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Atrapadas por el yihadismo y asediadas por el hambre: así es el horror en dos ciudades del Sahel

El cerco establecido por grupos terroristas deja a medio millón de personas de Djibo, en Burkina Faso, y Ménaka, en Malí, a merced de la violencia, la malnutrición y las enfermedades

Sahel
Un grupo de desplazados internos reciben víveres en Djibo, capital de la provincia burkinesa de Soum, en abril de 2020.Tiga Cheick Sawadogo (EFE)
José Naranjo

Djibo y Ménaka, dos estratégicas ciudades del Sahel, auténticos cruces de caminos en Burkina Faso y Malí, respectivamente, que albergan a unas 500.000 personas entre ambas, se encuentran desde hace meses bajo el asedio de grupos armados yihadistas. “Es la desesperación total, todas las hojas de los árboles en dos kilómetros a la redonda han desaparecido porque es lo que está comiendo la gente”, asegura Adama Koné, un periodista natural de Djibo, mientras en Ménaka unas 90.000 personas necesitan ayuda alimentaria como consecuencia del constante hostigamiento que sufren la población, los pastores que mueven el ganado por la zona y las rutas comerciales. Ambas ciudades son el mejor ejemplo de las terribles consecuencias del conflicto del Sahel, que ha provocado 30.000 muertos y cuatro millones de desplazados y refugiados en una década.

“Nada entra o sale de Djibo sin escolta militar”, asegura desde Uagadugú, capital de Burkina Faso, Oumarou Tao, miembro de la ONG Humanidad e Inclusión que acaba de regresar de la ciudad asediada gracias a un vuelo humanitario en helicóptero de Naciones Unidas: “Se han acabado los víveres, incluso si alguien tuviera dinero no podría comprar comida en el mercado”. Desde el pasado febrero, distintos grupos armados yihadistas, pero sobre todo Ansarul Islam, brazo local de Al Qaeda, asfixian a la ciudad, capital de la provincia de Soum. “Es difícil saber cuántos combatientes de estos grupos armados hay, pero pueden ser entre 2.000 y 3.000″, añade Koné.

La ciudad alberga en la actualidad a unas 300.000 personas entre residentes y personas que han buscado refugio en ella procedentes de comunidades y localidades vecinas donde ya es imposible vivir debido a la violencia yihadista. En Djibo hay una base militar, pero los soldados se ven incapaces de controlar la situación. El único acceso seguro es a través de los vuelos humanitarios en helicóptero del Servicio Humanitario Aéreo de Naciones Unidas, pero cada aparato apenas puede transportar dos o tres toneladas de ayuda. No es suficiente. “La población ya se ha comido todas las hojas de los árboles a dos kilómetros a la redonda. No pueden ir más allá por miedo a ser atacados”, explica Koné. La estación de lluvias ha sido generosa este verano, pero inútil: nadie cultiva debido a la inseguridad. La educación también está afectada.

En Ménaka, en el noreste de Malí, la situación es aún más compleja. En torno a esta capital de la región del mismo nombre operan también distintos grupos yihadistas que se enfrentan entre sí, sobre todo Estado Islámico del Gran Sahara (EIGS), predominante en la zona, y el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM, por sus siglas en árabe), vinculado a Al Qaeda, con la implicación de otros actores armados, rebeldes tuaregs y unidades paramilitares próximas al Ejército maliense o creadas para la autodefensa por las comunidades. “Desde marzo los enfrentamientos son abiertos, cientos de civiles han muerto. JNIM ha perdido mucho terreno frente a EIGS. Casi todas las localidades han caído en manos de este último grupo salvo la propia Ménaka; de esta región solo existe la capital que, además, está desbordada por una crisis humanitaria impresionante”, asegura una fuente de seguridad desde la propia ciudad.

El robo por parte de los grupos armados de ganado, la principal fuente de ingresos y suministro alimentario en esta zona desértica, así como el cobro de impuestos también por los yihadistas, asfixia a la población. A diferencia de Djibo, la ciudad de Ménaka recibe ayuda humanitaria por aviones, pero el asedio yihadista provoca enormes desafíos. El último informe de Naciones Unidas, del pasado mes de agosto, revela que unas 90.000 personas necesitan asistencia alimentaria, entre ellos 1.768 niños con malnutrición aguda severa, mientras la violencia campa a sus anchas.

Al otro lado de la frontera, en la burkinesa Djibo, los helicópteros de la ONU se concentran en llevar medicamentos contra la malaria y refuerzos nutricionales para los niños para evitar que sigan muriendo, como ocurrió el pasado 3 de octubre, cuando las organizaciones de la sociedad civil anunciaron el fallecimiento de hambre de ocho pequeños. “Los helicópteros no pueden solucionar el problema, no son la solución”, asegura Tao, “hay que conseguir que entren camiones”. El último gran convoy humanitario, integrado por unos 200 vehículos cargados de víveres y medicamentos más la escolta militar, fue atacado en Gaskindé el pasado 26 de septiembre por los yihadistas: un centenar de camiones fueron quemados y murieron 27 soldados, así como más de medio centenar de civiles, en su mayoría comerciantes. Este ataque fue el desencadenante final del golpe de Estado militar del pasado 30 de septiembre.

Ante la incapacidad del Gobierno para romper con este bloqueo, en los últimos meses se han producido intentos de diálogo entre jefes y comunidades locales con los propios grupos armados, pero salvo algunos momentos puntuales de apertura han sido en vano. Ciudadanos burkineses y organizaciones locales intentan presionar a las autoridades para la adopción de medidas drásticas que permitan un refuerzo de la seguridad y los convoyes humanitarios puedan entrar, ya sea por carretera o por vía aérea. En las redes sociales, etiquetas como #PontAerienPourDjibo (Puente aéreo para Djibo) y #AgirPourDjibo (Actuar por Djibo) intentan movilizar a la población.

En los últimos años, los grupos yihadistas del Sahel habían logrado poco a poco ir haciéndose fuertes en las zonas rurales, pero en lo que va de año han subido un peldaño en su estrategia de implantación en la región con el objetivo de asfixiar a estas ciudades estratégicas, pero también con la vista puesta en ataques esporádicos en las capitales, Bamako y Uagadugú. El pasado verano, un informe de la organización Promediation reveló una reunión de Jafar Dicko, líder de Ansarul Islam, con sus lugartenientes en la que les ordenaba tomar posiciones en torno a la capital burkinesa antes de diciembre. La capital maliense y su extrarradio también fueron objeto de ataques en agosto, el más sonado el que sufrió la base militar de Kati, donde reside el actual presidente, Assimi Goïta.

El aumento de la capacidad de los yihadistas para aislar a ciudades enteras en el Sahel ha coincidido con la retirada militar francesa de Malí, que se hizo efectiva el pasado verano, y está detrás de la inestabilidad en ambos países, donde se han vivido cuatro golpes de Estado desde 2020, los últimos en Burkina Faso en enero y hace dos semanas. En Malí, la junta militar ha recurrido a instructores rusos y efectivos de la empresa privada Wagner, próxima al presidente Vladímir Putin, para reforzar sus operaciones antiterroristas, mientras que en Burkina Faso miles de ciudadanos piden a las autoridades que sigan el mismo camino en un contexto de creciente hostilidad popular hacia la presencia francesa.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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