Democracia en cuarentena por coronavirus
Las excepcionales circunstancias de la pandemia amenazan con facilitar la prolongada erosión de libertades y garantías en países con Estados de derecho incipientes o débiles
La crisis sanitaria y social provocada por la pandemia del coronavirus no tiene precedentes en la historia moderna. La Covid-19 ha causado más de 35.000 muertos en todo el mundo. Y la amenaza para la salud pública ha llevado a un buen número de países a tomar medidas de excepción, restringiendo las libertades individuales fundamentales en un grado también inédito en tiempos de paz. Más de un tercio de la humanidad está confinada. Desde Italia, España, el Reino Unido a Canadá, Gobiernos de distinto signo han aprobado más poderes para el Estado y más medidas de control a los ciudadanos. En autocracias o en países con democracias frágiles, los líderes están utilizando la pandemia también como una muleta para debilitar las instituciones democráticas y endurecer la vigilancia y la censura o para amortiguar a la oposición; todo sin apenas cortapisas y escudados en el temor al virus. Medidas que, en unos y otros modelos, pueden permanecer cuando la emergencia se disipe, alertan los defensores de los derechos humanos y las libertades civiles.
En Rusia se ha incrementado el uso de la tecnología para el escrutinio masivo y se han aprobado nuevas normas contra las noticias falsas sobre el virus, que podrían derivar en un incremento de la persecución a los medios independientes. Una fórmula que también están aplicando ya Serbia o Turquía. En Hungría, el Gobierno de Viktor Orbán ha ampliado el estado de alarma para gobernar por decreto de forma indefinida, parapetándose en la pandemia. Y con el argumento de proteger la salud pública, Moldavia o Montenegro han traspasado barreras graves al difundir datos sanitarios de personas infectadas o sospechosas de estarlo. En Israel, el partido del primer ministro, Benjamín Netanyahu, ha empleado la emergencia sanitaria para evitar que la oposición –que ganó la mayoría de escaños en los comicios del 2 de marzo— tome el control de los procedimientos parlamentarios.
“El Estado de emergencia es una situación legal especial que resulta necesaria para afrontar esta crisis, porque permite a los Gobiernos reaccionar con mayor rapidez. Pero es importante que todas las medidas que se adopten sean transparentes, proporcionadas y limitadas en el tiempo y en cuanto a su alcance; y sujetas a algún tipo de supervisión, del Parlamento o de otros organismos legislativos”, señala Zselyke Csaky, directora de investigación para Europa y Eurasia de Freedom House, una organización internacional que vela por las libertades políticas e individuales en todo el mundo.
Pero en países como Rusia, donde esa supervisión y control independiente sobre los poderes el Estado es escasa y débil y la oposición carece de representación parlamentaria, la imposición de más medidas de vigilancia encubierta, escucha de teléfonos, intercepción de mensajes electrónicos o censura pueden suponer un gran riesgo, advierte el abogado especializado en derechos civiles Kiril Koroteyev, del grupo ruso Ágora. “No es un problema nuevo, la sociedad civil ha estado lidiando con ello en Rusia durante más de dos décadas, pero ahora, con la crisis derivada de la Covid-19 se suman nuevos desafíos”, remarca.
La pandemia de coronavirus ha llegado al país euroasiático en un momento político decisivo para el Kremlin. Y así, en medio de las turbulencias mundiales, el presidente ruso, Vladímir Putin, maniobró para garantizarse la opción de permanecer en el poder gracias a una reforma constitucional todavía en marcha y a la que la oposición no ha podido apenas oponerse, debido al virus. Sin decretar todavía cuarentena formal generalizada —salvo en Moscú y otras 16 regiones a partir de ese martes— o pruebas de coronavirus multitudinarias, el Gobierno ruso ha apostado por medidas de corte autoritario-unilateral en la era del Gran Hermano.
De los primeros países en cerrar fronteras ante la crisis y endurecer sus medidas, Rusia presume de que gracias a esa posición de halcón, frente a otras posturas más liberales, está un poco más protegido del virus. Con alrededor de 1.800 de contagiados y una decena de muertos —cifras que han suscitado enormes dudas entre las organizaciones independientes, analistas e incluso de algunos funcionarios cercanos al Kremlin—, el Gabinete de Vladímir Putin está utilizando esta narrativa para defender su visión del mundo frente a lo que considera una fragilidad del globalismo y el desmoronamiento de la unidad Occidental y europea, señala Dmitri Trenin, del Instituto Carnegie de Moscú.
Rusia ha apostado sobre todo por la tecnología autoritaria. En Moscú, está utilizando sus miles de cámaras de videovigilancia con un moderno sistema de reconocimiento facial para atrapar a quien se salte las reglas. También se están trazando los datos del registro de automóviles. Y antes del estallido de la pandemia y del cierre de fronteras, cuando era China la principal y casi única afectada, la policía de la capital rusa y de otras ciudades principales hizo decenas de redadas en hoteles, residencias de estudiantes, apartamentos turísticos y en el transporte público para detectar personas llegadas de China, que debían permanecer autoaisladas.
Además, las autoridades rusas están utilizando los datos que les proporcionan los operadores de telefonía móvil para geolocalizar a los infectados y rastrear a quienes hayan estado en contacto con ellos. Datos con los que el alcalde de la capital, Serguéi Sobianin, reveló este domingo que un tercio de los mayores de 65 años, que por decreto deben quedarse en casa, no han cumplido; algo que les puede suponer multas o hasta penas de cárcel. Las autoridades preparan también un sistema de pases o salvoconductos digitales especiales que algunos colectivos necesitarían para desplazarse.
Ante lo extraordinario de la situación, también la Comisión Europea ha pedido a distintas operadoras de móviles que le proporcionen datos anónimos para evaluar los desplazamientos y elaborar modelos sobre la evolución de los contagios. Una medida que ha encendido el debate sobre el derecho a la privacidad y los riesgos potenciales de una brecha en la protección de esos datos. En Eslovaquia, el nuevo Gobierno, que tomó posesión la semana pasada en medio de la enorme crisis, ha optado por rastrear, de manera temporal, los móviles de quienes sufren la Covid-19 para cerciorarse de que cumplen con la cuarentena.
En Polonia, el Gobierno ha escogido vigilar a quienes llegan del extranjero y deben guardar cuarentena en casa, a través de una aplicación móvil. El usuario tiene que enviar una foto (hay un sistema de reconocimiento facial) y responder a un mensaje del Gobierno. O más allá: en Bélgica, los principales operadores móviles pueden divulgar conversaciones telefónicas si las autoridades lo consideran para rastrear los contactos de las personas infectadas con coronavirus, gracias a una ley para evitar amenazas a la salud pública y la vida de las personas.
“En Europa, países como Italia, Austria o Bélgica están usando estas tecnologías para trazar el movimiento de personas durante la epidemia. En esos casos, la información es anónima, pero es importante asegurarse de que la vigilancia está restringida al momento de crisis. La situación es muy distinta en Israel, donde una nueva medida permite la vigilancia [del teléfono móvil] sin necesidad de una orden judicial, sin supervisión previa. El Estado puede abusar de esta medida, ya que no se sabe cuándo o cómo la están empleando”, ejemplifica Csaky, de Freedom House.
Restricciones e intrusiones que deben velar por que esa información sea anónima y protegida del uso comercial o gubernamental —por ejemplo del uso de las autoridades migratorias o fiscales— y hacerse con transparencia. En Canadá o la UE, estas medidas han generado un intenso debate. Sin embargo, remarca el abogado Koroteyev, en Estados de naturaleza democrática más vulnerable y donde no hay apenas cultura de la privacidad se han implantado sin apenas ruido. Pese a que estas fórmulas podrían no solo abrir una puerta, por ejemplo, a la represión de activistas y opositores, sino también dejar un poso permanente, advierte el jurista ruso, a quien le preocupa también que las autoridades se valgan de esos poderes especiales para usar la hospitalización forzada por razones poco claras, por ejemplo.
En el otro extremo, el uso de la vigilancia considerada intrusiva ha sido una de las claves de la reacción de Corea del Sur. El país, uno de los casos de éxito —al menos por el momento— en la lucha para domar al coronavirus, ha aplicado fórmulas estrictas que combinan pruebas para detectar la infección entre sus 52 millones de habitantes y el uso exhaustivo de la tecnología para rastrear los movimientos de los portadores y las personas de su entorno. Pero con una de las sociedades civiles más robustas de Asia y una sólida normativa legal sobre el uso de esos datos, una gran transparencia ante la población y una sociedad muy concienciada sobre la necesidad de luchar contra las epidemias, han hecho que apenas haya habido debate sobre el impacto de las medidas en las libertades civiles.
También Singapur, un país inicialmente entre los más afectados y con un régimen semi-autocrático, ha recurrido a técnicas tecnológicas de rastreo invasivo. Desde el empleo de detectives y equipos especialmente designados a localizar sospechosos de haberse infectado a videovigilancia. La última, una aplicación de descarga voluntaria, Trace Together (Rastreemos Juntos), con información encriptada y duración limitada, que registra la distancia entre usuarios y la duración de los encuentros. A través de estos métodos, el Gobierno del país de 5,7 millones de habitantes, ha realizado aislamiento selectivo a cerca de 8.000 personas —infectadas o no—. Pero los analistas observan que Acción Popular —que gobierna la isla desde su independencia en 1965—puede salir reforzado si la cesión de extra de libertades —Singapur ocupó el puesto 151 de 180 en el ranking de libertad de prensa de 2019 de Reporteros Sin Fronteras— resulta exitosa y el país evita el cierre total.
La crisis de salud pública provocada por la Covid-19, con más de 700.000 contagiados detectados en todo el mundo, se está convirtiendo también en alimento para los populismos y en una oportunidad para amasar más poder en manos de políticos de corte autoritario. Hungría, miembro de la Unión Europea, es uno de los casos que más alarma ha generado. Es el caso del primer ministro ultraderechista húngaro, Viktor Orbán, que primero asoció a los extranjeros y migrantes con la propagación del virus. Luego, como muchos otros países, declaró el estado de alarma. Ahora ha logrado que el Parlamento —en el que cuenta con una gran mayoría de dos tercios— dé luz verde a una extensión de esos poderes extraordinarios sin establecer una fecha límite. Básicamente le permitirá gobernar por decreto por tiempo indefinido sin establecer ningún control, tampoco parlamentario, al Ejecutivo.
La Comisión Europea y numerosos organismos internacionales llevan años advirtiendo de la deriva autoritaria de Orbán, que ha ido acaparando poder a costa de socavar el de las instituciones y el de la prensa independiente. En esta década, se ha enfrentado a Bruselas y a los jueces laminando el Estado de derecho amparado en su fuerte mayoría parlamentaria de dos tercios.
Ese afán por eliminar controles a su acción de Gobierno se ve con la emergencia del coronavirus. No solo porque la nueva ley no especifique un límite temporal, sino también por sus efectos en la libertad de prensa, en un país donde lleva años recortándose. El decreto de Orbán contempla penas de hasta cinco años de cárcel para quienes información falsa o distorsionada que “obstruya o evite la protección eficaz” de la población.
En Rusia la medida ya está en vigor —con nuevas multas que pueden suponer hasta 35.000 euros— y las autoridades han exigido a varios medios de comunicación que eliminen publicaciones sobre el coronavirus que su regulador estatal ha considerado información falsa. Uno de ellos es la radio independiente Eco de Moscú, que se ha visto forzada a eliminar de su web una entrevista con un conocido politólogo y comentarista que dudaba de la cifra oficial de contagiados de la Covid-19 y proporcionaba su propia estimación, mucho mayor. Turquía, Montenegro o Serbia han realizado ya varias detenciones e impuesto multas a personas que publicaron información que provoca “pánico y pone en peligro la seguridad” en las redes sociales.
Para algunos ciudadanos, la gigantesca crisis sanitaria y el temor al virus podrían justificar estas medidas en un momento tan complejo, comenta Rachel Denber, subdirectora de Human Rights Watch para Europa y Asia Central. Pero el riesgo es que estas medidas permanezcan y se normalicen una vez que la situación de alarma haya terminado, dice. Las secuelas en muchos aspectos serán grandes. El escenario que llegue ya no será el mismo que antes de la pandemia que está haciendo zozobrar al mundo.
China, victoria con un coste
Las duras medidas de China para luchar contra la propagación del virus le han permitido, al menos aparentemente, poder empezar a cantar victoria. Después de nueve semanas de estricto confinamiento, la provincia de Hubei, el foco inicial de la pandemia, ha comenzado a recuperar la libertad y los once millones de residentes de su capital, Wuhan, verán levantada su cuarentena el próximo día 8. Un éxito que los medios estatales chinos no han dudado en atribuir a su sistema político más autoritario como mejor equipado para responder ante una emergencia de tal calibre.
“Comparando las operaciones de prevención de la epidemia en China y otros países podemos ver claramente la firme ejecución del Gobierno chino”, publicaba el pasado día 9 el periódico Global Times, de corte nacionalista. “Esta capacidad de hacer corresponde a la gobernanza exhaustiva, efectiva y responsable del país, de la que el sistema de rendición de cuentas es una parte muy importante”, sostenía.
Pero el triunfo sobre el virus ha tenido un coste. Un informe de Reporteros Sin Fronteras denunciaba esta semana que la censura y el control de la información que ejerce China contribuyó en las primeras semanas a la expansión de la epidemia. Sin ellos, “los medios chinos habrían informado a la ciudadanía mucho antes de la gravedad de la epidemia de coronavirus, salvando así miles de vidas y evitando, quizás, la actual pandemia”, indica la ONG. Varios médicos que intentaron alertar sobre la situación fueron amonestados. Al menos tres personas que grabaron la situación en los hospitales de Wuhan al comenzar la crisis permanecen en paradero desconocido.
Para controlar el avance de la pandemia, numerosas provincias chinas han creado aplicaciones para el móvil que establecen los movimientos de sus dueños y determinan si han estado en contacto reciente con posibles infectados o en zonas de riesgo, para adjudicarles un código de salud. Si es verde, el usuario está sano. Si está rojo, debe cumplir cuarentena. Dada la obligación de las empresas tecnológicas de compartir datos con el Gobierno chino, el uso de estas aplicaciones, y lo que ocurra con ellas tras la pandemia, ha suscitado temores de que sirvan para acrecentar el control de Pekín sobre su población.
Con información de Paloma Almoguera desde Singapur.
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