El amor por México
En un contexto en el que enfrentamos colectivamente una tragedia se necesitan rituales que marquen un llamado a colectivizar el esfuerzo
Hace unas semanas un conjunto de personajes públicos realizaron un video en el que, en el contexto de la pandemia de covid-19, cantaron la canción popular Cielito lindo. Esta pieza es bastante conocida y su ejecución se ha vuelto icónica en los estadios durante los partidos de futbol de la selección mexicana. Su objetivo, según describieron, era levantar el ánimo en medio de la situación que atravesamos. Terminaron la canción con un sonoro “Fuerza México” y frases afines. Días antes, habitantes de Santa Fe, una zona de clase alta en el área metropolitana de la Ciudad de México, decidieron cantar también el Cielito lindo de sus ventanas. Las críticas no se hicieron esperar, pero más allá de las calidades vocales de los personajes implicados y su pertenencia a determinada clase social, ambos fenómenos me recordaron otras manifestaciones de amor nacionalista en contextos complicados. Durante los trabajos de rescate después de los estragos causados por el sismo ocurrido el 19 de septiembre de 2017 en la Ciudad de México, era común que, ante el extraordinario logro que implicaba rescatar a una persona con vida entre los escombros, espontáneamente las personas implicadas en las labores de rescate comenzaran a cantar el himno nacional. Estos actos colectivos conllevan una fuerte carga emotiva y se han hecho presentes en distintos momentos. Pareciera que en un contexto en el que enfrentamos colectivamente una tragedia se necesitan de rituales que marquen un llamado a colectivizar el esfuerzo, el apoyo o el cuidado; sin embargo, en muchas ocasiones estos actos están ligados con símbolos nacionalistas. En muchas ocasiones estos actos se narran como una demostración de algo llamado “amor por México”.
En un primer acercamiento, pareciera que la utilización de estos símbolos nacionalistas no tiene mayores implicaciones que el expresar sentimientos compartidos. El amor a la patria se narra como un valor cívico necesario que sirve de motor para luchar por el mejoramiento de las condiciones sociales colectivas. En este caso, el amor por México se expresa en forma de preocupación por el problema que el país enfrenta ante una pandemia. El amor por México se ha utilizado como un elemento fundamental en los discursos que surgen en medio de las campañas políticas y sirve de justificación para emprender acciones, programas y lineamientos de gobierno. Más allá del uso oficial de esa frase, campañas de publicidad, esfuerzos filantrópicos e iniciativas civiles de diversa índole recurren a ese sentimiento que se asume compartido: el amor por México. Negar que se siente amor por México se lee como una negación al deseo de mejorarlo, de hacer de este país un lugar más justo y equitativo. Sin embargo, mirado más de cerca, resulta curioso que la palabra amor, generado dentro del léxico destinado al mundo de los sentimientos, aparezca ligado a una entidad jurídica, a un Estado-nación. Amar México significa que se ama un Estado. ¿Qué amamos cuando amamos México? En una interpretación posible amar México significa que se ama su geografía, pero ésta es diversa siempre y estos elementos geográficos, pongamos un desierto, no se interrumpe sólo porque una frontera lo atraviese. En otra lectura posible, amar México, como amar a cualquier otro país, podría significar amar a su población, a todas y cada una de las personas que lo conforman solo por el hecho de que se comparte un estatus legal específico: ser mexicano. Sin conocerlas, amamos a personas que tienen ese estatus legal adquirido porque hayan nacido dentro de determinadas fronteras o porque realizaron un trámite en la vida adulta para adquirir ese rasgo legal. Suena extraño. Fuera de ese estatus legal, las personas adscritas como mexicanas no comparten ningún rasgo cultural, identitario y muchos menos fenotípico. Ninguno. La cultura del maíz no es un rasgo compartido por todas y cada una de las personas que presentan el rasgo legal [+mexicano] como bien aprendí en contextos específicos en el norte del país. La experiencia identitaria tampoco es única y uniforme. De visita con pueblos indígenas de Baja California, con sorpresa escuché que las personas llamaban “mexicanos” solo a mestizos hispanohablantes; aunque su acta de nacimiento les otorgara ese rasgo legal, lo mexicano no formaba parte de su experiencia identitaria, el mexicano era el otro mestizo. Dentro de estas fronteras, tener el estatus legal mexicano no significa que tengamos una sola lengua, una sola cultura, una sola identidad. Cuando, al viajar a otros países, decimos que extrañamos México, extrañamos en realidad el conjunto de lugares, personas y experiencias que hemos tenido. Es imposible extrañarlo todo cuando ni siquiera lo conocemos. Extrañamos la idea que el nacionalismo nos ha inoculado como una unidad única e indivisible.
México, como una gran parte de los países del mundo, es un Estado creado ilegítimamente. La creación de este país hace más de doscientos años no fue el producto del acuerdo entre las diversas naciones, pueblos y culturas que habitaban esta parte del mundo. Una minoría criolla encabezó el proceso y desconoció desde el liberalismo los derechos colectivos de los múltiples pueblos que quedaron encapsulados dentro de sus fronteras, fronteras que fueron establecidas en un proceso que no tomó en cuenta los territorios de naciones indígenas. Al sur el territorio de los pueblos mayas quedó dividido por la frontera, así como en el norte sucedió con el territorio de los pueblos yumanos. Una gran parte de la historia del estado mexicano ha consistido en crear la ilusión de la homogeneidad y negar la existencia de lenguas y culturas distintas a las que utiliza y reivindica su clase gobernante. Para lograr esa ilusión de homogeneidad, el estado necesita de prácticas y discursos nacionalistas. El nacionalismo realiza una operación en la que convierte ideología en sentimientos. La ideología homogeneizante del estado se inocula por medio de símbolos, rituales, himnos, narraciones, honores a la bandera, poesía y un sin número de prácticas hasta crear sentimientos en personas concretas, de modo que, al cuestionar el nacionalismo, las personas tengan la sensación de que son sus sentimientos los que están siendo atacados. En aras de construir una narrativa homogénea asociada al hecho de tener un estatus legal como mexicano, el estado combatía la existencia de otros pueblos, lenguas y culturas al mismo tiempo que se apropiaba de los elementos culturales de esos mismos pueblos y culturas. El sistema que durante décadas ha discriminado a los pueblos nahuas y a su lengua, que les ha negado derechos colectivos, se ha apropiado de elementos culturales de esa tradición, de modo que llama azteca a su selección y utiliza un símbolo de tradición nahua como escudo nacional. La folclorización por parte del estado de elementos culturales de pueblos que ha despreciado y oprimido hace del estado mexicano el mayor apropiador cultural por antonomasia.
Por un lado, el nacionalismo se ha utilizado para suavizar las violencias ejercidas sobre los pueblos indígenas en aras de la homogeneización nacional única y por otra sirve para constituir un “otro” por el simple hecho de haber nacido 5 centímetros después de fronteras fijadas desde dinámicas del poder. Ese amor que decimos sentir por México podría extenderse al mundo en todo caso y ese amor podría ser sustituido por un amplio léxico de lucha conjunta como conjunta es la opresión. Podríamos preocuparnos en la misma medida de los efectos del coronavirus en los barrios de Guayaquil que en los barrios de la ciudad de México. Los límites para ejercer la solidaridad no deberían depender del hecho de compartir o no el mismo gobierno centralizado. El amor por México solo cubre el territorio arbitrariamente establecido e impide pensar en alianzas de clase y de categorías racializadas fuera de categorías estatales. El amor por México disfraza la violencia del establecimiento de México.
Los mismos elementos nacionalistas con los que en un contexto se expresa solidaridad o amor por entidades jurídicas abstractas sirven en otros contextos para acompañar violencias. En una ciudad del sureste, contemplé cómo algunas personas cerraban el paso a un pequeño grupo de migrantes mientras entonaban el himno nacional. En otro viaje en autobús, una persona de la tercera edad que hablaba mixteco, una de las muchas lenguas de Oaxaca, fue presionado para cantar el himno nacional como prueba de que no era un migrante centroamericano en una revisión en medio de la carretera. Ante la mirada amenazante trataba de explicar en un español precario que no había asistido nunca a la escuela y que por eso solo recordaba fragmentos del himno nacional, entre risas mal disimuladas le exigieron entonces cantar Cielito lindo. Tampoco. “¿Cómo es posible?” le espetaron y comenzaron ellos mismos a cantar arrogantes y en tono de burla: “de la Sierra Mixteca, Cielito lindo, vienen bajando, un par de ojitos negros, cielito lindo, de contrabando”. Sabían que era mixteco. Y entonces nos dejaron subir de nuevo al autobús.
Después de haber estado expuestos tanto tiempo a las prácticas, rituales y narrativas del nacionalismo, se puede explicar que cuando se vuelve necesario colectivizar nuestros sentimientos, los primeros referentes que tengamos a la mano sean los que el nacionalismo mexicano nos ha inoculado. Sin embargo, creo firmemente que es posible expresar valores comunes y dar contenido simbólico, poético e incluso musical a sentimientos de unión, solidaridad, empatía y colaboración sin recurrir a los elementos nacionalistas que se han erigido sobre las violencias ejercidas por el estado y que implican la negación del derecho a los otros que, a pesar de la existencia de las fronteras, también son nosotros.
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