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Columna
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Et. La tierra como propiedad privada

El contraste que la tradición occidental ha hecho entre humanidad y naturaleza se antoja una división caprichosa

Yásnaya Elena A. Gil
Vista de los campos de agave en Santiago Matatlán, Oaxaca (México).
Vista de los campos de agave en Santiago Matatlán, Oaxaca (México).Hector Guerrero (EL PAIS )

Cuando viajo, lucho por conocer la tierra como si fuera una persona. Reunirme con ella como si fuera tan profunda en su significado como la personalidad humana. Espero que hable. Y espero.

— Barry López

En el comienzo de su autobiografía, titulada Habla, memoria, el escritor nacido en Rusia, Vladímir Nabokov habla de la existencia humana como una “breve rendija de luz entre dos eternidades de tinieblas”; aunque ambas eternidades son idénticas, la eternidad que precede a nuestro nacimiento nos inquieta menos, dice Nabokov, que la eternidad a la que nos acercamos todos los días de nuestra vida. Siguiendo esta idea, si consideramos también la eternidad que nos precede, la existencia humana queda constreñida entre estas dos eternidades: la imagino como un brevísimo hachazo de luz en donde la luz es la conciencia. Si la materia no se destruye y sólo se transforma, nuestra muerte no termina con la existencia de nuestro cuerpo, estrictamente hablando, pero sí con la de nuestra conciencia. No es la pérdida irreparable de la materia que nos constituye lo que nos angustia sino la particular disposición temporal de esta misma materia que funciona como un sistema vivo consciente de su existencia, de la existencia de seres semejantes y de su entorno. Sobre esa angustia se han construido andamiajes culturales que la hacen más soportable, entre ellas, la cultura mixe explica la existencia de otro et, un mundo idéntico a éste, pero más bello, en el que nuestra conciencia individuada, aunque despojada del cuerpo por la muerte, continúa su vida ya sin sufrimientos y lleno de alegrías con la ayuda de un perro que, a modo de psicopompo, le ayuda a cruzar el río de aguas impuras que separa este mundo del otro, como ya el lingüista mixe Juan Carlos Reyes Gómez ha descrito poéticamente y con más detalle.

Cada cultura enfrenta la amenaza de la eternidad que sigue a nuestra existencia con una coraza de narraciones que hacen soportable lidiar con el hecho de que, con la muerte del cuerpo, el hachazo de luz que es nuestra conciencia, también cesa para siempre. Sobre la definición de qué es la conciencia se ha escrito mucho desde distintas disciplinas, pero, para ciertos efectos que quiero poner de relieve, las famosas palabras de Carl Sagan me son muy útiles: “Somos la forma que tiene el universo de pensarse a sí mismo” o, tal vez, una de las formas, al menos. Impresionada por las implicaciones de estas palabras pensaba hace algunos años que, de tomarnos en serio esta frase, sólo tendría sentido dedicar la vida a estudiar y a pensar en dos cosas: el universo (dado que somos universo pensándose a sí mismo) y el cerebro junto con todo el sistema nervioso (dado que es el órgano y el sistema que nos permite pensar al universo). Desde el Big Bang, pasando por la creación de las galaxias (más numerosas que las personas en el mundo), el desarrollo de la vida en el planeta, la evolución de las especies y en particular la aparición de especies con distintos tipos de conciencia, entre ellas, el homo sapiens sapiens (o solamente homo sapiens según una muy interesante discusión), el universo ha llegado a convertirse a sí mismo en materia consciente durante un breve hachazo de luz.

Si lo vemos desde este punto de vista, el contraste que la tradición occidental ha hecho entre humanidad y naturaleza se antoja una división caprichosa. La cultura sería, en algún sentido, la manera colectiva en la que la humanidad como materia consiente se explica a sí misma y al mundo. Cultura puede verse también como producto de la naturaleza, del mundo, del universo. Hay sociedades humanas que privilegian una mirada sobre el medio ambiente como un sistema continuo del que forma parte la humanidad y otras que separan sociedad humana y naturaleza de manera tajante. Estos tipos de relación generan distintas nociones de territorio. En lenguas como el español se distingue entre tierra y territorio mientras que en lenguas como el mixe la palabra “et” engloba ambas categorías, además de funcionar también como el verbo que puede traducirse como “ser”, “estar” y “existir”. La insistencia de personas defensoras del medio ambiente en decir que para nuestras culturas la humanidad se concibe como parte de la naturaleza no es meramente una romantización o una idea folclorizable, en muchos casos deriva de experiencias concretas y de la clasificación anclada a nuestras lenguas. En la lengua en la que ahora escribo es importante distinguir entre la noción concreta de tierra y la noción abstracta de territorio. El territorio sería el complejo cultural que explica la relación que las sociedades humanas establecen con la tierra, la noción de territorio implicaría prácticas, nociones, rituales, acercamientos históricos y pensamiento sobre un referente concreto: la tierra. La tierra como un ente físico puede generar múltiples nociones de territorio según las culturas y sociedades que se relacionen con ella. El territorio sería la tierra bajo el hachazo de luz que la conciencia de la humanidad arroja sobre ella. Si la tierra es una categoría física, el territorio es una noción cultural. A través de la historia y de las culturas estas nociones cambian, a veces la tierra se piensa como un ente endeble y en riesgo que necesita de los cuidados de la humanidad y en otras ocasiones como una fuerza potente que puede destruir a la humanidad en un instante. El territorio es la lectura cultural que hacemos sobre la geografía de la tierra. Así como alguien lee la mano para leer el futuro de una persona, leemos la tierra para generar nociones de territorio que nos permiten explicarnos el mundo y la humanidad. Gran parte de la vida espiritual mixe se deriva, más que de la creencia en dioses, de la lectura sobre la rugosidad viva y visible del planeta: ese promontorio natural es un lugar sagrado, aquella cavidad húmeda de la superficie es una puerta a mundos distintos.

Podríamos aventurar una clasificación sobre las innumerables maneras en las que las sociedades y culturas se relacionan con la geografía de la tierra (que es una estructura dinámica y compleja de ecosistemas interactuando), pero en este caso solo podré describir los dos extremos de una clasificación hipotética. En esta clasificación pienso que un extremo estaría ocupado por sociedades nómadas (muchas aún existen en la actualidad) en las que la noción de territorio se construye con el movimiento, una noción de territorio generado por la interacción de las comunidades con el paso de las estaciones y las dinámicas de un recorrido constante , este tipo de relación con la tierra genera una noción de territorio particular puesto que la existencia humana no se ancla a una delimitación geográfica; por el contrario, en el extremo opuesto de esta clasificación hipotética, situaría a las sociedades que delimitan la tierra en pedazos y que la convierten en una mercancía, propiedad privada descrita como bienes raíces, tierra recortada que puede venderse y que se cotiza en el mercado del sistema capitalista, una noción territorial en el que la tierra, cachos de ella, se convierte en un artículo. Los estados nacionales actuales están articulados sobre una visión férrea en donde la noción de territorio necesita del control delimitado de fronteras, fronteras trazadas por grupos de poder sobre una determinada superficie terrestre. Si necesitamos dibujar un país en la mente imaginamos la silueta que forman sus fronteras. En contraposición, existen naciones sin estado que no necesitan de la idea de fronteras delimitadas como imagino que existe la nación gitana, por citar un ejemplo. Los estados actuales han parcelado el mundo entero, con todo y sus océanos, imponiendo fronteras sobre las que ejercen control físico e ideológico, fronteras que le dan sentido a categorías que, de otro modo, quedarían vacías: “extranjero”, “migrante”, “illegal” por mencionar algunas.

En la misma lógica de las fronteras nacionales, la noción de tierra como propiedad privada me parece una noción muy peculiar, extraña incluso, si nos detenemos a pensarlo un poco. La tierra como propiedad privada se convierte en la negación extrema de la idea de que la humanidad es también tierra, naturaleza, universo, materia consciente; lo pienso como la expresión más clara de la oposición absoluta entre naturaleza y humanidad. Cuando ponemos a la venta un terreno poseído como propiedad privada vendemos en realidad una superficie acotada de la faz de la tierra, ese proceso de acotación que ostentamos con un documento legal llamado “escritura”, oculta el hecho de que esa superficie convertida en mercancía nunca fue manufacturada por nadie que pueda reclamarla como suya y que además forma parte de un complejo ecosistema que no se ciñe al croquis y a las medidas que ostenta el documento legal que te lo reconoce como propiedad privada. Tratar la tierra como propiedad privada es un fenómeno extraño, ilógico incluso, un fenómeno que solo puede explicarse dentro del capitalismo.

Este tratamiento de la naturaleza y la tierra como propiedad privada que necesita el sistema capitalista nos está llevando a una crisis climática alarmante. En la lucha por la defensa ambiental, muchos pueblos y comunidades indígenas que han generado nociones de territorio distintas a las que ha generado la sociedad capitalista insisten en que es necesario cuestionar la idea misma de ostentar la tierra como propiedad privada y como mercancía. La defensa medioambiental implica el choque entre nociones de territorio muy distintas que parecen imposibles de traducir en muchas ocasiones. La insistencia de las personas defensoras del medio ambiente en reconsiderar nuestra concepción y relación con la tierra no es sólo un asunto filosófico, es un asunto estratégico si queremos comenzar a darnos cuenta que la destrucción de los ecosistemas es la destrucción nuestra, es el hachazo de luz que se vuelve un hachazo que cercena la posibilidad de la vida humana, de una vida que se narró a sí misma como el mecanismo que desarrolló el universo para pensarse a sí mismo.

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