Jacobo Drachman, superviviente del Holocausto: “Aprendí a dormir abrazado a gente que moría de noche”
Nacido en Polonia y emigrado a Uruguay tras la Segunda Guerra Mundial, relata su paso por Auschwitz
A Jacobo Drachman los nazis le perdonaron la vida al menos un par de veces. La primera fue en el gueto de la ciudad de Lodz, en Polonia, el día que los alemanes irrumpieron en su casa y un soldado lo encontró escondido tras una chimenea. Rondaba entonces los ocho años. “Entraron en el patio con motocicletas y camiones al grito de 'todos fuera'. La gente se subía a las azoteas para esconderse. Los agarraban y les tiraban de los pelos. Vi cómo ametrallaban, cómo pegaban... lo que no llegué a ver es al alemán que me vio a mí. Se dio la vuelta y sacó el arma. Me quedé contra una pared, con la pistola de él en la frente. Me preguntó, '¿quién más está arriba?'. Le respondí que nadie. '¿Qué estás haciendo?', volvió a preguntar. 'Estoy buscando gatos', contesté. No podías mirarle a la cara porque te mataban, era como mirar a Dios. Alto, rubio, ojos celestes y media sonrisa fría, helada. El ángel de la muerte, era eso. Estaba vestido de negro. Él me hablaba, no sabía qué decía, yo me abracé a él y le besé los botones, el uniforme, la mano y la pistola. Mientras, la retiraba un poquitito de mi frente. En eso lo llamaron, se sonrió y me dijo: ‘Vete de aquí”.
Drachman, de 84 años, conversa con EL PAÍS por teléfono desde su casa de Nahariya, un pueblo en Israel al borde del Mediterráneo. Durante la Segunda Guerra Mundial, este hombre que después emigraría a Uruguay, pasó por el campo de exterminio de Auschwitz, en la Polonia ocupada por los nazis. En el recinto, que este lunes ha acogido los actos por el 75º aniversario de su liberación por el Ejército Rojo, murieron 1,3 millones de personas, de los cuales 1,1 eran judíos.
Los recuerdos de Drachman llegan ahora como instantáneas de la memoria, escenas salpicadas en el tiempo descritas al detalle. "No comía. Durante seis años tuve hambre. Terminé la guerra con 20 kilos y 11 años”, evoca al comienzo del relato. Sobre su llegada al gueto de Lodz, explica que un día los alemanes aparecieron en su casa, se apoderaron de los juguetes, de la comida, de los muebles y los pusieron en la calle. “O bajáis por la escalera o por la ventana”, les decían. En su nuevo hogar aprendió a defenderse. “Empecé a buscar [alimentos] en las casas que quedaban vacías, porque el gueto se vaciaba para el cementerio. Recuerdo que me levantaba temprano para ir con el rabino y pasaba por encima de cadáveres”, rememora. “Para mí no era nada, era mi vida”, responde a la pregunta de qué sentía. “No sabía por qué estaba ahí, por qué me correspondía. Vivía rodeado, con un muro y un alambre de púas. A los que morían de noche, los sacaban afuera, le quitaban la ropa, los zapatos, los tapaban y venía el carro y se los llevaba. ”.
Sus padres trabajaban entonces en una fábrica metalúrgica. “Nos dijeron que iban a hacer otra en Alemania y que estuviésemos todos juntos porque elegirían a unas 500 personas para llevarlas allá”, algo parecido a lo que cuenta la película de Steven Spielberg La lista de Schindler, señala. Así fue como, después de viajar en vagones de ganado, acabó en Auschwitz en septiembre de 1944.
“No sabíamos nada. Cuando la gente vio la chimenea al fondo, exclamó: 'Acá está la fábrica en la que vamos a trabajar'. Había fábrica allí, pero de muerte”, afirma. “Estuve pocos días en Auschwitz [cuatro] porque nos embarcaron otra vez. Ahí me enteré de lo que nos hacían, el alemán nos lo contó: 'Ustedes entran por acá y salen por arriba, por la chimenea. Si tienen alguna propiedad, algo de dinero, dénmelo porque están muertos”. Al poco de llegar los metieron en una sauna, los bañaron, los raparon y les dieron un pijama, relata. “Estábamos en las duchas frente al crematorio número cuatro, una casa grande de ladrillo. Saqué la cabeza por el portón y vi en el fondo una fogata grande en mitad de la carretera y cómo tiraban gente arriba (...) el gas no les alcanzaba”, recuerda.
De Auschwitz pasó al campo de Stutthof, cerca del Báltico. “Moría de frío”, cuenta. Un día lo mezclaron con un grupo de niños llegados de Lituania. “Me agarraron para quemarme, ya estaba en la fila”. Se dirigió entonces a un alemán para explicarle que no quería entrar en el crematorio, porque él “trabajaba”, era útil. “Le dije ‘Heil Hitler’ y se mataba de la risa (...) Yo quería vivir. Y me soltó”, relata.
A los tres meses lo trasladaron al campo de trabajo de Dresde. “Ahí estaba el paraíso, la fábrica. Nos daban de comer, había calefacción…”, recuerda. Hasta que las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses bombardearon la ciudad en febrero de 1945. El ataque causó unos 25.000 muertos. Ellos perdieron todo y fueron obligados a salir en las llamadas marchas de la muerte. “Caminamos 11 días a orillas del río Elba. Aprendí a comer pasto, a dormir abrazado a gente que moría de noche...”. Su padre le pidió que si sobrevivía, gritase al mundo lo que les habían hecho (Jacobo Drachman escribió sus memorias en el libro Lágrimas secas y ha colaborado con el Centro Sefarad-Israel).
Tras recorrer varios países de Europa, en 1946 él y sus padres lograron emigrar a Uruguay, donde estudió, se casó y emprendió varios negocios. Ahora lleva 49 años en Israel. “Tuve nueve nietos, seis bisnietos, ¡una tribu!”, exclama. Antes de la guerra en su familia eran más de 100 y al terminar quedaron cuatro. “Por lo menos recuperé algo de lo que me asesinaron allá”.
Todavía hoy le cuesta entender tanto “sadismo” y tiene la esperanza de que algo así no se repita nunca. A las nuevas generaciones les pide que “no perdonen lo que pasó, que no olviden, pero que no odien” tampoco.
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