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Columna
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Jëntsë’ëk, democracia y pueblos indígenas

El establecimiento del Estado mexicano se ha basado en la negación y el combate de otras formas de organización que, en muchos casos, se argumenta como defensa de la democracia

Yásnaya Elena A. Gil
Dos mujeres de la comunidad de Santiago Mitlaltongo caminan entre las montañas de Oaxaca.
Dos mujeres de la comunidad de Santiago Mitlaltongo caminan entre las montañas de Oaxaca.Arturo Pérez (Arturo Pérez)

“El hecho divino de existir no debe asimilarse al hecho satánico de coexistir”

Fernando Pessoa

Trato de imaginar algo que nunca he experimentado: la ausencia de la mirada y la presencia constante de otras personas en mi vida. ¿Cuáles sería los efectos de la supresión prolongada de la compañía de otros seres humanos sobre nuestra mente y nuestros cuerpos? Michel Tournier responde esta pregunta, entre muchas otras, en su extraordinaria novela Viernes o los limbos del Pacífico en el que reelabora la historia del Robinson Crusoe de Daniel Dafoe. La ausencia prolongada de la compañía humana reconfigura los aspectos más fundamentales de nuestra existencia y pone en entredicho los supuestos de nuestra humanidad, el lenguaje, las rutinas, las costumbres cotidianas se explican, en gran parte, en función de la mirada que los demás devuelven sobre nuestra existencia. Después del desconcierto inicial que lo lleva a casi fundirse con el entorno natural, el Robinson de Tournier recurre a acciones y rituales que ordenan sus días de náufrago como si no estuviera completamente solo para poder proseguir con la vida en ausencia de al menos algún otro humano, como si pudiera mirar la mirada de aprobación y reconocimiento de otros rostros.

Una gran parte de nuestras actuaciones y motivaciones cotidianas necesitan de la mirada de las otras personas. El significado etimológico de la palabra mixe para “respetar” -jëntsë‘ëk- es “temer los ojos”; aun cuando ese significado etimológico ya no es transparente (en el mixe actual es verbo significa nada más y nada menos que “respetar”), en las sesiones de regaños que recibíamos en la infancia se asomaba la carga etimológica, las personas mayores nos conminaban a recibir sus palabras con temor de la mirada, es decir, evitando mirarlas a los ojos; con la mirada inclinada recibíamos sus amonestaciones y entendíamos que la corrección verbal de nuestras malas conductas implicaba también renunciar a contemplar la mirada de quien me hablaba, esa supresión de la posibilidad de mirar los ojos a quien nos miraba atentamente durante las amonestaciones y consejos era parte de la lección recibida. Alzar la vista en ese contexto se consideraba un acto de rebeldía o desafío: “no me apedrees con tu mirada” nos decían molestas si esto sucedía. Esta recomendación contrasta con la solicitud que las personas mayores hacen a los pequeños cuando los están amonestando en contextos culturales distintos: “mírame a los ojos mientras te hablo” dicen, evadir la mirada se interpreta aquí como falta de atención. Esta diferencia cultural me llevó en algunas ocasiones a equívocos culturales desconcertantes. En mi contexto, mirar la mirada de quién me reconvenía implicaba una falta de respeto mientras que en otro contexto cultural dejar de hacerlo era un acto desafiante.

La necesidad de la mirada de los otros nos lleva a la vieja sentencia que dicta que las personas somos animales gregarios, mamíferos peculiares que necesitan vivir en sociedad. Pocos hay quienes se han escapado a esta necesidad, al menos parcialmente; además de los antiguos ermitaños cuyas motivaciones tenían una profunda raíz religiosa, algunas personas han rehuido de la vida en sociedad; en esta crónica que la antropóloga Sheba Camacho me recomendó pude leer sobre Christopher Thomas Knight, un hombre que había vivido solo en el bosque rehuyendo de la presencia de otras personas por casi treinta años en los bosques de Maine, muy al norte de Estados Unidos, durante casi treinta años no había hablado y muchos menos tocado a otro ser humano.

Lejos de las peculiares motivaciones de Christopher Thomas Knight o de situaciones ajenas a la voluntad como lo sucedido a Robinson Crusoe, lo humano se lee en clave social a tal grado que esa relación parece indisoluble e insistir en esto parece una obviedad. Ni en las sociedades más individualistas en donde se ha satanizado todo lo que huela a comuna se ha podido prescindir de la mirada y la presencia de otros humanos. Las relaciones que median las miradas que nos lanzamos recíprocamente los humanos lejos están de ser armónicas y median entre ellas complejos sistemas y jerarquías de dominación. Del hecho satánico, y por lo tanto festivo, de coexistir, como apunta Pessoa, deriva el hecho de que necesitamos ordenar y estructurar esa imprescindible vida en común.

Dado que necesitamos vivir en común, ¿cómo organizamos nuestra existencia en manada humana? A lo largo de la historia, las sociedades y las culturas del mundo han dado respuestas distintas y una de ellas es la que da el estado nación actual que se basa en un sistema llamado democracia, el desarrollo del sistema democrático puede rastrearse en la historia occidental y norma mucho del mundo además de relacionarse en la actualidad con un sistema económico como el capitalismo. Más que relatar la historia de la democracia, quisiera situarla aquí como una más de las posibilidades de organizar esta satánica y necesaria vida humana en común. Además de los estados democráticos actuales, han existido otros modos y formas de organizar la vida en sociedad como la comunal asamblearia, las sociedades clánicas, las organizaciones nómadas horizontales, por mencionar sólo algunas de genealogías distintas a las de la cultura occidental. Dentro de toda esa diversidad de posibilidades, una mirada eurocentrista ha situado al sistema democrático estatista como la forma más evolucionada y justa de organizar la vida en común. Esta visión positivista de la historia ensalza los modelos democráticos occidentales como la culminación de una evolución y desde distintos espacios se nos pontifica contantemente sobre ello. Sin embargo, poco puede tener de justo un sistema que, al menos en este país, se ha impuesto con base en la negación y el combate de otras estructuras de organización social. El Estado mexicano y su arquitectura no son el producto de la libre voluntad de las múltiples naciones que habitaban el territorio de este país en el momento de su creación si no es el producto de la imposición de una minoría que ha ejercido opresión sistemática sobre estas naciones.

El desprecio por otras posibilidades de organizar la vida en común ha hecho que muchos de los sistemas políticos y sociales de los pueblos indígenas sean calificados de simples “usos y costumbres” pero se trata en realidad de estructuras que organizan nuestra vida en común y que son producto de nuestras dinámicas y de nuestra historia. Los usos y las costumbres los tiene cualquier cultura y sociedad como la occidental, los sistemas políticos de organización social que regulan nuestra vida en común no son usos y costumbres, son sistemas propios, una de las distintas posibilidades de regular la necesidad humana de vivir en conjunto, así como el sistema que llaman democracia es otra posibilidad. La comunalidad, descrita y categorizada por el antropólogo mixe Floriberto Diaz y el antropólogo zapoteco Jaime Luna, es una de las diversas maneras de organización sociopolítica que se pueden encontrar en los pueblos indígenas de Oaxaca. Hacer una oposición binaria entre democracia y “usos y costumbres” implica una reducción simplista pues tras la categoría indígena se pueden encontrar organizaciones sociopolíticas muy distintas entre sí, la organización de la vida en común del pueblo rarámuri es distinta a la del pueblo zapoteco en Juchitán o a la comunalidad que hallamos en los pueblos de la Sierra Norte en Oaxaca. El establecimiento del Estado mexicano se ha basado en la negación y el combate de otras formas de organización que, en muchos casos, se argumenta como defensa de la democracia. Las sociedades de tradición distinta a la occidental tenemos el derecho a elegir la manera en la que deseamos organizar nuestra vida en común, lamentablemente se ha utilizado el discurso de la defensa de la democracia para atacar ese derecho.

Hace unas semanas, un grupo de intelectuales publicó un texto llamado “Contra la deriva autoritaria y por la defensa de la democracia” en el que, entre otras cosas, hacían un llamado a los ciudadanos de este país para “recuperar el pluralismo político y el equilibro de poderes que caracterizan a la democracia constitucional” con miras a las próximas elecciones parlamentarias. No voy a discutir aquí si es posible recuperar algo que de por sí no se ha tenido en un sistema estatal que ha privilegiado la concentración del poder y que se erige sobre la negación de otros sistemas de organización social. Más bien, entre los firmantes de dicha carta, hallé a varios que, en la defensa de la democracia, han atacado los sistemas de organización social de los pueblos indígenas distintos a los del estado mexicano porque los acusan de atentar contra los derechos individuales, contra los derechos de las mujeres y, en el caso de Roger Bartra, de excluir a los partidos políticos y de “instituciones nuevas que contengan semillas de cambio”. La defensa de la democracia se ha utilizado en estos contextos para narrar que los sistemas de organización sociopolítica de los pueblos indígenas están anclados en el pasado y que no tienen historicidad mientras que la democracia se identifica con la modernidad y el futuro. Sin embargo, se trata, una vez más, de una actualización de la relación asimétrica entre la tradición eurocéntrica de los creadores criollo del Estado mexicano y los pueblos indígenas. Los defensores de la democracia denuncian los problemas que ven en nuestros sistemas de organización sociopolítica para negarnos el derecho a elegir y vivir bajo nuestros propios mecanismos para organizar la vida en común.

Si volteamos la mirada, podríamos rebelar los prejuicios racistas que subyacen en la idea de creer que el sistema democrático del Estado mexicano es inherentemente superior a las formas de organizar la vida en común de muchos pueblos indígenas en este país, esos sistemas que llaman despectivamente “usos y costumbres”. Si volteamos la mirada de quien amonesta podemos ver que las democracias han negado el voto a las mujeres hasta hace unas cuantas décadas, las democracias liberales, como en Estados Unidos, por poner un ejemplo, permiten la existencia de la pena de muerte, los sistemas democráticos han permitido el encarcelamiento de mujeres por abortar, en los sistemas democráticos se ha institucionalizado la homofobia y se le ha negado la posibilidad de contraer matrimonio a parejas homosexuales, el racismo institucional en los sistemas llamados democráticos ha encarcelado injustamente a muchas personas y ha cercenado vidas por medio de la violencia policial, los sistemas democráticos han atentado estructuralmente contra los derechos de la población indígena por mencionar solo algunos fenómenos. Si por todas estas razones, yo propusiera desechar la democracia como un sistema de organización pues se revela fallido, sus intelectuales defensores dirían que los ejemplos mencionados evidencian lo contrario a los ideales democráticos que defienden, que se trata de perfeccionar el sistema, pero no de desecharlo. Pues lo mismo podemos responder con la mirada en alto, en rebeldía por una amonestación injusta, nuestro sistema de organización comunal es distinto al sistema democrático occidental, tenemos derecho a elegir uno distinto, trabajamos desde nuestras comunidades para perfeccionarlo y aún bajo el asedio de una opresión. Para entablar un diálogo en el que medie el respeto se hace preciso reconocer los sistemas de los pueblos indígenas como los sistemas de organización social que hemos elegido para llevar la necesidad humana e imperiosa de vivir en común, que no se trata de simples “usos y costumbres” y que los problemas y retos que enfrentamos dentro de ellos no son razón para imponernos su democracia partidista. En muchos casos, el elogio de la democracia en comparación con los sistemas propios de organización sociopolítica de los pueblos indígenas que hacen algunos intelectuales evidencia el poder de quien puede reprender, pero, desde estas otras formas que hemos elegido para mediar nuestra vida común, desde nuestras miradas, también los amonestamos sobre las democracias fallidas de sus repúblicas que siguen siendo la principal fuente de las opresiones que sufren nuestros pueblos y de la falta de justicia social. Y ante esta amonestación, exigimos respeto, respeto a nuestros ojos, respeto a nuestra mirada.

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