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LEYENDO AL PIE
Columna
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Las calles de enero

La designación de Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional venezolana desató un vendaval de suspicacias y recriminaciones

Ibsen Martínez
Manifestación en Caracas este lunes.
Manifestación en Caracas este lunes.FEDERICO PARRA (AFP)

Esta columna comenzó el año lúgubremente inclinada a creer, por muchas razones y al igual que una gran mayoría de los venezolanos, que la sanguinaria dictadura de Nicolás Maduro podría sostenerse aún mucho más tiempo en el poder.

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Pero los primeros días de enero trajeron noticias que han devuelto el ánimo combativo a una población que llegó a sentirse resignada a sucumbir ante el designio tiránico de una camarilla criminal que hasta ahora se ha mostrado invencible.

Un joven nacido en La Guaira, Juan Guaidó, para muchos de sus compatriotas casi un desconocido, aunque fuese ya muy curtido por más de una década de lucha contra la dictadura que Hugo Chávez delegó en Nicolás Maduro, asumió la presidencia de la asediada, pero nunca disuelta, Asamblea Nacional.

En cualquier país de régimen democrático, esta asunción de funciones directivas por un diputado electo, prevista en nuestras leyes y sancionada por un pacto de funcionamiento entre los partidos de oposición que integran mayoritariamente el Legislativo, habría sido cosa cotidiana, mero asunto de trámite y ceremonial.

Pero en la Venezuela actual, la designación de Guaidó como presidente del único organismo del Estado verdaderamente legítimo a los ojos de los ciudadanos de mi país y de muchos Gobiernos del mundo, desató un vendaval de suspicacias y recriminaciones.

Al parecer, una interpretación del libro de reglas recomienda que, puesto que, en virtud de una elección a todas luces fraudulenta, Maduro usurpa la presidencia, toca a la cabeza de la Asamblea Nacional asumir inmediatamente las máximas funciones del Ejecutivo y convocar a nuevas elecciones, libres y transparentes.

Sin embargo, Guaidó se ha guardado muy bien hasta ahora —muy atinadamente, digo yo— de incurrir en el error de creerse diputado del cantón de Neuchâtel, en Suiza. Sabe muy bien que preside el último bastión de legitimidad que le queda a un país asolado por un Gobierno forajido y asesino capaz de cualquier desafuero.

Acusado de ambiguo y vacilante, el diputado se ha conducido según la máxima atribuida a Richelieu: “No me saquen de mi ambigüedad que me confunden”. Y en lugar de decir “yo soy el presidente”, se ha dado a la tarea de promover cabildos abiertos a todo lo largo y ancho de Venezuela.

Lo esencial del mensaje de Guaidó en esos cabildos es la necesidad de subir a los militares al tren del descontento y lograr que el grueso de ellos dejen de obedecer a los narcogenerales. Ello explica el anuncio de un proyecto de ley que yo llamaría de “amnistía prepagada” ofreciendo garantías a los oficiales que ayuden a restituir la Constitución.

Los cabildos han tenido un éxito abrumador. La población se ha volcado hacia esta forma de deliberación activa que es a la vez un acto de desafío político masivo, consumado perfectamente dentro de la ley. Todo ello ha galvanizado a la masa opositora tan rápidamente que ha logrado dejar atrás a los contradictores más veloces del planeta Twitter.

Los esbirros de Maduro y Cabello obraron instintivamente y llegaron al extremo de secuestrar al diputado para impedir su asistencia a un cabildo en Vargas, su Estado natal. La cúpula chavista-madurista se retrajo del error poniendo en libertad a Guaidó y echando la culpa del atropello a los esbirros. No está mal como síntoma de una seria fractura en la cadena de mando.

Guaidó ha convocado para el miércoles 23 de enero un gran cabildo nacional que repudie al usurpador y, al mismo tiempo, exija su renuncia.

Habrá, también es seguro, una exhortación a los militares a desobedecer al usurpador y ponerse al lado de la Constitución. Es un inescapable y prudente paso político previo a la juramentación de Guaidó como presidente interino de Venezuela.

La fecha tiene para los venezolanos el valor simbólico de una efeméride fundacional: el 23 de enero de 1958 una insurrección popular, apoyada por un pronunciamiento militar, derrocó —al precio de trescientos muertos en las calles— al general Marcos Pérez Jiménez, el último dictador del siglo XX que padeció mi país.

No es agorero vaticinar que Maduro querrá de nuevo ensangrentar nuestras calles. ¿Viviremos esa fecha como el primer día del comienzo del fin?

Me respondo con la frase de Benjamin Constant: “Soy demasiado escéptico para ser, además, incrédulo”.

@ibsenmartinez

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