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Crianza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Niños, lloros y rabietas: no es culpa de los padres, es de la genética

Prestamos mucha atención a los genes a nivel físico, pero menos a cómo esta determina el comportamiento y el temperamento de los menores. La errónea idea de que los padres tienen un papel determinante a la hora de moldear la conducta de los hijos ha arraigado con fuerza

Rabietas niños
Adrián Cordellat

Son poco más de las ocho de la mañana de un día de julio. Aporreo el teclado del ordenador, aprovechando que mis hijos aún duermen y reina el silencio. Solo quien es padre sabe valorar en su justa medida ese silencio. Por el ventanal del salón veo un jardín y la calle, que empieza a desperezarse. Una vecina pasea al perro. Una pareja joven regresa del gimnasio. Un señor de los servicios municipales de limpieza se toma un descanso aprovechando la sombra de un árbol. De repente, el grito desgarrado de un niño rompe el sosiego. El grito se repite, una y otra vez, cada vez con más intensidad, cada vez más cercano. En mi campo de visión aparece entonces el niño, de unos cuatro años. Lo hace acompañado de su madre, que tira de él hacia el coche. Creo entender, por la voz exasperada de ella, que tiene que llevarlo al campamento para irse a trabajar. Que ya van tarde.

El niño se niega a subir al coche. Patalea. Grita más fuerte. Siento desde mi ventana la desesperación de la madre. Su angustia. Empatizo con ella —hemos pasado muchas de esas—. De repente, hace su aparición la que intuyo que es la abuela. No media con el niño, sino que se dirige directamente a la madre. “¡Esto es a lo que lo habéis acostumbrado!”, le reprocha. Empatizo aún más con la madre, que hace de tripas corazón, pasa por alto el comentario de la supuesta abuela, y mete al niño en el coche, pese al sofocón de este, sin perder más los papeles. Hemos sido muchas veces ella.

Los continuos lloros de nuestra hija mayor cuando era bebé y sus continuas rabietas posteriores se atribuían —y todavía se atribuyen— a nuestro modelo de crianza, a nuestra supuesta falta de mano dura. “Es así desde que nació”, nos justificamos. Pero nadie nos escucha.

La ciencia, sin embargo, parece darnos la razón. Quien no se consuela es porque no quiere. Según el estudio Genetic and environmental influences on sleep quality, ability to settle, and crying duration in 2- and 5-month-old infants: A longitudinal twin study, publicado el pasado julio en la revista científica JCPP Advance, la frecuencia con la que un bebé llora depende en gran medida de su genética y, muy probablemente, los padres no puedan hacer mucho al respecto. Los autores de la investigación obtuvieron sus resultados a partir de las respuestas a unos cuestionarios ofrecidas por madres y padres de un millar de gemelos repartidos por toda Suecia, a los que se les preguntó sobre el sueño, el llanto y la capacidad de sus hijos para tranquilizarse cuando estos tenían dos y cinco meses. ¿La conclusión? El llanto de niños y niñas estaba determinado en gran medida por la genética. Concretamente, a los dos meses de vida, esa genética explicaba aproximadamente el 50% de la frecuencia de llanto. A los cinco meses ese porcentaje se elevaba hasta el 70%. “Para los padres puede ser un consuelo saber que el llanto de su hijo se explica en gran medida por la genética y que ellos mismos tienen pocas opciones para influir en la frecuencia del mismo”, explicaba en una nota de prensa Charlotte Viktorsson, autora principal del estudio.

Las conclusiones de esa investigación coinciden con la tesis que defiende Danielle Dick, catedrática de Genética Molecular y Psicología de la Universidad de Virginia (Estados Unidos). “¿Por qué es tan difícil convertir a nuestros hijos en los seres humanos de ensueño que imaginábamos?”, se preguntaba en las páginas de su libro El código del niño (Planeta, 2022), un volumen que se convirtió en nuestro Santo Grial desde su publicación porque, por primera vez, alguien nos descargaba de responsabilidad y de culpa y, además, lo hacía basándose en la evidencia científica. Por qué es tan complicado, insistía, con todas las claves que circulan por blogs, libros, revistas y podcasts, con todas “las ideas de tu suegra sobre cómo impartir disciplina”, con todos los consejos —y reproches— no pedidos de amigos, familiares e, incluso, de desconocidos. “Resulta que la respuesta es sencilla. El motivo por el que la crianza es un gran reto es que todos los consejos bienintencionados que te dan tus familiares, amigos y pediatras no tienen en cuenta uno de los principales factores que afectan al desarrollo del niño: los genes”, se respondía la autora a sí misma.

La mala o buena conducta de los niños no depende tanto de los padres como de los propios menores.

Según Dick, prestamos mucha atención a la genética a nivel físico, pero menos a cómo esta misma genética determina la configuración de nuestro cerebro y nuestra actitud básica ante la vida. Porque la idea de que los padres tienen un papel determinante a la hora de moldear la conducta de sus hijos ha arraigado con fuerza, especialmente, sostiene la investigadora, desde los orígenes de la psicología infantil y basándonos en malinterpretaciones de estudios. Esta idea, añade la autora, no solo ha provocado unos niveles de estrés y culpa “sin precedentes” en los progenitores, que se preguntan a menudo qué están haciendo mal, sino que también nos ha llevado “a una cultura en la que nos apresuramos a criticar a los padres cuyos hijos no se comportan como es debido, creyendo que son los adultos quienes han de estar haciendo algo mal”.

Sin embargo, como sostiene Danielle Dick, “la genética sienta las bases del temperamento individual, de nuestras tendencias naturales y del modo único en que cada cual interactúa con el mundo”. Y las investigaciones refuerzan esa idea, sugiriendo que la conducta de los niños no depende tanto de los padres como de los propios niños. ¿Significa eso que las madres y padres podemos pasar de todo, que no importamos? Tampoco. “Esto no quiere decir que no puedas influir en el comportamiento de tu hijo o hija, sino que tienes que ser consciente de que tu influencia es limitada; esto es, que hagas lo que hagas, tendrás que jugar con las cartas que te han tocado”, resume Dick.

Pienso en la madre que, además de la rabieta de su hijo, ha tenido que tragarse el reproche de la abuela. Pienso en mi mujer y yo, tantas veces, en tantas situaciones similares. Pienso en todas las madres y padres que viven a diario con culpa, pensando que lo están haciendo todo mal. Pienso que hay una frase utilizada a menudo para romper relaciones, “no eres tú, soy yo”, que, en estos casos y con una pequeña modificación, podría servir para relativizar y cicatrizar muchas heridas asociadas a la crianza y al ejercicio de la maternidad y la paternidad: no sois vosotros, son los genes.

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Sobre la firma

Adrián Cordellat
Escribe como colaborador en EL PAÍS desde 2016, en las secciones de Salud y Mamás&Papás. También ha colaborado puntualmente en Babelia y en la sección de Cultura, donde escribe sobre literatura infantil y juvenil. Dedica la mayor parte de su tiempo a gestionar la comunicación de sociedades médicas y científicas.
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