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Los yihadistas del Sahel ganan cada vez más terreno

Con Malí y Burkina Faso desfondados por la violencia islamista, los terroristas ya golpean en el norte de Costa de Marfil, Benín y Togo

José Naranjo
Francia Malí
Soldados franceses forman a militares malienses, el pasado 7 de diciembre en la base de Menaka (Malí).THOMAS COEX (AFP)

El imparable avance del yihadismo en el Sahel desde hace una década no solo ha provocado miles de muertos, tres millones de desplazados y una grave crisis humanitaria. También está erosionando a los gobiernos de la región y generando una enorme inestabilidad política y social: los golpes de Estado en Malí o la reciente caída del Gobierno de Burkina Faso son consecuencia de la crisis en materia de seguridad que se expresa también en manifestaciones espontáneas contra las autoridades. Aprovechando estas debilidades, la estrategia de los radicales es ganar cada vez más terreno y avanzar hacia las regiones norteñas de los países del golfo de Guinea como Costa de Marfil, donde los ataques ya no son novedad, o de Benín y Togo, que han sufrido graves incursiones en el último mes.

Domingo, 14 de noviembre. Al amanecer, decenas de yihadistas en motos y camionetas pickup asaltan el puesto de la Gendarmería de Inata, en el remoto norte de Burkina Faso, y asesinan a 53 policías. Informes posteriores revelan que a los agentes les faltaba de todo, incluso comida. Tras semanas de ataques constantes y medio millar de agentes muertos en seis años, Inata es la gota que colma el vaso. Miles de burkineses se manifestaron en las principales ciudades para denunciar la inacción de unas autoridades desbordadas por la amenaza terrorista y, entre rumores de hartazgo en las Fuerzas Armadas e incluso de golpe de Estado, el presidente Roch Marc Cristian Kaboré destituye a todo el Gobierno en un intento de salvar su propia cabeza.

La extensión de la actividad yihadista no solo amenaza la democracia, sino la existencia misma del Estado en Burkina Faso, advierte Gilles Yabi, director del centro de análisis Wathi. “Ya ocurre en Malí desde 2012, donde la degradación de la seguridad y la incapacidad de respuesta abrieron la puerta a los golpes de Estado. Hay que evitar por todos los medios este escenario en Burkina Faso”, asegura.

En marzo de 2012, militares malienses en cólera por la falta de armas y munición para enfrentarse a la insurrección radical que comenzaba a brotar en el norte del país se alzaron contra el entonces presidente Amadou Toumani Touré. Ocho años más tarde, en agosto de 2020, un grupo de coroneles hartos de ver morir a sus soldados en el norte y centro del país se subieron al carro del descontento popular para protagonizar un nuevo golpe de Estado que derrocó a Ibrahim Boubacar Keita.

“La desestabilización de los gobiernos del Sahel es una consecuencia palpable de la actividad de los grupos armados”, asegura Ornella Moderan, investigadora del Instituto de Estudios de Seguridad (ISS). “En Burkina Faso asistimos a una lucha entre el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM) y el Estado Islámico del Gran Sahara (EIGS) por controlar parte del territorio burkinés, que a la vez sirve de pasillo hacia los países costeros”. Estos dos grupos terroristas, apoyados en katibas (grupos de combatientes) locales, son los principales responsables de los ataques y atentados constantes en toda la región. El último, el pasado jueves en el norte de Burkina Faso, costó la vida a 41 personas.

“Los terroristas sacan partido de la inestabilidad”, coincide por su parte el investigador Bakary Sambe, director del Instituto Timbuktú. “Detrás de la increíble cantidad de ataques que sufre Burkina Faso hay una estrategia de los grupos yihadistas de debilitar la presencia del Estado para continuar su expansión hacia los países del golfo de Guinea”, añade. Con buena parte de Malí y Burkina Faso ya fuera del control del Estado, ese avance es una realidad. El pasado 9 de noviembre un puesto militar de Togo sufrió un ataque terrorista, el primero de su historia, y a principios de diciembre dos bases del Ejército beninés sufrían la misma suerte. En el norte de Costa de Marfil las escaramuzas son habituales. En todos los casos, los agresores procedían de la vecina Burkina Faso.

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“Los países del golfo de Guinea han tenido tiempo de trabajar en la prevención y no lo han hecho porque están instalados en la negación del problema, como si fuera un asunto lejano, o en el enfoque exclusivamente militar en lugar de tratar de combatir las causas profundas. Más tarde o más temprano, como ya ocurrió en el centro de Malí o el norte de Burkina Faso con la etnia peul, este enfoque va a acentuar los conflictos y la estigmatización comunitaria”, asegura Sambe, para quien la debilidad de Estados no preparados para un conflicto asimétrico como este “beneficia claramente a los yihadistas para continuar su avance”.

La extensión del yihadismo hacia el golfo de Guinea fue una de las principales preocupaciones del reciente Foro sobre Paz y Seguridad celebrado en Dakar. El presidente senegalés Macky Sall, anfitrión del encuentro y próximo presidente de la Unión Africana en 2022, habló de “metástasis”. Los investigadores coinciden en que dichos países ya son fuente de aprovisionamiento y financiación para los grupos terroristas, pero va mucho más allá. Un reciente informe del ISS pone el acento en cómo la minería de oro artesanal, muy difícil de controlar por los Estados, ya genera ingresos a los grupos armados y alerta de la existencia de riesgos de contagio yihadista hacia Senegal, en cuya frontera sur con Malí se repiten cada vez más incidentes relacionados con la seguridad.

En este contexto de avance del yihadismo, la retirada parcial de las tropas francesas de la Operación Barkhane, que pasará de unos 5.100 soldados a 3.000 el próximo verano y que ya ha cedido el control de tres bases militares al Ejército maliense, ha llevado la inquietud a los países del Sahel. “Este es un momento de gran cambio. Barkhane ha sido el eje sobre el que pivota toda la estrategia de lucha antiterrorista en la región y asistimos a un redimensionamiento de esta fuerza militar. Es una incógnita ver cómo los ejércitos nacionales o el G5 del Sahel se adaptan a este cambio”, asegura Moderan.

La polémica rusa

La revelación de la existencia de negociaciones entre el Gobierno de Malí, controlado por los militares, y la compañía privada rusa Wagner para el posible despliegue de mercenarios en la lucha contra el yihadismo ha generado una gran reacción internacional. El pasado jueves, 15 países europeos, entre ellos España y Francia, y Canadá condenaron este despliegue asegurando que tenían conocimiento de la implicación del Gobierno ruso a la hora de dar apoyo material al desembarco de Wagner en Malí. Fuentes gubernamentales francesas informaron a los medios de que habían detectado la instalación de un campamento de acogida a las afueras del aeropuerto de Bamako, la capital maliense, para acoger a los mercenarios y que se había observado una intensa rotación de aviones de transporte rusos.

Sin embargo, las autoridades malienses negaron el pasado viernes a través de un comunicado que ninguna compañía privada rusa se esté desplegando en su territorio y aseguraron que se trata de formadores. “Al mismo nivel que la misión europea de formación (EUTM), formadores rusos están presentes en Malí en el marco del refuerzo de las capacidades operacionales de las Fuerzas de Defensa y Seguridad nacionales”, asegura el coronel Abdoulaye Maiga, ministro de Administración Territorial y portavoz del Gobierno, en dicho comunicado. Al mismo tiempo, pide a sus socios europeos que juzguen al Ejecutivo maliense por hechos y no por rumores y les reclama que aporten “pruebas por parte de fuentes independientes” de dicho despliegue.


El pasado martes, el presidente francés Emmanuel Macron pidió “aclaraciones” al presidente ruso, Vladímir Putin, respecto a la situación en Malí durante una conversación en la que abordaron diferentes temas. Macron tenía previsto desplazarse a Bamako la semana pasada para visitar a las tropas franceses allí desplegadas y reunirse con el presidente maliense, el coronel Assimi Goïta, en aras de rebajar la tensión entre ambos países, pero dicho desplazamiento fue suspendido oficialmente debido a la crisis sanitaria provocada por el repunte de casos de covid-19.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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