Sorteo de Navidad: una explosión de lo popular en el terciopelo del Teatro Real
Un año más los ciudadanos disfrazados toman el coliseo madrileño a ver si este año toca

La hermandad de la mala suerte, la secta de los creyentes en el azar, los resistentes a la probabilidad, los optimistas indómitos se reúnen para su liturgia anual en el Teatro Real de Madrid: hoy no hay ópera, hoy se da el Gordo. A eso de las nueve de la mañana ya está todo el mundo en su sitio, los disfraces relucientes, la esperanza afilada, las caras de sueño y la legaña bien puesta. Muchos han pasado rato en la cola, en la calle, al recién estrenado frío del invierno. Como una nave espacial, el embudo trasparente deja caer las bolas en el bombo. “¡Premios! ¡Premios!”, grita el público desde el patio de butacas. Los niños de San Ildefonso, que forman fila en el proscenio y saludan, son recibidos como auténticas estrellas del rock. Nunca toca, pero… ¿y si toca?
Desde hace 14 años, Juan López, de 44 años, asiste el día 22 de diciembre a este sorteo: ya es un clásico su disfraz granate de obispo. “¡El obispo oficial de la lotería!”, dice con orgullo. “Siempre somos de los primeros en llegar, este año llegué con mi compañero el Papa [otro asiduo que se disfraza de pontífice] y hemos pasado mucho frío, por eso estoy afónico”. Llevan nueve días turnándose en la cola. Lo más bonito, dice, es compartir tiempo con los compañeros, una vez al año. ¿Ha tocado algo? “Nunca, hasta este, que va a tocar el Gordo”.
Lo cierto es que el sorteo de la lotería de Navidad no es el mayor espectáculo del mundo. Los niños de San Ildefonso, con sus voces blancas, arrullan al público como una monótona retahíla de números y premios. Dadas las horas y la noche en la calle, son muchos los que se acaban durmiendo empujados por el dulce mantra de la suerte esquiva. De vez en cuando cae un premio, se despiertan sobresaltados en la algarabía circundante y comprueban, aun entre brumas, si les ha tocado a ellos. Y no les ha tocado. A dormir otra vez.

Aunque muchos de los disfrazados son sospechosos habituales, los hay que vienen por primera vez, como Kike, un hombre de origen peruano, residente en Madrid hace 35 años, que luce un disfraz de Goku, su personaje favorito, con cadenón de oro: “Es Goku en plan chulo, como de barrio, pero la cadena no creas que es auténtica, ¿eh?”, dice. Ha pasado la noche ahí fuera, mucho frío, “como si alguien se hubiera dejado el congelador abierto”, y poco sueño con tanta pandereta y alegría: “El próximo año vendré mejor preparado”, dice. Solo una vez le ha tocado la lotería, 8.000 euros, y ni siquiera fue en el sorteo de Navidad. Si gana un buen dinero ahora, buen dinero de verdad, lo tiene claro: “Invertiría en vivienda”. Es el signo de los tiempos.
Si bien el Teatro Real es frecuentado normalmente por élites con refinados gustos culturales, el día del sorteo de Navidad es tomado por el pueblo llano: una colorida explosión de lo popular en mitad del terciopelo rojo y los dorados de este templo de la ópera. Unos tonos acogedores que, por cierto, combinan muy bien con los colores del sorteo en particular y con los de la actual Navidad, secularizada y lujosa, muy Ferrero Rocher, muy Freixenet, en general. El patio de butacas se ve como un animado huerto donde brotan los gorros de Papá Noel o de elfo, las pelucas fosforito, los cuernos de reno. Hay quien va vestido de chulapo madrileño, o de monje, o de preso o de cerdo o ¡de administración de lotería! Como en un teatrillo que se repite cada año los periodistas entrevistamos a los asistentes en los pasillos laterales, ante la mirada atenta de un montón de guardias de seguridad, siempre prestos a decir: “¡Ahí no se puede estar!”.

De pronto, en mitad de ese patio de butacas se monta un revuelo: alguien ha ganado algo. Los periodistas se arremolinan para comprobarlo: no sería la primera vez que alguien finge ganar. Un quinto premio, 6.000 euros a un décimo comprado en Alcañiz, por la cofradía del Santo Entierro, que está en posesión de un hombre llamado Miguel Ángel, procedente de Maella, provincia de Zaragoza, y que es asediado por los micrófonos excitados de la prensa.
Otro clásico, desde hace 10 años, es José Toro, que cada año comparece disfrazado de Don Quijote de La Mancha, aunque cada año con un Don Quijote distinto: este año es Don Quijote Man, “un superhéroe sin igual”, dice. “El primer héroe de la historia, antes que Spiderman o Superman, fue Don Quijote Man, que héroes y gigantes se puso a derribar”, añade. Nacido en Cádiz, de ahí su carácter chirigótico, es miembro de una pandilla habitual (“la superpanda, que corre, vuela y anda”) de trabajadores de la sanidad (enfermeros, celadores, auxiliares) que acuden cada año. Si bien otros años Toro ha venido de Móstoles, ahora viene de Murcia, donde se ha trasladado por motivos laborales: “Vengo a cumplir una misión, ganar el Gordo”. ¿Y si toca? “Pues derribaría gigantes, como la hipoteca, ya sabes. Y si sobrase dinero, pues ayudaría a alguien y tendría una vida más tranquila”, dice.
A las 10.44 cae el Gordo. “¡Sí, sí, sí, el Gordo ya está aquí!”, corea al público. “79.432, cuatro millones de eurooooos”, cantan las niñas de San Ildefonso. No ha caído en el teatro: la magia del disfraz y la espera ha vuelto a fallar. El año que viene más.

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