La pobreza extrema y la violencia terrorista alimentan la inestabilidad en el Sahel
Níger era la última democracia aliada de Occidente en una región donde Rusia gana influencia con cada golpe de Estado
El Sahel, esa franja de terreno situada al sur del Sáhara que recorre África de este a oeste, se ha convertido en la última década en una de las regiones más inhóspitas e inestables del mundo. Con la pobreza extrema y el cambio climático como telón de fondo, la violencia yihadista que estalló en 2012 en Malí se ha ido extendiendo ante la incapacidad de gobiernos demasiado débiles para proteger a su propia población. Todo ello está en el origen de recurrentes golpes de Estado que llevan al poder a regímenes militares que, empujados por una ola de sentimiento antioccidental, buscan el respaldo de una Rusia que mueve sus peones en la región. La reciente asonada militar en Níger no es un hecho aislado, sigue el patrón de sus vecinos Malí y Burkina Faso. Con la diferencia de que, en esta ocasión, la posibilidad de un conflicto regional está más cerca que nunca.
En los años ochenta del siglo pasado, el fotógrafo brasileño Sebastião Salgado ya quedó impresionado por el hambre y la pobreza del Sahel, sensaciones que trasladó a su impresionante trabajo recogido en el libro El final del camino: niños famélicos, malnutrición y desesperanza habitaban sus imágenes en blanco y negro. Hace de aquello 40 años, pero desde entonces las cosas no han mejorado. Con el elemento añadido del cambio climático, que se traduce en lluvias irregulares y sequía. Esa miseria, que produce un fuerte sentimiento de injusticia, alimenta la violencia y la inestabilidad, que se han ido extendiendo como una mancha de aceite. Todo ello pese a la existencia de recursos naturales fundamentales que abastecen al norte global, pero dejan escasos beneficios a la población.
“Es la paradoja africana”, asegura Abdoulaye Mar Dieye, coordinador especial para el desarrollo en el Sahel de Naciones Unidas. “Esta región rebosa de oro, uranio o metales preciosos y, sin embargo, la pobreza es tremenda. Es una contradicción dolorosa. Lógicamente, la población está enfadada y quiere un cambio rápido. El mínimo efecto perturbador, como puede ser el descontento de un general del Ejército, provoca una explosión. Occidente le ha fallado al Sahel, no hemos invertido lo suficiente. Hay cooperación y está bien, pero no hemos generado ninguna transformación, no hay empleo, ni infraestructuras, ni industria”, asegura el diplomático. Todos los países del Sahel se encuentran entre los 20 más pobres del mundo, según el Índice de Desarrollo Humano.
La insurgencia yihadista, que ha provocado más de 30.000 muertos y cuatro millones de refugiados y desplazados, se alimenta de esta pobreza y encuentra complicidades en una juventud sin futuro. Comenzó en el norte de Malí en 2012 y se extendió a sus vecinos Burkina Faso y Níger a partir de 2015. Ni la presencia de una misión de Naciones Unidas (Minusma) ni la creación de una fuerza militar regional, el G-5 del Sahel, ni la robusta operación francesa Barkhane, que llegó a contar con 5.500 efectivos sobre el terreno, han podido frenar el avance terrorista, protagonizado sobre todo por el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), dependiente de Al Qaeda, y la Provincia del Estado Islámico del Sahel, vinculada al Estado Islámico. Hoy, incluso países más al sur como Benín, Togo o Costa de Marfil están seriamente amenazados.
Al igual que en los cuatro golpes de Estado que sacudieron a Malí y Burkina Faso entre 2020 y 2022, los militares responsables del levantamiento en Níger el 26 de julio esgrimieron la inseguridad como una de sus principales razones para derrocar al Gobierno del presidente Mohamed Bazoum. Sin embargo, de los tres Estados del Sahel infiltrados por el terrorismo, Níger era el que mejor estaba logrando hacerle frente gracias a una discreta pero atrevida política de diálogo con las comunidades y de reinserción de terroristas. “Bazoum tenía una excelente visión, iba en buena dirección, pero le ha tocado pagar por viejos pecados”, añade Dieye.
El malestar de fondo es sistémico. “No es por culpa de la democracia, tampoco de Francia, Occidente, China, Rusia ni cualquier otro”, asegura Gilles Yabi, responsable del think tank africano Wathi. “Si no podemos tener una atención digna en un ministerio, mantener un mínimo de limpieza en los edificios públicos, iniciar una reunión sin esperar una o dos horas la llegada de un ministro o emitir un documento administrativo a los usuarios sin hacerlos perder medio día. Solo trabajando cada día para transformar el funcionamiento de nuestros Estados construiremos los cimientos de la estabilidad y la prosperidad. Desde luego, no será dando un nuevo golpe cada año y haciendo creer a masas de jóvenes legítimamente frustrados, privados de educación, de perspectivas y regados con información falsa y manipulaciones, que la soberanía y la dignidad se ganan con consignas”.
Por primera vez en esta larga serie de golpes de Estado, la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Cedeao) ha ido más allá de las sanciones económicas y ha decidido esgrimir la amenaza de una intervención militar. “Níger es la gota que ha llenado el vaso. Si permitimos que los golpistas se instalen en el poder, ningún Gobierno democrático estará a salvo en la región. Era necesario mandar un mensaje de firmeza, de fin de la impunidad. Seguimos pensando que mostrar los dientes puede funcionar, pero la junta militar está cerrada al diálogo y nos pone frente a una tesitura muy difícil. Sacar el bastón y no usarlo nos desacreditaría del todo”, asegura un diplomático africano.
Hasta el 26 de julio, Níger era el mejor aliado de Occidente y de la Unión Europea en el Sahel central. Su colaboración en materia de defensa y seguridad, con bases estadounidenses y francesas en su suelo, y su cooperación en el control migratorio así lo avalan. Además, está el uranio que alimenta las centrales nucleares. Este país tiene las mayores reservas de este elemento en bruto y es el principal suministrador de la Unión Europea y en concreto de Francia. Pocas horas después de tomar el poder, los golpistas anunciaban la suspensión de estas exportaciones, pero lo cierto es que el uranio, extraído por la empresa gala Orano, ha seguido fluyendo. La industria occidental de la energía atómica tiene especial interés en que Níger siga siendo un aliado y que estas reservas no sean explotadas por otros. Por ejemplo, por Rusia.
La sombra de Moscú planea sobre la inestabilidad del Sahel desde que la junta militar maliense decidiera romper sus vínculos con Francia y contratar a los mercenarios de Wagner como nuevos socios en la lucha antiterrorista. Los hombres de Yevgueni Prigozhin, ya presentes en República Centroafricana, Libia o Mozambique, desembarcaron en Malí a finales de 2021 y han ido ocupando el espacio que dejó libre la operación Barkhane francesa, expulsada del país por la junta militar. En la vecina Burkina Faso, los militares en el poder no han llamado a Wagner, pero han estrechado sus lazos militares con Rusia. El temor de que Níger caiga también en la órbita de Vladímir Putin, tal y como muestran los primeros gestos de los golpistas y las banderas rusas en las manifestaciones a favor de la junta militar, está muy presente en las cancillerías occidentales.
El nudo gordiano es que, frente a la intervención militar de la Cedeao liderada por tropas de Nigeria, Senegal y Costa de Marfil, dos regímenes militares, Burkina Faso y Malí, ya han anunciado su apoyo a los golpistas de Níger. La posibilidad de una ruptura en dos de la región y de un conflicto entre ejércitos está más cerca que nunca. “La opción militar es la peor de todas las opciones”, remata Dieye, “porque no va a desestabilizar solo al Sahel, sino a toda África y al mundo. En el caso de que se produzca un conflicto, es de esperar una gran ola de migración hacia Europa”, concluye el coordinador de desarrollo en el Sahel de Naciones Unidas.
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