vida sencilla del campo. O lo que más se parezca a eso. Decirle al consumidor que “el 80% del vino es agua, como el 92% de la cerveza, pero al vino el agua le viene de la planta, mientras que la cerveza la añade de forma industrial, que la uva se cría en el campo y el grano para la cerveza se compra en la Bolsa de Chicago”. Así se defiende el sector del vino. Con lecciones bien aprendidas que diferencian unos alcoholes de otros. En este congreso, mitad científico, mitad volcado en la salud de las personas, se recordará que el vino no es un destilado, sino un fermentado “que puede ser parte de una dieta saludable”. Y que si una parra necesita un litro de agua, “el tomate requiere tres y el pepino cinco”, compara Hans Backhoff, presidente del Consejo Mexicano Vitivinícola, anfitrión de esta cita mundial en Baja California.
México amanece ahora a la producción del vino, después de una larga noche de siglos en los que el virreinato español prohibió las viñas en sus colonias de ultramar. Ya son 15 los Estados que están plantando y numerosas las bodegas que se quieren sumar a esta cultura ancestral. No es fácil, en un país donde en millones de kilómetros cuadrados vendimia significa vender cosas en cualquier mercadillo. Pero, al contrario que en Europa, los viñedos se multiplican poco a poco y el consumo, aunque no alcanza las dos botellas anuales per cápita, se ha incrementado notablemente en 20 años. El país norteamericano ha apelado al orgullo patrio de lo hecho en casa, como el tequila y el mezcal. “Hace dos décadas, el malinchismo estaba muy vivo, solo se vendía vino español, italiano, francés. Hoy nos enorgullecemos de lo hecho aquí. También se decía que no maridaba bien con la comida mexicana, qué falta de imaginación”, sostiene Backhoff. Una cata de vino con insectos organizada por Domecq en el Congreso le darán la razón de inmediato. En 2017, por primera vez se consumió en México más vino propio que extranjero.
No solo Latinoamérica se abre como un nuevo mundo para el vino, también Asia, África o Rusia. Aunque las cifras estén todavía lejos del mercado de Baco. Portugal, Francia e Italia encabezan el consumo, con unas 50 botellas por persona y año. Un estadounidense toma alrededor de 12, pero en conjunto es donde más millones de hectolitros se beben, cuestión de habitantes. Lo que ha cambiado es el consumidor, y hará bien el vinatero en adaptarse a los nuevos gustos si no quiere perder el mercado. Ya hay vinos naranjas, vinos en lata, vinos con hielo. “La estructura económica del sector está muy fragmentada. No hay empresas enormes como ocurre con la cerveza o los espirituosos”, dice Pau Roca. En el vino prima el terruño, la identidad, el valor añadido empieza en el origen, cada pago es distinto. Eso que podría ser una debilidad económica, se alza estos días como una fortaleza para el sector, que encuentra en el nuevo consumidor un amante del campo, de la tradición, de la producción sin artificio, de la vuelta al mundo casero, vino en tinaja.
Las bodegas Domecq tienen por primera vez en sus 70 años de presencia en México un enólogo mexicano que se dedica a hacer experimentos hasta de noche, como un alquimista secreto. Alberto Verdeja sacó del museo de la familia gaditana unas vasijas del siglo XVI, enormes, barrigudas, las descontaminó y las llenó de caldo, a ver qué le salía. Aquella producción se embotelló en 2020. Eso, dicen, es parte de lo que busca el consumidor, mejor barro que toneles de madera extraída de bosques exhaustos. Al otro lado del Atlántico, César Saldaña, pone de ejemplo los tabancos, una mezcla de tabernas y estancos en Jerez donde se sirve vino a granel y algún aperitivo frío animado con algo de flamenco. “El vino no será el de mayor calidad, pero con eso se han ido acostumbrando muchos jóvenes, se trata de ir aprendiendo esta cultura”. Los oropeles llegarán a su tiempo.
En una mejor información al consumidor y un producto que lo atrape sin miedo a hacer el ridículo, cifran los productores el futuro de la viticultura. Hasta ahora, al que se acercaba al vino se le pedía saber de uva, de añada, de color y sabor, de lugar y de marca. Demasiadas lecciones para un consumidor joven e inexperto que ya no tiene complejos. Los nuevos siervos de Baco no disfrutan con Falcon Crest (no saben ni lo que es), sino en el viñedo del abuelo.
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