Los franceses, esos eternos descontentos
La movilización contra la reforma de las pensiones reabre el debate sobre la tendencia de la sociedad a protestar en la calle
“Francia es un paraíso poblado por gente que cree vivir en el infierno”. La lapidaria frase del escritor Sylvain Tesson resume una época y no deja de citarse estos días en que el mundo se pregunta de nuevo qué tiene este país para expresar regularmente su insatisfacción en la calle. Con protestas ordenadas y pacíficas, como las actuales contra la reforma de las pensiones. O violentas, como las de los chalecos amarillos hace un año.
Es la paradoja francesa: uno de los lugares con mayor bienestar y mejor protección social del planeta, uno de los más igualitarios y con menor tasa de pobreza y con mayor de esperanza de vida y tasa de fecundidad en Europa. Y, al mismo, un país donde los niveles de infelicidad son más elevados respecto a otros países comparables. El malaise —el proverbial malestar francés— es cíclico, viene y va. Pareció reducirse tras la inyección de optimismo que supuso la victoria de Emmanuel Macron en mayo 2017. Pero desde que hace un año estalló la revuelta de los chalecos amarillos —la Francia de las clases medias empobrecidas de provincias que se sentía despreciada por las élites de París y por Macron—, el pesimismo se ha instalado en el corazón de la sociedad.
“Somos más pesimistas que los demás países, pero, en cambio, las cosas nos van bien. Pero la cuestión no es tanto esta como la distancia entre nuestra apreciación y la realidad”, dice, en un café de París, el demógrafo Hervé Le Bras, autor de Se sentir mal dans una France qui va bien (Sentirse mal en una Francia que va bien). El país, por ejemplo, gasta el 34% de su PIB en prestaciones sociales, cinco puntos por encima de la media europea. Y, sin embargo, existe la percepción en un sector de que los sucesivos Gobiernos aplican recetas neoliberales para destruir este sistema.
¿Por qué, entonces, el malestar? “El ascenso social se ha frenado y los franceses son conscientes de ello”, responde Le Bras. A esto se añade la crisis del ideal republicano de la meritocracia, según el cual la educación abría el camino del progreso social y económico. Pero ya no es así. Y además, como han explicado los economistas Yann Algan, Pierre Cahuc y André Zylberberg, se consolida la percepción de que este es un país marcado por relaciones sociales “distantes y conflictivas”, una sociedad jerárquica y estratificada, “organizada en forma de pirámide”, sin espacio de la movilidad.
Le Bras menciona, para explicar la paradoja francesa de un país con un fuerte Estado de bienestar e infeliz, al pensador liberal del siglo XIX Alexis de Tocqueville, que señaló que la revolución de 1789 no ocurrió en un momento de miseria, sino después de décadas de mejoras que, sin embargo, se habían estancado. Es decir, las convulsiones históricas ocurrirían en momentos de un cierto bienestar pero con las expectativas de mejora estancadas. Tocqueville también explicó que, cuanto mayor es la igualdad, mayor es el descontento, “porque al no estar muy lejos de los demás [los ciudadanos] piensan que deberían ser iguales que los demás”, resume Le Bras. La cercanía alimentaría el resentimiento.
El economista norteamericano Arthur C. Brooks, profesor en la Universidad de Harvard, alude a sondeos que detectan “un alto nivel de envidia social en Europa en general y en Francia en particular”. “La envidia es un verdadero cáncer para la felicidad: si la buena fortuna de los demás te hace menos feliz, casi nada de lo que tengas será satisfactorio”, explica en un correo electrónico.
Nadie ha dado con la causa exacta del malestar, que no es exclusivo de Francia aunque en este país sea más agudo. Una mezcla de pesimismo y de nostalgia lo explicarían, según la economista Claudia Senik, coautora de Les français, le bonheur et l‘argent (Los franceses, la felicidad y el dinero). El ensayo señala otra particularidad francesa: la asociación entre felicidad y dinero. De ahí la centralidad, en el debate político, del concepto de poder adquisitivo, asociado al nivel educativo.
“Francia se siente particularmente inquieta sobre su destino colectivo”, escriben Senik y los coautores del ensayo, Yann Algan y Elizabeth Beasley. “Y, sin embargo, los franceses dicen estar mucho más satisfechos con su vida personal y sus relaciones con sus prójimos y su círculo privado”. La paradoja no tiene fin.
El miedo a la erosión de los derechos adquiridos
No es sólo el difuso malestar francés lo que explica las reiteradas explosiones de descontento en las calles de Francia. La tradición revolucionaria del país —1789, la Comuna…— y de movilizaciones sociales —Francia suele situarse en lo alto de los rankings de días de huelga por año— puede ayudar a entender la simpatía o comprensión que despiertan las protestas.
“Los franceses tienen la sensación de que las próximas décadas estarán marcadas por cada vez menos progreso y cada vez más retroceso social”, dice el veterano politólogo Jérôme Jaffré.
La oposición a la reforma que propone el presidente, Emmanuel Macron, tiene motivos muy tangibles: la unificación de los 42 regímenes de pensiones actuales puede significar una pérdida de derechos para muchos trabajadores. Y nadie cede gratis lo que ya tiene. "En Francia tenemos la cultura de los derechos adquiridos", dice Jaffré. "Los que se manifiestan y los que en los sondeos apoyan la huelga están diciendo: 'No nos gusta la sociedad que ustedes nos preparan, no nos gusta la sociedad a la que vamos. Porque es una sociedad de derechos individuales y no colectivos, donde cada uno está en competencia con los demás".
En otras palabras: los franceses no están infelices a pesar de que viven bien, sino precisamente porque viven bien y no quieren perderlo.
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