Memorias de Siria de una refugiada de 113 años
Hamde Fares relata un siglo de historia de su país desde un campo de refugiados en Líbano adonde llegó hace ocho años huyendo de la guerra
Los dedos nudosos de Hamde Fares van pasando ágilmente las cuentas de la masbaha, rosario musulmán, que sostiene con la mano izquierda. A cada poco, la anciana siria hace una pausa en su relato para murmurar alguna oración. Según su carné de identidad sirio ha cumplido 113 años, por lo que teóricamente tenía 105 cuando huyó de la guerra en Siria para convertirse en refugiada. Sentada sobre un colchón en el interior de la jaima que habita en el campamento informal de Tueli, al noreste de Líbano y colindante con la frontera siria, esta ganadera relata la última década de contienda en Siria, la era de mayor pobreza en más de un siglo de vida, asegura. Enjuta, la mujer carraspea con la garganta seca por no haber bebido agua en todo el día. A pesar de su edad, aún respeta el ayuno en este mes sagrado de Ramadán.
Fares cruzó la frontera libanesa en 2013 acompañada de su hijo menor, Rasein, que hoy se sienta junto a ella y es el encargado de gritarle las preguntas al oído, sin mascarilla. “Nunca estudió, es una mujer simple y devota”, se disculpa el hijo a cada respuesta. Perdió la vista en 2001, justo cuando el oftalmólogo Bachar el Asad cumplía un año en el poder tras la muerte de su padre, Hafez el Asad. Naciones Unidas cuenta 865.000 sirios que viven como refugiados en Líbano, cifra que el Gobierno libanés eleva a 1,5 millones. De ellos, tan solo 50 superan los 100 años de vida, precisa Lisa Abou Khaled, portavoz de la Agencia para los Refugiados (Acnur). Fares es la más anciana entre los registrados tras otro compatriota de 119 años que “ni ve, ni oye”, asegura Abou Khaled.
La anciana tiene el oído duro, pero conserva la memoria intacta. “Antes no había fronteras, yo llevaba mi ganado de un lado a otro sin problemas”, recuerda en una entrevista el pasado 22 de abril. Por “antes”, se refiere a principios del siglo pasado. En invierno caminaba durante semanas para llevar a sus camellos y vacas a pastar en Al Badia, el desierto sirio en el centro del país. En verano lo hacía en la provincia de Homs y en los prados del valle de la Bekaa libanés, mucho antes de que Francia y el Reino Unido acordaran en 1916 la partición de Oriente Próximo en zonas de control directo e influencia. Una línea separó entonces las tierras donde pacían los animales de Fares dividiendo a Líbano y Siria de lado y lado. Entonces, la beduina y su familia dejaron de ser nómadas para asentarse en su poblado de Homs.
Su familia es de Naharíe, un pequeño poblado en la periferia de la ciudad de Qusseir (Siria), aunque Fares seguramente llegó al mundo en el invierno de 1908, porque su carné de identidad marca Al Badia como lugar de nacimiento ese año. Precisamente allí es donde le sorprendió la salida de las tropas francesas cuando en 1946 Siria dejó de ser un mandato galo para convertirse en país independiente. “Cuando volvimos de Al Badia al pueblo no quedaba ni un francés”, recuerda. Para los beduinos, la identidad no dependía entonces de un documento emitido en Damasco sino de los tatuajes que aún marcan la curtida piel de esta mujer en entrecejo y barbilla, símbolos de pertenencia a la tribu Nughim. El registro oficial llegó más tarde.
Para esta mujer la historia de Siria tampoco se define por preferencias políticas o libertades sociales que guían los debates de sus nietos, sino por sequías, impuestos, confiscaciones de ganado y trabas en el movimiento para pastorear. En la época de los franceses, asegura, ellos eran los únicos que tenían vehículos. “Los tiempos han cambiado”, prosigue la anciana, “porque ahora los ganaderos transportan sus animales en camiones”.
La salida de los franceses abrió una era de inestabilidad política y económica, continúa Fares. Para ella, la llegada de Maamoun al Kuzbari en 1952 como vicepresidente, supuso una mejora en la calidad de vida. Ninguno de los presentes en la tienda, entre los dos hijos y varios de los más de 100 nietos y biznietos, sabe quién es Kuzbari. Los más jóvenes se pelean por un móvil para buscar el nombre en Google. Sin embargo, a la pregunta de qué opina de la entrada del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) en la guerra, la anciana responde: “¿Quiénes son esos?”, desatando las carcajadas de los presentes.
De los cinco hijos que parió, dos fallecieron por causas naturales. Su marido hace ya más de medio siglo largo que murió. El resto, están todos refugiados en varios campamentos de Líbano. La de Qusseir fue una de las batallas más duras de la guerra y la localidad está hoy tomada por milicianos libaneses de Hezbolá. Retornar resulta imposible. De los 3.000 vecinos del pueblo, solo unos 30 han permanecido en sus casas. Los demás se han desperdigado en busca de refugio en países vecinos o en Europa, apunta su hijo Rasein.
La inestabilidad política fue una constante en el país levantino, rememora la centenaria: “Los dirigentes no duraban ni seis meses”. Así resume la era entre 1949 y 1970, donde se sucedieron ocho golpes de Estado. El último llevó al poder a Hafez el Asad sentando un periodo de estabilidad a base de mano de hierro. “Al principio todo fue muy bien con Hafez, y la vida mejoró. Tuvimos acceso a hospitales y los jóvenes fueron educados”, cuenta la refugiada. “Luego llegó el miedo”, retoma. Votó al mandatario firmando en cada escrutinio “con el dedo gordo untado en tinta”. Hafez ganó cuatro comicios seguidos con entre el 99,9 y el 100% de los votos. Fares no votará el próximo 25 de mayo en el que se prevé que Bachar gane sus cuartos comicios como presidente en un país devastado por una década de guerra, arruinado económicamente y sumido en la pandemia.
Aferrada a su masbaha, Fares asegura que no teme a la covid-19. De hecho, ha rehusado ser vacunada. “Tengo la piel delicada y temo una reacción cutánea”, dice. Los últimos 10 años de contienda son solo un pasaje en la memoria de esta mujer, pero el más triste, dice: “Antes siempre había algo que comer, ahora los sirios pasan hambre”. La ceguera le impidió ver nada de lo que ocurría, pero sí pudo oír el estruendo de las bombas y vivir en sus carnes la penuria de convertirse en refugiados dependientes de la ayuda de la ONU en una tierra hoy ajena donde le llevaron sus hijos, opuestos al régimen. La misma donde antaño pastoreaba a su ganado.
Se dice afortunada porque, si bien ya no tiene ni animales ni tierras, vive rodeada de su familia, aunque sea hacinada en una jaima. La ceguera la ha condenado a pasar los días tumbada sobre un colchón. Vestida de negro y con la cabeza cubierta por un manto, acepta levantarse y caminar unos pasos para posar ante la cámara. Lo hace a paso lento aunque sin mucha ayuda al tiempo que cuenta cuánto echa de menos los albaricoques, los higos y los pistachos de su pueblo. Un pueblo al que, “si Allah así lo desea”, puede que un día regrese.
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