Lo que aprendí en una fundación que lucha contra una enfermedad rara: “Uno para todos, todos para uno”
Cuando metí la cabeza por primera vez en una asociación que trataba de encontrar la cura de una rarísima patología que tan solo padecían 10 niños en España pensé: “¿Quién ayuda a quién? ¿Quién soy yo?”
Películas, novelas, familias e, incluso, países se han hecho dueñas de esta frase tan conocida por todos. Uno para todos. Todos para uno: ¿Quién es uno y quién es todos?
Cuando metí la cabeza por primera vez en una fundación que trataba de encontrar la cura de una rarísima enfermedad que tan solo padecían diez niños en España pensé: “¿Quién ayuda a quién? ¿Quién soy yo? ¿Qué papel juego? ¿Soy yo quien ayuda? ¿Soy el ayudado?” Posiblemente en aquel momento tenía muy claro que era yo el que portaba la bandera de la solidaridad, la generosidad, el altruismo, pero me fui dando cuenta de que estaba algo equivocado. Pasaban los días, las semanas, y comencé a averiguar que el más beneficiado era yo mismo. Acostarme con la sensación de haber logrado un inesperado donativo, un sí por parte de un gran artista para celebrar un concierto solidario, un apoyo por parte de una prestigiosa agencia de comunicación... acostarme así, digo, hacía de mí la persona más feliz de la Tierra. Sí, es cierto que aquellos niños salieron beneficiados también, pero la mayor parte del tesoro me lo llevaba yo: la satisfacción.
Satisfacción es de lo que uno se empapa cuando decide dar el paso de ayudar al prójimo. ¿No sonríes instintivamente cuando ayudas a un anciano a cruzar un paso de cebra? ¿No sonríes cuando le devuelves un balón a un niño que lo ha perdido en el parque? ¿No sonríes cuando ayudas en tu día a día? ¡Claro que sí! Y, lo mejor de todo: esa sonrisa es mayúscula cuando uno lo hace sin dar pena y sin hacer que dé pena el otro.
Puede que un niño con una enfermedad rara dé pena a alguien. Normal. Es injusto que un niño pase por ciertos sufrimientos. Pero, ¿y si en lugar de pena lo vemos como alegría? Quedémonos con la esencia. Esa enfermedad la tiene un niño. Centrémonos en el niño. Un niño es sinónimo de alegría, risas, inocencia... Que sea eso lo que nos contagie y lo que contagiemos. Su enfermedad se acabará curando o, por lo menos, es por eso por lo que se lucha. Saquemos lo mejor de nosotros mismos para ayudar al prójimo. Transformemos esa tristeza en alegría. Al fin y al cabo es la realidad: acostarte así hará de ti la persona más feliz de la Tierra. Este egoísmo de unos pocos conseguirá hacernos mejores personas y beneficiar a muchos: «Uno para todos, todos para uno».
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