Cuba se juega el todo por el todo ante la urgencia del cambio
Analistas consultados por EL PAÍS consideran que la isla se enfrenta a un momento crucial, aunque coinciden en que una política de acercamiento de Washington ayudaría a las reformas
Continuidad y cambio fueron los temas que marcaron la agenda del VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba, realizado en La Habana en abril. Después de 62 años al mando, Raúl Castro y los “históricos” oficializaron su despedida durante el Congreso y cedieron el poder a una nueva generación de dirigentes encabezados por el presidente y nuevo primer secretario del partido, Miguel Díaz-Canel, con la misión de introducir las reformas económicas necesarias para hacer sostenible el sistema sin cambiarlo en lo político y garantizar la tan mentada “continuidad histórica”.
“El desafío para Díaz-Canel es que la mayoría de los cubanos están más interesados en los cambios que en la continuidad”, indicó en un reciente trabajo el destacado académico norteamericano William LeoGrande. El académico es un hombre respetado en la isla y uno de los principales expertos en las relaciones Cuba-EE UU, coautor de Back Chanel to Cuba, un libro de referencia que sigue la ruta de las negociaciones secretas entre Washington y La Habana desde los tiempos de Eisenhower hasta Obama.
Como la mayoría de los empresarios, analistas y políticos consultados para este artículo, LeoGrande cree que la partida más importante de Cuba se juega en casa. Con independencia de lo que haga o no Estados Unidos, son las autoridades de La Habana las que por su interés deben acometer cambios de profundidad de su modelo económico y abrir espacios de participación democrática en la sociedad. Así lo piensan, entre otros, el excongresista demócrata y secretario de Energía de Obama, Joe García, o el líder del Cuba Study Group (CSG), Carlos Saladrigas, destacada figura del exilio histórico de Miami.
De cualquier modo, ambos han pedido por activa y por pasiva a la nueva Administración de Biden que dé pasos decididos para promover el acercamiento con La Habana, como hizo Obama, y facilitar la evolución. ¿Hasta dónde deben, o pueden, llegar esos cambios? ¿Hasta dónde la continuidad? ¿Puede EE UU ayudar si actúa de forma audaz, o mejor quedarse quieto esperando a ver qué sucede en la isla, sin levantar las sanciones de Trump, aunque ello favorezca la psicología de plaza sitiada? ¿Tiene tiempo Cuba para esperar? Todo ello es lo que está a debate, y hay consenso en que los siguientes capítulos de esta película los veremos en los próximos meses.
Han pasado 100 días desde que Joe Biden llegó a la Casa Blanca, y “hasta el momento no se ha levantado ni una de las 240 sanciones que impuso Trump, el bloqueo es más agresivo que nunca”, denunciaba el jueves a este diario el jefe del departamento de EE UU de la Cancillería cubana, Carlos Fernández de Cossío. En dos ocasiones Washington ha dicho que Biden no es Obama y que para EE UU Cuba no es una prioridad. Lo cierto es que hoy el envío de remesas sigue restringido, la mayoría de los vuelos directos y los viajes de los norteamericanos están prohibidos, el consulado de EE UU en La Habana sigue desmantelado y la ley Helms-Burton está en pleno vigor, además de que la isla continua en la lista de países patrocinadores del terrorismo (última sanción de Trump, adoptada días antes de marcharse).
“Estas son algunas de las cosas que deben cambiar cuanto antes”, piensa el académico cubano-americano Arturo López-Levy. “Si Biden quiere favorecer las reformas concretas ya aprobadas en Cuba y promover transparencia y debates internos dentro del campo patriótico cubano, necesita retomar el camino del diálogo de modo drástico. Es imposible negar el legado desastroso de Trump”, asegura López-Levy.
Saladrigas coincide: “es importante abordar el tema de Cuba lo más pronto posible por dos razones fundamentales. La primera es humanitaria, dada que el trío de la pandemia, las sanciones impuestas por Trump y las absurdas políticas económicas del Gobierno cubano han llevado a Cuba al colapso económico, con un serio desabastecimiento de alimentos y medicinas, lo que podría propiciar una nueva crisis migratoria”. La segunda, dice Saladrigas, es “estratégica”. “EE UU no debe empujar a Cuba otra vez hacia Rusia, lo que podría resucitar viejas y peligrosas alianzas. Además, lejos de fomentar los deseados cambios en Cuba, la continuidad de la hostilidad solo logra atrincherar al Gobierno cubano agudizando el atropello de los derechos humanos y haciendo la ardua tarea de reformas aún más difícil y costosa”.
En febrero, el CSG presentó un documento a la Administración de Biden en el que abogó porque EE UU avance hacia la plena normalización de relaciones sin pedir nada a cambio, pero sin dejar de denunciar la ausencia de democracia en Cuba y apoyar a los que piden mayores libertades económicas y civiles. Según el académico y exdiplomático cubano Jesus Arboleya, aunque el CSG dice “que sus propuestas no aspiran a promover un cambio de régimen en Cuba, es difícil suponer que este no es el interés real de la mayoría de sus miembros”. Pese a ello, indica, “el escenario que propone alcanzar el CSG quizás sea el mejor posible para la convivencia entre dos países, donde prima un alto nivel de antagonismo”.
Pero la partida que cuenta en Cuba es la de casa. Eso lo dice todo el mundo, incluidos los funcionarios cubanos, que hablan de cambios económicos, aunque no políticos. El VIII Congreso aceptó mayores espacios para la iniciativa privada, la creación de pymes y dar mayores márgenes de autonomía a las empresas estatales. ¿Pero será suficiente?
Desde posiciones de izquierda, destacados economistas cubanos, algunos residentes en la isla (Juan Triana, Omar Everleny, Ricardo Torres), y otros en el exterior (Julio Carranza, Pavel Vidal, Pedro Monreal, Mauricio de Miranda) advierten desde hace tiempo de que los cambios económicos son urgentes y deben ser profundos, no maquillaje, o la economía se va a pique. El propio presidente cubano lo reconoció recientemente cuando dijo que no hay tiempo para pensar “en el largo plazo”, si bien la historia y las estadísticas demuestran que los ritmos de las reformas cubanas son más bien tirando a pausados.
Tampoco hay años para andar pensando en lo que hará Biden. Dice López-Levy que son cálculos de política interna los que hasta ahora han impedido el acercamiento. “El presidente tiene un Senado dividido en mitades, y una Cámara [de Representantes] casi en esa misma situación. Biden no puede alienar a ninguno de los senadores, incluido el poderoso demócrata Bob Menéndez, que ha hecho de las sanciones contra Cuba una cuestión no negociable”. Menéndez, añade, “ocupa un puesto clave como presidente del Comité de Relaciones Exteriores y es el senador líder de la reforma migratoria, una de las principales promesas y prioridades de la agenda legislativa demócrata”.
De modo similar piensa el exsecretario de Energía de Obama, de origen cubano, Joe García, que conoce bien los equilibrios que debe mantener la Administración. “Aunque los cubanos pensemos que somos el centro del universo, no es así. No somos una prioridad”. De cualquier modo, la normalización con Cuba debe producirse más tarde o más temprano, espera García. “Las promesas del presidente Biden fueron simples y contundentes y se cumplirán: eliminar el límite de las remesas, expandir los viajes, restablecer la actividad consular…”. ¿Suficiente?. Probablemente no, admite la mayoría de los entrevistados. El reclamo, que es casi un ruego, sí es unánime: que haya inteligencia en Cuba para “hacer lo que hay que hacer” y que mejore la vida de los cubanos. Y suficiente inteligencia en EE UU para eliminar unas sanciones que son “inmorales” y no contribuyen a que la cosa fluya.
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