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Columna
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La marcha de las linternas (Búnker de la Fiscalía, Bogotá)

La ciudadanía ya no soporta –porque la ve en vivo y en directo y a las claras– la complicidad de los dueños del poder

Ricardo Silva Romero

Yo nunca había visto una marcha contra un fiscal. Había visto valientes protestas contra las injusticias colombianas de siempre: protestas de estudiantes, de profesores, de trabajadores, de mujeres, de indígenas, de segregados por su orientación sexual, de opositores arrinconados, de víctimas de las Farc, de víctimas de los paramilitares, de ciudadanos cansados del Gobierno y de la corrupción y de la guerra. Había visto aquí manifestaciones escalofriantes, de régimen fascista, contra las minorías: contra la comunidad LGBT o contra la paz. Pero “la noche de las linternas” ante el búnker de la Fiscalía en Bogotá, que sucedió el pasado viernes 11 de enero en varias ciudades de Colombia, es la causa nueva de una ciudadanía que ya no soporta –porque la ve en vivo y en directo y a las claras– la complicidad de los dueños del poder.

Que tienen la política a su servicio. Que tienen las noticias falsas a su servicio. Que tienen la justicia a su servicio.

Yo nunca había visto a “la gente” –ese comodín, esa queja, esa excusa: “la gente”– plantarse contra un fiscal como diciéndole “estamos cansados de temerle”: “Renuncie fiscal”, podía leerse en la noche del viernes pasado, en suficientes plazas del país, en carteles hastiados y urgentes iluminados por linternas. Porque, aun cuando los principales periodistas colombianos nos habían advertido este presente –de todas las maneras y en todos los tonos– desde que empezó a rumorearse que el curtidísimo Martínez Neira quería ser el fiscal, ha sido desolador el manejo que se le ha estado dando a la investigación de la máquina corruptora de Odebrecht y ha sido alarmante la manera como el establecimiento se ha ido reagrupando para legitimar los ataques del investigador a sus críticos.

Debería uno ya estar acostumbrado, pero fue particularmente repugnante e incriminatoria la campaña que se llevó a cabo desde las redes de los poderosos –ay, esos troles pagos que copian y pegan injurias en sus cuentas sin seguidores– para hacerles creer a propios y a extraños que las protestas ciudadanas contra el fiscal eran protestas montadas por los opositores del Gobierno, por los antiguos miembros de las Farc, por los seguidores de la candidatura presidencial del investigado senador Petro. Digo que fue “repugnante” porque era mentira, claro, pero además porque era la solución colombiana una vez más: la estigmatización para la deslegitimación. Ni la oposición, ni el petrismo, ni las Farc prepararon los plantones. Pero, ¿y si lo hubieran hecho, qué?: ¿no era ese su derecho?

¿Acaso el Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad y la Comisión Colombiana de Juristas no acaban de demandar ante el Consejo de Estado la elección de Martínez, con seriedad y rigor, porque “el actual fiscal no fue transparente durante el proceso de selección en el que resultó elegido”?

Digo que la campaña difamatoria contra las protestas fue también una campaña “incriminatoria”, pues se habló de ellas como de maniobras soviéticas para desestabilizar el país. Se difamó preventivamente a la izquierda, al expresidente Santos, a los medios. Y sí, en la marcha se lanzaron gritos temerarios y se quemó una bandera: para qué. Y –en inconveniente coincidencia– el excomandante Márquez, de esas Farc que le sirvieron a la peligrosa cohesión del establecimiento, salió a decir que había sido un error entregar las armas, y revivió la desconfianza y el horror. Pero detrás de las linternas sólo estuvo una ciudadanía cansada de que todo en Colombia sea escandaloso e inútil. Colombia es, de por sí, un escándalo. Pero “la gente” que salió a marchar no es “la masa” irredimible que citan los poderosos, sino la ciudadanía que se resiste a que este país sea un sino.

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