La pandemia hace mella en el Marruecos más frágil
Las autoridades luchan por controlar el virus en los barrios más desfavorecidos, donde la gente necesita salir para trabajar
La entrada del barrio de Takadum, en Rabat, refleja las dificultades que atraviesa el país para controlar la pandemia entre los más desfavorecidos, los que temen más al hambre que al virus. En Takadum, como en tantos barrios de los llamados “populares” —eufemismo para no decir pobre y muy poblado— la vida es más barata y más dura. De ahí salen cada mañana cientos de mujeres que limpian las casas y los colegios en la capital, decenas de emigrantes subsaharianos que aguardan de pie en las aceras a que venga alguien con el coche y los lleve apiñados a cualquier casa como peones de albañiles o mozos de carga.
El precio de la fruta en Takadum no se pregona en dírhams, que es la moneda oficial, sino en reales o francos, monedas que se extinguieron tras la independencia del país, en 1956. El barrio está tomado por decenas de agentes desde la segunda semana de agosto, cuando se descubrió un brote de Covid-19 en varias carnicerías. La vida discurre en apariencia sin disturbios, como en el resto de Marruecos, un país diez veces más pobre que España donde no se ha registrado ningún saqueo en seis meses de pandemia. Pero la chispa puede saltar en cualquier momento.
Una docena de furgones policiales custodian la principal entrada de Takadum, que significa “progreso” en árabe. Hay vallas de hierro en las principales salidas y a lo largo del kilómetro que mide su calle principal. Los policías suelen pedir documentos de identidad para salir del barrio entre las siete y las nueve de la mañana. Pero el viernes 11 cerraron las vallas en el vecino barrio de Maadid, situado en el mismo distrito de El Yusufía. Y decenas de vecinos, de forma poco habitual en Marruecos, se enfrentaron a las autoridades y forzaron las barreras. La necesidad de ganar dinero pudo más que el miedo a los golpes.
Mohamed es un camarero que habla, como el resto de los vecinos consultados, con la condición del anonimato. “Lo he pasado mal durante los meses de confinamiento”, explica. “Este café se cerró y el dueño no me dio ninguna ayuda. Del Estado me llegaban 1.000 dirhams —unos 100 euros—, pero eso se me iba en el alquiler. No tenía para la conexión a Internet. Las ayudas de alimentos las repartía el moqadem a quien él quería”.
El moqadem es el representante de proximidad en el barrio del poderoso Ministerio del Interior. Nada se mueve sin su conocimiento, nada se compra ni se vende sin su permiso. Fátima, una frutera de Takadum, cuenta también una historia muy parecida a la del camarero: “Mi marido descubrió durante el confinamiento que su jefe no le tenía registrado oficialmente. Con lo cual, no teníamos derecho ni a seguro médico ni a nada. Dependíamos del moqadem”.
Abdel, otro frutero, señala: “Yo tuve suerte porque recibí del Estado 1.200 dirhams (120 euros) mensuales. Pero tengo tres hijos. Y ellos no estudiaron nada durante esos cuatro meses. A pesar de todo, han pasado al siguiente curso”. “Lo bueno de los barrios como este”, añade Abdel, “es que aquí todo el mundo se ayuda, nadie se muere de hambre. Siempre hay una manzana o un tomate para el más necesitado”.
Las consecuencias de la cuarentena
Los tres meses de estricto confinamiento, donde se impidió incluso el regreso de los propios nacionales al país, han devastado la economía de muchos hogares. Las medidas draconianas sirvieron para controlar las muertes de forma encomiable. Marruecos cerró sus fronteras a mediados de marzo, cuando solo había fallecido una persona en el país a causa del virus. Pero desde que comenzó la desescalada el 10 de junio, las muertes comenzaron a subir.
Marruecos contaba este lunes 1.855 fallecidos y 50.023 contagios, frente a las 1.679 y 103.119, respectivamente, de la vecina Argelia, a pesar de que el primero tiene 36 millones de habitantes y el segundo 42 millones. Las autoridades decidieron este mes aislar durante 15 días la ciudad de Casablanca, la metrópoli más rica y poblada, la que genera el 30% de la riqueza del país. Y este viernes prorrogó el aislamiento otras dos semanas. Los colegios en esa ciudad permanecerán cerrados de momento.
El rey ya advirtió en un discurso en agosto que si las muertes prosiguen a este ritmo el país tendrá que adoptar de nuevo la medida dolorosa del confinamiento, “con todo cuanto implica como efectos psicológicos, sociales y económicos”, señaló. Pero los ánimos de la población no parecen predispuestos a otro sacrificio. Y las arcas tampoco lo están.
Crisis social
Desde que se inició la pandemia han recibido ayuda seis millones de hogares a través del programa Tadamon (solidaridad, en árabe) que acoge tanto a trabajadores del sector informal como formal. La ayuda mensual variaba entre los 80 y los 120 euros. El Estado ha invertido en ese plan más de mil millones de euros.
“Desde julio ya no se está recibiendo apenas ayudas por la pandemia", explica un empresario turístico europeo afincado en Marrakech desde hace 15 años. "Hay ayudas mensuales de 2.000 dirhams (unos 200 euros), pero solo para algunos sectores de actividad y si estás inscrito en la seguridad social”, añade. Marrakech, la ciudad más turística del país, está sufriendo los estragos de la crisis.
El colchón de ayudas sociales ante una situación de este calibre es frágil. La expresión cobrar el paro es casi una utopía. Hasta 2015 no había indemnización por desempleo. Y desde entonces hasta junio de 2019 solo 54.000 personas lo han cobrado, según declaró en esa fecha el ministro de Empleo, Mohamed Amekraz.
Los estragos que la pandemia causa en la economía no solo afectan a las zonas turísticas del país. En Nador, por ejemplo, la policía ha impedido varias manifestaciones de afectados por el cierre de fronteras con Melilla. Y la clase media no se manifiesta, pero expresa su protesta donde puede. Las asociaciones de padres de alumnos se quejan en los medios de que los colegios privados —donde buena parte de la clase media inscribe a sus hijos— siguen cobrando los mismos precios de matrícula, incluso más altos, a pesar de que el horario de las clases se ha reducido a más de la mitad en la mayoría de los centros.
Mientras tanto, en Takadum la vida sigue como si tal cosa. Cuando uno atraviesa la barrera de la policía y se adentra en el barrio, la mayoría de la gente lleva mascarillas. Pero casi todas están por debajo de la boca. El sociólogo Abdessamad Dialmy declaró hace diez días al semanario Tel Quel: “La mayoría de los marroquíes no respetan las órdenes de un poder que no los respeta”.
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