Un selfi en la cámara de gas
En vísperas de cumplirse 75 años de la liberación de Auschwitz, el campo atrae a miles de turistas. Algunos ignoran las normas de respeto establecidas por el recinto
El lunes se cumplirán 75 años de la liberación del campo de la muerte de Auschwitz y su inmenso anexo de Birkenau por parte de fuerzas del Ejército soviético pertenecientes al primer frente ucranio. Esos soldados se asomaron a un horror indescriptible y descubrieron lo peor de la maquinaria de la muerte nazi. Ayer, en vísperas de la conmemoración oficial de la fecha, que reunirá a jefes de Estado y supervivientes, otro grupo accedía a Auschwitz —convertido desde 1947 en monumento y museo y desde 1979 patrimonio mundial de la Unesco— para conocer de primera mano el espanto. Una setentena de españoles de las más variadas edades, aunque con predominancia de jóvenes, embarcaban en Cracovia en un autocar turístico de los que organizan cada día la visita al campo.
La mayoría ignoraban el aniversario y habían colocado la excursión como una extensión de su estancia en la ciudad polaca, lo que es muy habitual (se suele combinar con la visita a las minas de sal de Wieliezka y, de manera más pertinente, a la fábrica de Schindler, célebre por la película de Spielberg). Compartir el viaje con ese microcosmos de la sociedad permitió observar cómo se vive y qué efectos provoca una experiencia semejante en la gente común. En general muy impactados por la visita, no dejó de haber una minoría que se la tomó como un destino turístico más, selfis incluidos, lo que advierte en estos días de reflexión de que ante el Holocausto y los crímenes nazis no existe solo el peligro del negacionismo, sino también el de la trivialización.
De hecho, Auschwitz se ha convertido en un destino turístico estrella, con 2.320.000 visitantes el año pasado, un 8% de aumento con respecto a 2018, que ya marcó un récord. Cómo conjugar las visitas masivas, y el negocio turístico montado alrededor de ellas (hay empresas que incluyen un chupito en Cracovia a la vuelta), con el respeto que merece un lugar que es a todos los efectos un cementerio (el más grande del mundo) y una de las máximas expresiones del sufrimiento humano en la Tierra, es un verdadero reto para las autoridades polacas, los guías y los vigilantes del monumento.
Auschwitz se ha convertido en un destino turístico estrella, con 2.320.000 visitantes el año pasado, un 8 % de aumento con respecto a 2018 que ya marcó un récord.
El viaje en autocar arrancó a las 7 de la mañana, -4º de temperatura, aún de noche, y con una pegatina de color para identificar al grupo. Las informaciones a bordo por parte de las dos guías polacas y el pase del elocuente documental de 20 minutos rodado por el camarógrafo del ejército soviético capitán Alexander Woronzow que muestra el ambiente en el campo a la llegada de los liberadores —incluye tomas de fosas comunes y de pilas de cadáveres, algunos a medio quemar— acalló cualquier conversación. Por la ventanilla discurría un paisaje que ha cambiado poco de campos de labor y abedules desnudos arañando el cielo como en un poema de Paul Celan mientras la tierra luchaba por descongelarse. Un joven mordisqueaba en silencio una galleta. Llegados al cabo de algo más de una hora a Auschwitz I (el campo madre, la visita incluye luego el gigantesco campo de Auschwitz II Birkenau, a 3 kilómetros, el lugar de las grandes matanzas), se insistió en las normas: no se puede comer ni beber excepto agua en el campo, hay que mostrar siempre el respeto debido al lugar —no hablar alto y no hacer bromas ni reírse— y hay espacios y objetos que no se pueden fotografiar. Las fotos que se hagan han de ser siempre de tipo documental.
El abigarrado grupo, abrigado con anoraks de esquiar, gorros, bufandas y guantes, no podía ofrecer mayor contraste con la realidad de los presos que estuvieron en el campo, vestidos con ropas muy precarias, los famosos uniformes de rayas, y calzados con bastos zuecos de madera rellenos de paja. Tras un control exhaustivo con incluso arco detector de metales, el grupo, provisto de auriculares para escuchar a las guías, empezó la visita, que comienza pasando entre las alambradas bajo la puerta con el célebre lema “Arbeit macht frei” (El trabajo libera). El recorrido sigue por varios bloques, convertidos en salas de museo y en el que confluyen grupos de distintas nacionalidades en un sobrecogido agolpamiento.
La historia del genocidio nazi y el proceso de exterminio se cuentan con admirable capacidad de síntesis, con alguna concesión al patriotismo polaco, aunque sin dejar de reconocer el máximo sufrimiento de los judíos, el 90% (1,1 millón) de los 1,3 millones asesinados en Auschwitz (150.000 polacos), y algún coscorrón a los rusos. El empleo de cascos hace que el visitante se ensimisme mucho. Las reacciones varían pero en general son de profunda tristeza y de horror. “Me han impresionado mucho las vitrinas con pelo y las de prótesis, y las de zapatitos de niños”, explicaba luego una chica catalana que visitaba el campo con amigas. “Sabía lo que había pasado aquí, pero verlo en el sitio y los objetos… Es desgarrador”. Un hombre adulto no pudo aguantar el recorrido y se le veía completamente descompuesto.
Sin embargo, otros visitantes del grupo se tomaban la visita de otra manera. Una mujer no dejó de hablar por el móvil casi todo el rato. Y tres parejas se retrataban, juntos y por separado, en todos los sitios, subiendo luego las fotos a Instagram. Una de esas parejas protagonizó el momento más bochornoso al retratarse posando dentro de la pequeña cámara de gas de Auschwitz I —donde fueron asesinados prisioneros soviéticos y judíos de Silesia antes de entrar en funcionamiento el complejo de Auschwitz II-Birkenau—. Monika, la guía, avisada por un colega, abroncó a los autores y les exigió que borraran la foto (no lo hicieron). “¡Un retrato posado en la cámara de gas!, a quién se le ocurre”, deploraba luego. “Hoy han sido españoles, pero lo hacen personas de todas las nacionalidades, es difícil impedirlo con tanta gente”.
En la visita a Birkenau, a tres kilómetros, el control es aún más difícil, al ser un terreno inmenso y desperdigarse los visitantes. De hecho, otras parejas del grupo utilizaron incluso un palo selfi para hacerse un retrato de familia frente a los barracones mientras deploraban no poder hacerlo ante la icónica puerta de entrada al campo por la que pasaban los trenes hacia la plataforma de selección, de donde se conducía a las víctimas hasta las cámaras de gas y los crematorios. El gran arco y toda la estructura se encuentra estos días bajo una gigantesca carpa blanca en la que se desarrollará el lunes parte de la ceremonia del aniversario de la liberación del campo.
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