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Sueño
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sueño infantil: por qué el mejor indicador de un buen descanso es la ausencia de somnolencia y no el número de horas

A medida que los bebés crecen se reduce el tiempo que necesitan dormir, y es a los 10 u 11 años cuando se define el cronotipo, una característica genética que clasifica a las personas en alondras (madrugadoras) o búhos (trasnochadoras)

Sueño infantil
Durante el primer año de vida, las horas de sueño son 14 y el descanso se consolida en el periodo nocturno.Westend61 (Getty Images/Westend61)

Aunque parezca extraño, la ciencia contemporánea aún no ha determinado con precisión la función primordial del sueño, su razón básica. Si bien se han logrado avances significativos en la comprensión de sus mecanismos biológicos y funciones, todavía desconocemos el propósito fundamental de dormir y las razones evolutivas que han preservado este estado neurobiológico. A diferencia de la alimentación voluntaria, el sueño representa una necesidad fisiológica ineludible. Mientras una persona puede elegir dejar de comer, resulta imposible suprimir indefinidamente la necesidad de dormir o respirar. La evolución ha situado el control del sueño bajo mecanismos cerebrales autónomos de supervivencia, evidenciando así su papel crítico para el mantenimiento de la vida.

Para comprender su función, es necesario abordarlo desde dos perspectivas complementarias: la filogenia, que estudia su evolución a través de las especies animales durante millones de años, y la ontogenia, que analiza su desarrollo a lo largo de la vida individual, particularmente en humanos. Este enfoque dual requiere investigar tanto el comportamiento animal como el desarrollo infantil.

El estudio científico del sueño requiere observar la actividad cerebral, ya que este es el órgano protagonista del proceso, mientras el resto del cuerpo simplemente lo acompaña. La técnica principal para ello es el electroencefalograma (EEG), que implica conectar el cerebro a un dispositivo de registro mediante un procedimiento meticuloso: preparación del cuero cabelludo, limpieza de la piel, aplicación de pasta conductora y colocación de electrodos. Este proceso, ya complejo en adultos, presenta desafíos particulares en animales y niños, cuya inquietud natural puede comprometer horas de preparación en cuestión de segundos. A un animal o a un niño, si algo le molesta, simplemente se lo quita.

En la Universidad Autónoma de Madrid, colaboramos con el Zoo de Madrid o el Oceanogràfic de Valencia para estudiar el sueño animal y mejorar los sistemas de registro en humanos, especialmente en menores. Esta investigación, que cumple con estrictas normas de bienestar animal, ha permitido desarrollar dispositivos de encefalografía no invasivos e inocuos que facilitarán la investigación. Son ligeros y adhesivos, no causan apenas molestia y conectándose a un smartphone pueden detectar las ondas cerebrales y enviar los datos a especialistas que pueden identificar si los patrones de sueño son normales o requieren evaluación médica especializada.

Todos los animales duermen, aunque de formas diferentes. Los mamíferos y aves tienen dos fases de sueño: NREM (sueño profundo sin movimientos oculares rápidos) y REM (sueño activo con movimientos oculares rápidos). Como analogía, estar despierto es como un coche en marcha, el sueño NREM como un motor en ralentí, y el REM como acelerando en punto muerto. Mientras dormimos, el cerebro mantiene una intensa actividad con diferentes patrones. Por ejemplo, como dato curioso, en la fase REM, que suele ser cuando soñamos, el cerebro está muy activo, pero unas neuronas del tronco cerebral paralizan todo el cuerpo, evitando que podamos movernos de acuerdo a lo que estemos soñando.

Si observamos el sueño a lo largo de la ontogenia (el desarrollo de la vida en el tiempo), constatamos que, al nacer, el sueño ocupa entre 16 y 17 horas diarias, interrumpido por pequeñas vigilias, que pueden ocurrir por la noche, como bien saben los padres, especialmente las madres lactantes. A medida que avanza el primer año de vida, ocurren dos cambios importantes: las horas de sueño se reducen hasta aproximadamente 14 horas y el descanso se consolida en el periodo nocturno, entre las 20.00 y las 8.00, complementado con tres siestas diurnas a los 6 meses, y dos entre los 9 y 12 meses (una a media mañana y otra por la tarde). Estos son los patrones más comunes, aunque en el primer año las diferencias individuales pueden ser notables sin que ello indique necesariamente un problema.

En la adolescencia el tiempo de sueño se estabiliza entre 8 y 9 horas. Además, se produce un fenómeno curioso: el retraso en su inicio.
En la adolescencia el tiempo de sueño se estabiliza entre 8 y 9 horas. Además, se produce un fenómeno curioso: el retraso en su inicio. Anastasia Babenko (Getty Images)

Con variaciones de hasta una hora arriba o abajo, la cantidad de sueño sigue disminuyendo en la primera infancia: a los 2 años es de unas 13 horas; a los 4 años, 12 horas; y a los 6 años se sitúa en torno a 11 horas. Paralelamente, las siestas van desapareciendo: primero la de la mañana y, cerca de los seis años, la de la tarde. En esta etapa son normales los despertares nocturnos, y, si el niño ya camina, probablemente busque a sus padres. También son frecuentes los terrores nocturnos y las pesadillas, dependiendo de si ocurren en la fase NREM o REM, respectivamente.

A los 10-11 años, los niños requieren un promedio de 10 horas de sueño diario, sin siestas. Este patrón se ve influenciado por factores como el horario escolar, el entorno familiar y el uso de dispositivos electrónicos. La necesidad de sueño varía individualmente: los dormidores cortos necesitan cerca de 9 horas, mientras los dormidores largos requieren hasta 11 horas. Hay que tener en cuenta que el mejor indicador de un descanso adecuado no es tanto el número de horas, sino la ausencia de somnolencia al día siguiente. A esta edad también se define el cronotipo, una característica genética que clasifica a las personas en alondras (madrugadoras) o búhos (trasnochadoras). Las alondras se levantan con facilidad y son más activas por la mañana, pero al anochecer sienten mucho sueño. En contraste, los búhos tienen más dificultades para madrugar, pero permanecen activos hasta altas horas de la noche, retrasando la hora de acostarse porque no sienten sueño.

Finalmente, en la adolescencia el tiempo de sueño se estabiliza entre 8 y 9 horas diarias. Además, se produce un fenómeno curioso: el retraso en el inicio del sueño de hasta dos horas de manera natural. Aunque se desconocen las causas, hay teorías sobre su beneficio evolutivo. Por eso no les cuesta salir hasta altas horas de la madrugada. En Dinamarca, por ejemplo, algunas escuelas han probado retrasar la entrada al colegio para los adolescentes y se ha notado un mejor rendimiento escolar. (Por ejemplo, Taastrup Realskole, situada a unos 20 kilómetros al oeste de Copenhague, es uno de los 20 centros que han aplicado la medida en el país con resultados positivos, según informaba Euronews el pasado mes de julio de 2024).

La mayoría de los niños desarrollan sus patrones de sueño con normalidad y, a veces, somos los adultos con nuestras ideas preconcebidas y la vida en la sociedad industrial en la que nos movemos los que influimos de manera negativa. En las sociedades preindustriales, donde no hay que levantar a los menores para ir al colegio a horas intempestivas porque van en coche en pleno atasco, no hay televisión ni smartphones, no entienden por qué tenemos tantos problemas con el sueño infantil. Para ellos, los pequeños duermen con los padres desde que nacen hasta que son independientes y deciden no hacerlo; se acuestan cuando se va el sol y se levantan cuando sale, cero problemas.

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