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Columna
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La pandemia como coartada

El intento de acaparar poder amparándose en la emergencia por parte de algunos líderes políticos alerta del riesgo que corren las democracias en tiempos de vulnerabilidad como los actuales

María Antonia Sánchez-Vallejo
El primer ministro de Hungría, Viktor Orban, en el Parlamento, en Budapest, el pasado 23 de marzo.
El primer ministro de Hungría, Viktor Orban, en el Parlamento, en Budapest, el pasado 23 de marzo. Tamas Kovacs

El atropello de las instituciones que conforman la espina dorsal de nuestras democracias es siempre indicio de autoritarismo, y por eso dispara las alarmas. Pero arremeter contra las instancias que garantizan un Estado de derecho —con todas las deficiencias que se quiera, pero legalista— en circunstancias excepcionales como las que vivimos es, además, una muestra de indecencia. Amparados en la crisis del coronavirus —la pandemia como gran coartada—, algunos líderes políticos están dando un recital de impudicia.

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La Hungría de Orbán pretende extender sine die el estado de excepción para gobernar por decreto, y así poder meter en la cárcel, hasta cinco años, a aquellos periodistas que difundan noticias falsas —id est, las que él considere que lo son— sobre la Covid-19. En Israel, el Likud ha intentado secuestrar el Parlamento provocando un grave bloqueo en momentos en los que se necesita precisamente lo contrario, acciones de consuno. Ambos hechos suceden estos días, de los pocos que se sustraen —y no del todo— al coronavirus.

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Ambas maniobras son comprensibles viniendo como vienen de líderes fuertes, autoritarios, como Orbán, que puede sacar adelante su propósito gracias a la mayoría absoluta de que goza, o un Netanyahu que se resiste a perder el poder (y la inmunidad que conlleva) instrumentando arteramente la emergencia mediante una jugada maestra. Pero lo más grave es que llueven sobre mojado: sobre el terreno propicio de una creciente desafección democrática, abonado hoy por el miedo. El último estudio del Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge constata que la insatisfacción ciudadana con la democracia no ha dejado de aumentar en los países desarrollados desde 1995 —inicio de la investigación—, hasta alcanzar el año pasado un nada despreciable rango del 48% al 58%, según los 154 países objeto de la muestra. Desafección significa frustración, expectativas truncadas por la gran crisis de 2008 —y vértigo ante el abismo económico que viene—, un acre sentimiento de desubicación en el concierto, o desconcierto, global. La clase media abocada al mórbido declive de comunidades enteras. En esta prolongada depresión emocional y material, vivida como un extrañamiento forzoso ya antes del confinamiento, caen cual chaparrón sobre el desierto las baladronadas de estos líderes, máxime ante el incierto día después de la emergencia. Porque Orbán, Netanyahu, Bolsonaro y el resto de innombrables tienen más eco en una sociedad atenazada por el miedo.

Por eso, cuando se discute la pertinencia de las metáforas bélicas para glosar la lucha contra el virus, convendría remendar el lenguaje, tan disminuido tras lustros de bulos y posverdades. Reasumir, resignificándolas, palabras clave hace tiempo en desuso que nos harán más fuertes para superar la pandemia y esquivar los ardides de quienes intenten sacar provecho de ella: decoro, sacrificio, entereza, entrega, conmiseración, deber, disciplina... Desprovistas de todo sesgo religioso o militarista, simple y llanamente como ejercicios de autodefensa.

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