Quesadillas Elenita, el puesto que ha sobrevivido a los terremotos y la gentrificación
En la Roma han ido desapareciendo las torterías, las juguerías y las tiendas de abarrotes, pero la jefa de una esquina es Elenita con su comal y sus antojitos de maíz
Elena Rojas Vara ha estado más de 50 años en la misma esquina de la calle Mérida con Colima, jornadas enteras bajo el sol, expuesta a la lluvia y batallando con la burocracia de gobierno, el entorno o los cambios del barrio.
“Mi vida ha sido una historia”, dice con pesar doña Elenita y me enseña sus tobillos, están hinchados como unos globos, los pies apenas le caben en sus zapatos, permanece sentada en un banco de plástico, mientras dos empleadas atienden a los clientes.
— Un tlacoyo de frijol con nopales y queso.
— Me da una quesadilla de flor de calabaza, con queso y salsa roja.
— ¿Cuánto le debo de tres?.
Algunos hablan a señas, los turistas que no entienden nada, solo se dejan llevar por el gentío a su alrededor y el olor a tortilla recién hecha. Elenita, como le dicen y como se llama este puesto, contesta que 90 pesos, recibe un billete de 100, saca una moneda de diez y me dice: “Perdón, ¿qué más quieres saber?”.
Todo.
Nos interrumpen cada cierto tiempo, pero Elenita es la jefa y pone sus límites: “Que te atienda ella, estoy platicando”. Originaría de Xalatlaco, Estado de México, aprendió desde niña a desgranar el maíz y nixtamalizarlo para preparar masa. A los 16 años comenzó a buscar trabajo para ayudar con los gastos, le pidió a una vecina que la trajera a la ciudad y ella aceptó. A diario se bajaba de un autobús en la avenida Cuauhtémoc y recorría la Roma con tamales y atole.
Era una jovencita con fuerza de sobra para madrugar, cocinar y cargar la mercancía. Se hizo de clientas y les traía productos de su pueblo. “Me encargaban queso, chicharrón, mantequilla, carne de res, de puerco, lomos enteros. Terminaba y me iba a la Merced por mi mandado, me sentaba a comer con una señora y me fijaba qué vendía. Me la hice amiguita y empecé a ayudarle. Un día le dije que yo quería hacer lo mismo”, recuerda Elenita.
Esa mujer le enseñó a cocinar la tinga, las papas con chorizo, el chicharrón, los guisados de huitlacoche, champiñones, flor de calabaza... Doña Elenita explica: “Era muy buena, me dijo que comprara de a medio kilo primero y luego le subiera de a poquito; que hiciera los tlacoyos y le llevara para probarlos”.
Su mentora incluso le propuso que se instalara al lado. “Cómo iba a ponerme yo ahí, le dije que no”, así fue como Doña Elenita buscó su espacio. Primero estuvo en Mérida con Puebla, ahí sobrevive una vinatería donde le dejaban guardar el anafre, el comal y su carbón (aún estaba permitido su uso).
Al poco tiempo se casó e invitó a una cuñada a ayudarle con el negocio. Pronto se embarazó de su primer hijo: “Dejé de venir un año y mi cuñada se quedó ahí, cuando volví hicimos un trato de tres días una y tres la otra”. El acuerdo no funcionó porque ambas necesitaban una entrada de dinero más estable. Otra vez Elenita buscó su sitio. La esquina entre Colima y Mérida se convirtió en su territorio.
— ¿Qué piensa de la Roma? —le pregunto.
— Uy, era bien bonita —responde sin pensarlo.
— ¿Cómo?
Soltamos carcajadas. Uno creería que la Roma está mejor que nunca, llena de cafés de especialidad, bares de coctelería y restaurantes de alta cocina. Doña Elena explica que, “en esta calle había florerías de los dos lados, desde Insurgentes hasta Cuauhtémoc, era muy tranquilo, muy limpio. Uy esta colonia estaba bonita, bonita”.
La añoranza del pasado.
De esas florerías quedan unas cuantas, también la farmacia en la acera frente al puesto y el estacionamiento a media cuadra, donde guarda una mesa, dos sombrillas, un anafre, algunos bancos de plástico y un comal. También tiene una bocina donde por igual se oye una ranchera a una canción de italodisco. “Es de la Jenni”, dice. La Jenni es una de sus empleadas, la más directa y recia, la que se defiende si alguien llega a regatearles.
¿De verdad se atreven a regatear el precio de una quesadilla a 30 pesos y al lado pagan cócteles de 300 pesos?
La Jenni —que a todas las clientas les dice “flaquita”— dice que a veces es “normal”. Estas quesadillas son una isla rodeada de opciones para comer cada vez más caras y es para todos los que conviven en la zona, de los trabajadores de construcción que están remodelando los viejos departamentos y viven al día, a los turistas, los nómadas digitales o los antiguos —y muy contados— vecinos de siempre. Este puesto es una parada icónica porque está en peligro de extinción y sobre todo, porque su comida es muy rica.
En la mesa hay botes coloridos llenos de guisados, salsas, queso, crema y nopales, también una montaña de masa de maíz morado hecha por Elenita en su casa, a dos horas de camino. Otra de sus empleadas coge una bolita de masa, la rellena de requesón y la echa al comal; coge otra bola y la aplasta en una máquina de metal para hacer tortillas, que desliza sobre el comal hasta que se infle; remoja un bolillo en un caldillo de chile guajillo para preparar un pambazo. Repite las mismas acciones decenas de veces, hasta quedarse sin masa y que la cuchara rasguñe el fondo de los botes.
En estos 50 años, Elenita ha sido testigo de los cambios a su alrededor. El terremoto del 85 es una de las cicatrices más vívidas de la Ciudad de México y en la Roma es palpable porque fue de las áreas más afectadas. “Yo me estaba bañando y me asusté, pensé que se había abierto la tierra. Fui a ver a los niños a la escuela y estaban bien. Luego me vine. Cuando llegué ya no pasaban los carros, ya no había luz ni agua, había muchos edificios tirados. Estaba bien triste”.
Debido a las fugas de gas, las autoridades no le dejaron prender el fuego. Doña Elenita venía cargada de guisos y decidió comprar dos bolsas de bolillos, “hice tortas y nos fuimos a repartirlas aquí cerca, había una escuela, creo que una secundaria que se había caído”.
Aquel terremoto trastocó la cotidianidad de la ciudad durante meses, por eso Elenita optó por mudarse a una colonia menos golpeada. Se fue a San Ángel. “Me echaban montón las que ya estaba ahí, no me dejaban vender. Luego me echaron a la delegación y me quitaron dos veces. Así que me regresé. Nomás estábamos una señora y yo, no vendíamos nada; ella me daba refrescos, yo le daba quesadillas, así come y come quedamos bien gordas”, cuenta, y se ríe para no llorar.
Fue su peor época, el esposo la abandonó con seis hijos que alimentar y no había clientes. Intentó trabajar en una fábrica, hacía quinientos costales de rafia al día y le pagaban el mínimo. Un encierro laboral similar a la esclavitud. Esperó paciente con su comal caliente a que la Roma se levantara de los escombros.
Hoy todo se le acaba, tiene otro puesto a unas cuadras. A sus 73 años continúa laborando de sol a sol, hace la compra, cocina, atiende o cobra. Sus pies hinchados y su cabello cano son la prueba de una vida dura.
— ¿Por qué dejó de hacer tamales y atole?
— Sí hago para mí, te traigo el miércoles, pero no me falles.
Es un trato con doña Elenita, la matriarca de la Roma Norte, la que ni una cadena de cafés pudo quitar de su banqueta. La gentrificación no le hace ni cosquillas, mandó enmicar un menú en inglés para que los güeros comprendan los platillos, aunque continúa cobrando en pesos. Se abre el suéter morado con cuadros negros, de su mandil saca billetes enredados con monedas y le da el cambio al siguiente en la fila.
Quesadillas Elenita
Dirección: esquina de Colima y Mérida, colonia Roma Norte, Ciudad de México
Precio: 30 pesos por pieza
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