“¿Qué hago cuando mi hijo tiene miedo?”: Cómo gestionar la emoción más incomprendida en los más pequeños
Silenciar a un niño que está atemorizado es lo peor que se puede hacer: la probabilidad de que dicho acontecimiento estresante se convierta en traumático es mayor si se ignora al menor
El miedo es una de las palabras que menos nos gusta pronunciar. Si encima nos centramos en la crianza de nuestros hijos, simplemente enunciar la palabra nos inquieta y desregula. El miedo y el asco son dos de las emociones que aparecieron de manera más temprana en la evolución. Tienen una gran relevancia en nuestra adaptación y supervivencia. Aunque no nos guste hablar de ellos y tendamos a quitarle hierro a los que tienen nuestros hijos, no podemos hacernos una idea de lo necesario que es sentir miedo.
El miedo es la madre de todas las emociones, la emoción primigenia. Tiene muy mala prensa y solemos maltratar a esta emoción. Por ello, el objetivo de este artículo es ponerla en valor, a pesar de que sea desagradable sentirla. El miedo nos informa de la presencia de una amenaza que supera nuestros recursos de afrontamiento. Esa amenaza puede ser un estímulo, contexto o persona. Si la situación a la que me voy a enfrentar (por ejemplo, dar un discurso ante cientos de personas) o el estímulo que está enfrente de mi resulta amenazante (por ejemplo, una araña, un perro que me enseña los dientes o un coche que circula a gran velocidad) entonces, el miedo me empujará a huir para dejar de pasarlo mal. En ese momento, el cuerpo se pondrá en marcha. Una gran cantidad de sangre desaparece de la cara y la cabeza, motivo por el cual cuando sentimos miedo, tenemos aspecto pálido y podemos llegar a marearnos y a sentir náuseas.
A nivel cerebral, una gran cantidad de adrenalina y cortisol inunda nuestro cerebro, dificultando pensar, tomar decisiones de manera consciente y promoviendo la huida. Las amígdalas cerebrales, sede de las emociones desagradables como el miedo, se hiperactivan para reaccionar de la mejor manera posible ante el peligro. La adrenalina y el cortisol en dosis bajas son, además de necesarias, beneficiosas para ponernos a hacer una tarea como, por ejemplo, preparar un examen. El problema es cuando los niveles de cortisol se disparan, ya que es ahí cuando nos bloqueamos. A nivel conductual, el miedo nos invita a evitar o escapar de la situación. Para facilitar la huida, la sangre se dirige a las piernas para poder correr y encontrar un lugar en el que estar a salvo.
Existen tres tipos de miedos: innatos, evolutivos o aprendidos. Los innatos son aquellos que tenemos todos y que heredamos de nuestros ancestros, como por ejemplo el miedo a los objetos o animales que se nos echan encima a gran velocidad. Los miedos evolutivos son aquellos por los que pasan la gran mayoría de niños a lo largo de su desarrollo evolutivo, como el miedo a los monstruos o a que enfermen mamá y papá. Y en último punto, los miedos aprendidos son aquellos que hemos adquirido en una única experiencia o de manera repetida y que hemos podido desarrollarlos en primera persona o bien observándolos en otras personas (aprendizaje vicario).
Veamos a continuación algunas orientaciones e ideas a tener en cuenta cuando nuestros hijos sienten miedo:
- El miedo, aunque sea desagradable, nos ayuda a sobrevivir.
- Cuando sentimos miedo, tenemos sensación de descontrol e incertidumbre.
- Dado que el miedo nos hace sentir desprotegidos, lo mejor que podemos hacer es proteger a nuestros hijos.
- Si protejo a mi hijo del miedo que siente, le estaré aportando seguridad.
- A mayor miedo, menor control. Y lo contrario: a mayor control, menos miedo.
- El miedo, al igual que el resto de emociones, debe ser permitido y validado.
- Siempre se debe normalizar la emoción que estén sintiendo nuestros hijos; con lo que debemos trabajar es con la conducta asociada a la emoción.
- La correcta gestión del miedo en nuestros hijos depende de nosotros: nuestra calma es su calma.
- Agacharnos, ponernos a su altura y mirar a nuestros hijos a los ojos es algo que les calmará y reducirá la hiperactivación de sus amígdalas cerebrales.
- Silenciar a un niño que está sintiendo miedo es lo peor que podemos hacer; la probabilidad de que dicho acontecimiento estresante se convierta en traumático es mayor si silenciamos al menor.
- El simple hecho de etiquetar y nombrar la emoción que siente nuestro hijo es relajante y protectora en sí misma.
Como última reflexión, no está de más recordar una frase de Nelson Mandela: “No es valiente el que no tiene miedo, sino el que sabe conquistarlo”.
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