Auschwitz: habla el preso 173295
Raphaël Esrail, presidente de la Unión Francesa de Deportados del campo y uno de los últimos supervivientes, alerta sobre la necesidad de defender la democracia
Raphaël Esrail se arremanga y muestra el antebrazo izquierdo: el lugar exacto donde en febrero de 1944, al llegar en un tren de ganado a Auschwitz, le tatuaron el número 173295. En 1953, un médico amigo se lo borró quemándolo. Esrail no quería más rastro en su cuerpo de aquel pasado, demasiado cercano entonces. “Todavía se ve un poco, mire”, dice. “¿Para qué iba a guardarlo? No es ninguna gloria. ¿Me consideran como una vaca?”.
Raphaël Esrail, de 94 años, pertenece a la última generación de supervivientes de los campos de exterminio y de concentración nazis. Cada año son menos. Pronto no quedarán testigos para dar fe de que, no hace tanto, uno de los Estados más desarrollados, como era Alemania, puso en marcha una máquina sin igual en la historia para exterminar a los judíos de Europa y a otras minorías.
En Auschwitz-Birkenau, el complejo de campos construidos en el sur de la Polonia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial, más de un millón de personas —la inmensa mayoría judíos, pero también gitanos, polacos, rusos, testigos de Jehová y homosexuales— murieron asesinadas. Es la máxima expresión de este genocidio. Mañana, 27 de enero, se cumplen 75 años de su liberación por el Ejército Rojo. “Todos mis amigos se han marchado: quedamos un puñado”, constata. “Entre los 78.000 que fueron deportados de Francia deben de quedar 150. Todos tienen más de 90 años. Yo tendré 95 en cuatro meses. No creo que haya mucha gente en el 80 aniversario”.
Raphaël Esrail se mantiene ágil física y mentalmente. En 2017 publicó L’espérance d’un baiser (La esperanza de un beso, no traducido al castellano), unas memorias en la que se entremezcla el testimonio sobre su paso por Auschwitz con la historia de amor con su mujer, Liliane Esrail, nacida Badour. Acaba de acompañar al presidente francés, Emmanuel Macron, a Israel para participar en la conmemoración. Sigue al frente de la Unión Francesa de Deportados de Auschwitz y dedicado a la instrucción de profesores y estudiantes.
“Intento que entiendan lo que el hombre es capaz de hacer. Lo que deseo es que los jóvenes reflexionen sobre cómo estas cosas pueden llegar a ocurrir, y protegerse ante ello, y defender la democracia por encima de todo”, explica. “¿El mundo ha tomado conciencia de que, si no aceptamos al otro en toda su diversidad, esto será un combate permanente? Si no superamos estas ideas de nacionalismo y de populismo, que rechazan la igualdad de toda persona, entonces todo es posible”, añade. Y repite: “Todo es posible. No será bajo la misma forma, pero terminará igual”.
Nada, excepto la fina línea azul en el antebrazo, permite adivinar lo que vivió en el umbral que separa la adolescencia de la edad adulta. Había nacido en Turquía, en una familia sefardí que en casa hablaba ladino, el castellano arcaico que los judíos expulsados por los Reyes Católicos se llevaron en su éxodo. Tenía nueve meses cuando los Esrail-Arditti emigraron a Lyon. No le gustaba que le hablasen ladino: él era francés y quería hablar francés. Fue boy scout con los Exploradores Israelitas. La derrota de Francia ante la Alemania de Hitler en 1940 y la ocupación le convirtieron en un resistente precoz. Su especialidad era la falsificación de documentos. El 8 de enero de 1944 fue detenido en una redada. Le enviaron a Drancy, el campo al norte de París donde las autoridades agrupaban a los judíos antes de la deportación.
Allí escuchó por primera vez una palabra exótica, que designaba un destino desconocido, mitológico: Pitchipoi. “Los judíos se preguntaban adónde les llevarían. Era un lugar lejano, no sabíamos dónde estaba”, recuerda. Eso era Pitchipoi. “Todo el mundo imaginaba que les llevaban a un lugar de trabajo, probablemente no en Francia”.
Las marchas de la muerte
En Drancy, Raphaël conoció a Liliane. El flechazo fue inmediato. El recuerdo de Liliane, internada en el vecino campo de Birkenau, fue el motor que le ayudó a continuar durante el cautiverio en Auschwitz. Que ambos sobreviviesen —ella es un año mayor que él— es excepcional y aún más que, terminada la pesadilla, se encontrasen en Francia. Si sobrevivió, fue quizá por una mezcla de “suerte y voluntad”, dice. “La suerte era que había hecho estudios de ingeniero y tenía una formación técnica, lo que fue útil”.
El trayecto de Drancy a Auschwitz-Birkenau duró tres días. “En el convoy había más de 1.200 personas. De estas, 166 hombres entraron al campo de Auschwitz y 49 mujeres al de Birkenau. Y las otras fueron asesinadas el mismo día. Es decir, unas mil personas se convirtieron en humo”, describe. Entonces vinieron los meses de trabajo forzado en la fábrica. Y casi un año después, la salida obligada ante la llegada inminente del Ejército Rojo: las llamadas marchas de la muerte. “Fue lo más terrible e inhumano. No sé si se da cuenta: 60.000 hombres y mujeres de todos los campos de concentración de los alrededores por las rutas heladas, a pie”, rememora. De ahí los encerraron en trenes para conducirlos a otros campos más al oeste y a otros trenes. “Al cabo de cuatro o cinco días ya no eran vagones, eran tumbas rodantes”. Fue un periplo de meses que no acabaría hasta 1 de mayo de 1945, unos días antes de la derrota definitiva de la Alemania nazi.
En años posteriores, Raphaël Esrail visualizaba el campo de Auschwitz al dormirse. Y pensaba: “Hoy sido un mal día, por esto o por lo de más allá. Pero no es nada al lado de lo que ocurrió”. O, si había sido una buena jornada, se decía: “Qué bien”. “Era una forma de felicidad”, reflexionaba ayer en su apartamento en París. “La vida regresa”.
Del silencio de posguerra a la era de los testigos
Durante décadas, Raphaël Esrail habló poco de su experiencia en Auschwitz. “Nadie quería oír hablar de lo que había ocurrido con los judíos, ni hablar de ello”, explica. Era una actitud generalizada. Tanto en las familias como en el trabajo, el silencio predominaba, recuerda en sus memorias. Algunos supervivientes habían perdido a sus familias y regresaron enfermos. La prioridad era curarse, ganarse el sustento. Para el general Charles De Gaulle, liberador de Francia, la prioridad era la reconciliación y la reconstrucción. “La mayoría de nosotros nos pusimos a hablar cuando llegaron las mentiras de los negacionistas”, dice. “Había que explicar al mundo lo que ocurrió, y no solo a los judíos. Nunca se insistirá lo suficiente, lo que ocurrió concierne a la humanidad entera. Lo humano desapareció”. En 1981, visitó Auschwitz por primera vez con su esposa, Liliane, y desde entonces ha regresado en varias ocasiones; la última, el año pasado. Y empezó su trabajo pedagógico y divulgativo, trabajo que se intensificó tras jubilarse en la empresa Gaz de France, donde había desarrollado su carrera profesional. Fue lo que él llama la “era de los supervivientes”, que ahora se acerca a su fin. En esta época, también vio cómo el odio podía renacer. Un día, hace 30 años, encontró la puerta de su apartamento pintada con esvásticas.
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