El hombre mediano asume el poder
¿Qué significa transformar lo ordinario en “mito” y darle el gobierno del país?
Desde el día 1 de enero de 2019, Brasil tiene como presidente a un personaje que jamás había ocupado el poder por el voto. Jair Bolsonaro es un hombre que no pertenece a la élite ni ha hecho nada excepcional. Ese hombre mediano representa a una gran parte de los brasileños. Hay que aceptar el desafío de entender qué hace ahí. Y con qué segmentos de la sociedad brasileña se ha aliado para diseñar un gobierno que reúne fuerzas distintas que se disputarán la hegemonía. Aunque existan varias propuestas y símbolos del pasado en la elección del nuevo presidente, la configuración que encarna Bolsonaro es inédita. En este sentido, él es una novedad. Una novedad difícil de tragar para la mayoría de los brasileños que no le votaron, que eligieron al candidato opuesto o votaron en blanco, nulo o simplemente no fueron a las urnas. Bolsonaro también encarna el primer presidente de extrema derecha de la democracia brasileña. El “desto” está en el poder. ¿Qué significa eso?
Cuando Luiz Inácio Lula da Silva llegó al Palacio del Planalto por primera vez, en las elecciones de 2002, después de tres derrotas consecutivas, fue un hito histórico. Los que estuvieron presentes en el discurso de la victoria en la Avenida Paulista, hubieran votado a Lula o no, entendieron que aquel momento marcaba un antes y un después. No habría vuelta atrás. Por primera vez, un obrero, un líder sindical, un hombre que hizo con su familia la peregrinación clásica desde el sertón seco del Nordeste hasta la industrializada São Paulo de hormigón, alcanzaba el poder. Alguien con el “ADN de Brasil”, como diría su biógrafa, la historiadora Denise Paraná.
El Lula que conquistó el poder mediante el voto era excepcional. Un “hombre del pueblo”, sin duda, pero excepcional. Un líder brillante, que comandó las huelgas del ABC paulista, la región industrializada del área metropolitana de São Paulo, a finales de la dictadura militar (1964-1985) y se convirtió en la figura central del nuevo Partido de los Trabajadores (PT), creado para disputar la democracia que volvía después de 21 años de dictadura. Independientemente de la opinión que cada uno pueda tener de él hoy, hay que aceptar los hechos: ¿cuántos hombres con la trayectoria de Lula se han convertido en Lula?
Lula era el mejor entre los suyos, el mejor entre aquellos que los blancos del Sur discriminaban con el mote de “cabeza plana”. Aunque su origen y trayectoria llevaban una enorme novedad al poder central de uno de los países más desiguales del mundo, la idea de que aquel que está considerado el mejor debe ser el escogido para gobernar atraviesa la política y el concepto de democracia. No se escoge a cualquiera para dirigir un país, sino a aquellos en los que se ven cualidades que los hacen capaces de realizar la esperanza de la mayoría. En este sentido, no era ninguna novedad. Cuando una parte de las élites se sintió presionada a compartir el poder (para mantenerlo), y después de la Carta al Pueblo Brasileño, firmada por Lula y en la que garantizaba la continuidad de la política económica, lo excepcional llegaba al Palacio del Planalto por medio del voto.
Lo que la llegada de Lula al poder hizo por Brasil y cómo eso influyó en el imaginario y la mentalidad de los brasileños es algo que merece todos los esfuerzos de estudio y análisis para que se alcance la justa dimensión. Pero una gran parte ya ha sido asimilada por quien ha vivido esos tiempos. Muchos ni siquiera perciben los efectos de lo que Lula representó solo por haber llegado al poder porque ya los han incorporado. Como dijo una vez el historiador Nicolau Sevcenko (1952-2014), en otro contexto: “Hay cosas sobre las que no debemos preguntar qué harán por nosotros. Ya lo han hecho”.
Marina Silva, derrotada en las últimas tres elecciones consecutivas, en las que cada vez ha perdido más capital electoral, sería otra representante inédita de una parte de la población que nunca ha ocupado la silla más importante de la República. A diferencia de Lula, como ya escribí en este espacio, Marina encarna a otro amplio segmento de brasileños, mucho más invisible, representado por los pueblos de la selva. Carga en su cuerpo quebrantado por contaminaciones y enfermedades que ya no deberían existir en Brasil una experiencia de vida totalmente diferente de alguien como Lula y otros pobres urbanos. Pero ese es el pasado de Marina.
Cada brasileño conoce a varios Jair Bolsonaro, o tiene a uno en la familia
Una mujer negra que se alfabetizó a los 16 años y trabajó como empleada doméstica después de dejar el cauchal en la selva amazónica, emprendió la búsqueda por el conocimiento académico y hoy habla más como una intelectual de la universidad que como una intelectual de la selva. También dejó la Iglesia Católica vinculada a la Teología de la Liberación para convertirse en una evangélica genuina, de aquellas que viven la religión en su día a día, en lugar de instrumentalizarla en las elecciones, como hacen tantos pastores neopentecostales. Si Marina hubiera conseguido llegar al poder, representaría toda esa compleja trayectoria, pero también encarnaría una excepcionalidad entre los suyos. ¿Cuántas mujeres con la trayectoria de Marina se han convertido en Marina?
Jair Bolsonaro, hijo de un dentista formado en la práctica del interior del estado de São Paulo, oriundo de una familia que podría definirse como de clase media baja, no representa solo a un estrato social. Representa más bien una visión de mundo. No hay nada de excepcional en él. Cada uno de nosotros ha conocido a varios Jair Bolsonaro en su vida. O tiene un Jair Bolsonaro en la familia.
En la campaña, Bolsonaro no debería parecer mejor que sus electores, sino igual
Durante las varias fases republicanas de Brasil, las candidaturas y los candidatos se acordaron entre las élites que se disputaban el poder, o fueron el resultado de una disputa entre ellas. El presidente de Brasil más popular del siglo XX, Getúlio Vargas (1882-1954), que durante parte de su trayectoria política también fue un dictador, era un estanciero, hijo de la élite gaucha. Aunque durante la República haya habido algunos presidentes solo medianos, eran por norma hombres oriundos de algún tipo de élite o fortalecidos por ella.
Lula fue una excepción. Y Bolsonaro es una excepción. Pero representan dos opuestos. No solo por uno ser de centroizquierda y el otro de extrema derecha. Sino porque Bolsonaro rompe con la idea de excepcional. En lugar de votar al que reconocen como detentor de cualidades superiores, que lo habilitarían a gobernar, casi 58 millones de brasileños eligieron a un hombre que se parecía a su tío o su primo. O a sí mismos.
Esa disposición de los electores fue bastante explotada por la exitosa campaña electoral de Bolsonaro, que apostó por la vida “ordinaria”, falseando el día a día prosaico, la improvisación y el apaño en la comunicación del candidato con sus electores por las redes sociales. Bolsonaro no debería parecer mejor, sino igual. No debería parecer excepcional, sino “común”.
Después de resultar elegido, mantuvieron la misma estrategia, como la desordenada mesa del desayuno con la que recibió a John Bolton, el Consejero de Seguridad Nacional del presidente estadounidense Donald Trump. En este sentido, Bolsonaro nunca podrá considerarse el “Trump brasileiro”. Trump, además de pertenecer a una parte muy particular de la élite estadounidense, tiene una trayectoria destacada. Bolsonaro no. Como militar, solo se hizo notar por romper las reglas al quejarse del valor de los sueldos en una entrevista a la revista Veja. Como parlamentario durante casi tres décadas, consiguió aprobar solo dos proyectos de ley. Se le conocía más por ser un personaje burlesco y follonero.
Cuando el payaso Tiririca salió elegido diputado federal, por ejemplo, su gran resultado se interpretó como la prueba de que había que hacer una reforma política con urgencia. Pero Tiririca fue un gran payaso. En un mundo difícil para la profesión desde la decadencia de los circos, Tiririca consiguió encontrar un camino en la televisión, hacerse un nombre y ganarse la vida. No es poco.
“Yo no soy nadie aquí”, afirmó en 2011
Bolsonaro no. Su gran hazaña fue ser elegido diputado y conseguir que lo siguieran eligiendo diputado. A continuación, poner a todos sus hijos en la senda de esta profesión sumamente rentable y con muchos privilegios. La “familia” Bolsonaro se ha convertido en un clan de políticos profesionales que, en estas elecciones, ha conseguido un número asombroso de votos. Pero no por tener proyectos e ideas excepcionales.
El nuevo presidente de Brasil se ha pasado casi tres décadas siendo un político de lo que en el Congreso brasileño se denomina “el bajo clero”, un grupo que hace bulto pero que no tienen influencia ni planea las grandes decisiones. El apodo es una alusión injusta al clero religioso que hace un trabajo de hormiguita, el más difícil y persistente, siempre peligroso, en el mundo de las iglesias. El propio Bolsonaro ya comentó una vez que no tenía prestigio. Cuando disputó la presidencia de la Cámara de los Diputados, en 2017, solo obtuvo cuatro votos de los más de 500 posibles. “Yo no soy nadie aquí”, afirmó en un discurso en el pleno, en 2011.
En los últimos años, los diputados del “bajo clero” del Congreso han descubierto su fuerza y también cómo enriquecerse uniéndose a favor de los intereses que les benefician. O simplemente chantajeando con su voto. Bolsonaro es de esa estirpe. Si ocupaba algún lugar en el Congreso, era el de bufón. Hasta hace un año, pocos creían que podría ser elegido presidente. Parecía imposible que alguien que decía las barbaridades que decía pudiera ocupar el cargo máximo del país.
La masa que fue a ver la investidura gritaba: “¡WhatsApp! ¡Facebook!”
Lo que se dejó de percibir fue que casi todos tenían un tío o un primo exactamente como Bolsonaro. Muy pronto esa evidencia quedó patente en los almuerzos de domingo o en las fechas festivas de la familia. Pero, aun así, parecía solo una continuación de lo que las redes sociales ya habían anticipado, al revelar lo que realmente pensaban personas que hasta entonces parecían razonables. Se dejó de ver, quizá por negación, cuán numeroso era ese contingente de personas. Los prejuicios y los resentimientos reprimidos en nombre de la convivencia se liberaban y fortalecían por el comportamiento de grupo de las burbujas de internet. Las redes sociales permitieron que los reprimidos se “desreprimieran”, un fenómeno que benefició mucho a Bolsonaro.
Los gritos de las personas que ocuparon el césped de la Explanada de los Ministerios, en Brasilia, constituyen la parte más reveladora de la investidura de Bolsonaro, el día 1 de enero. Eufórica, la masa chillaba: “¡WhatsApp! ¡WhatsApp! ¡Facebook! ¡Facebook!”. Quien quiera comprender este momento histórico tendrá que pasar años dedicado a analizar la profundidad contenida en el hecho de que los electores griten el nombre de una aplicación y de una red social de internet, ambas de Mark Zuckerberg, en la investidura de un presidente que las eligió como canal directo con la población y, a eso, le dio el nombre de democracia.
Bolsonaro representa, sí —y mucho— a un tipo de brasileño que se sentía arrinconado desde hacía bastante tiempo. Y particularmente en los últimos años. Y que está dentro de cada familia, cuando no es la familia entera. A todas las familias les gusta pensar que son diferentes o, por lo menos, mejores (o peores, según el punto de vista) que las demás. La experiencia de una confrontación política determinada por los afectos —odio, amor, etc.— en estas elecciones ha dejado marcas profundas.
Bolsonaro representa, principalmente, al brasileño que en los últimos años ha perdido privilegios
Si no engendrase tantas posibilidades destructoras para el país, el fenómeno Bolsonaro sería bastante fascinante como objeto de estudio. Sugiero algunas hipótesis para entender cómo el mediano entre los medianos se ha convertido en el presidente de Brasil. Los sondeos de intención de voto mostraron que Bolsonaro era el preferido especialmente entre los hombres, y especialmente entre los blancos, y especialmente entre los que cobran más. Eso no significa que no haya conseguido muchos votos entre las mujeres, los negros y los que cobran menos. Si así fuera, Bolsonaro no habría salido elegido. Incluso en el Nordeste, la única región de Brasil en la que perdió frente a Fernando Haddad en la segunda vuelta, Bolsonaro obtuvo un resultado significativo.
El nuevo presidente representa, principalmente, al brasileño que en los últimos años ha sentido que perdía privilegios. No siempre los privilegios se entienden bien. No se trata solo de poder de compra, lo cual es determinante en unas elecciones, sino de lo que asienta una experiencia de existir, lo que hace que el que camina sienta que pisa tierra más o menos firme, conozca las señales y entienda cómo moverse para llegar adonde necesita llegar.
Varias irrupciones han perturbado este sentimiento de caminar por territorio conocido, en especial para los hombres blancos y heterosexuales. Las mujeres les han dicho con un énfasis inédito que ya no pueden hacer gracietas por la calle ni asediarlas en el trabajo o en ningún lugar. La violencia sexual ha sido expuesta y reprimida. La violencia doméstica, casi tan común como el arroz con frijoles (“una palmadita no duele”) se ha confrontado con la Ley Maria da Penha. Afirmar que una mujer está “mal follada” se ha convertido en un comentario inaceptable de un neandertal.
En la misma dirección, los miembros de la comunidad LGBTI se han hecho más visibles al exigir sus derechos, entre ellos el de existir, y han pasado a denunciar la homofobia y la transfobia. Figuras públicas como la historietista Laerte Coutinho se han declarado mujeres sin operarse para sacarse el pene. Lo que está entre las piernas ya no define a nadie. Y la posición de hombre heterosexual en lo alto de la jerarquía nunca se ha cuestionado tanto como en los últimos años.
Tanto es así que, como reacción, han surgido propuestas como la de crear el “Día del Orgullo Heterosexual” o el “Día del Hombre” y hasta el “Día del Blanco”. No tiene sentido crear fechas para quien tiene todos los privilegios, pero las propuestas indican que la pérdida de estos privilegios en particular hace tambalear el mundo de quien siempre ha tenido la colección completa de ventajas como derechos inalienables.
En su discurso, Bolsonaro prometió “liberar” a Brasil de lo “políticamente correcto”
Lo que la mayoría de los hombres entendían como derecho —decir lo que quisieran, especialmente a una mujer— ya no es posible. “Ya no se puede decir nada” se ha convertido en una frase clásica en boca de estos hombres. Los ya tradicionales chistes de “maricones”, un tema clásico de fortalecimiento de la identidad de macho, se han vuelto inaceptables. Lo “políticamente correcto”, que Bolsonaro y sus seguidores tanto atacaron en las elecciones, se ha interpretado como una agresión directa a los privilegios que se consideraban derechos.
Para un hombre pobre, ya sea blanco o negro, despotricar contra los gais y/o las mujeres en el día a día puede ser la única prueba de “superioridad”, mientras enfrenta la masacre diaria de una jornada extenuante y mal pagada. Bolsonaro lo entendió muy bien. En su discurso para la población aglomerada en la Plaza de los Tres Poderes, el pasado martes, el presidente recién investido presentó el combate a lo “políticamente correcto” como una de las prioridades de su gobierno. No la espantosa desigualdad social, que hasta los presidentes conservadores creían que era bueno citarla, sino la necesidad de “liberar” a la nación del yugo de lo “políticamente correcto”.
Ya al principio de su discurso, Bolsonaro afirmó: “Con humildad y honor me dirijo a todos ustedes como presidente de Brasil y me presento ante toda la nación hoy como el día en que el pueblo empezó a liberarse del socialismo, a liberarse de la inversión de valores, del gigantismo estatal y de lo políticamente correcto”.
Son esos brasileños “encadenados” los que votaron para retomar sus privilegios, incluyendo el de ofender a las minorías, como su representante hizo durante toda su carrera política y también en la campaña electoral. Para muchos, el privilegio de volver a tener de qué hablar en la mesa del bar, o de que la sobrina empoderada y feminista no lo reprima en el almuerzo de domingo.
Además, las cuotas raciales en las universidades y el Estatuto de Igualdad Racial, conquistas de los movimientos negros reconocidas por los gobiernos del PT, alcanzaron de lleno los privilegios de raza, tan enraizados como los privilegios de clase y de género en Brasil, puede que hasta más.
Los negros empezaron a no aceptar pasivamente ser mayoría en las peores estadísticas, a tener menos de todo, así como a morir más y más temprano. De este enfrentamiento viene la frase que no tiene ningún contacto con la realidad pero que repiten con persistencia Bolsonaro y sus seguidores: que “el PT se inventó los conflictos raciales”. Está claro que, mientras los negros siguieran aceptando su lugar subalterno y mortífero en la sociedad brasileña, no habría conflicto. Pero esa época ha terminado e incluso espacios que parecían reservados solo a los hijos de los blancos, como las carreras más disputadas de las universidades públicas, empezaron a ser ocupados por negros.
Para las familias, especialmente las blancas, otro cambio alcanzó de lleno un privilegio arraigado que está en la formación de Brasil y que se alteró poco con la abolición de la esclavitud negra. A principios de la segunda década de este siglo, la “PEC (Propuesta de Enmienda Constitucional) de las Empleadas Domésticas” le dio a ese gremio, formado mayoritariamente por mujeres, la mayoría negras, derechos laborales que otros gremios ya tenían desde hacía décadas, pero que a ellas siempre les fueron negados, como el límite de la jornada laboral.
El odio de los bolsonaristas se expresa no por la acción, sino por la reacción: la de quien se defiende de lo que cree que es un ataque
Eso hizo que muchas familias de clase media temieran no poder mantener a su esclava contemporánea haciendo todo el servicio dentro de casa y/o cuidando a sus hijos por un número de horas ilimitado. Esa medida afectó profundamente a las mujeres blancas de clase media, todavía hoy responsables en gran medida por la administración doméstica, a pesar de los avances feministas. Las quejas ocupaban todos los espacios. Los derechos de las empleadas domésticas se comprendían como privilegios, cuando en realidad lo que estaba en juego era el privilegio de las mujeres blancas de poder explotar a una mujer negra para que hiciera el servicio doméstico.
Los derechos de género, clase y raza están conectados. El reconocimiento de estos derechos y la ampliación del acceso de los negros a espacios que hasta entonces estaban reservados a los blancos tuvo un gran impacto en el resultado electoral y también en el sentimiento anti-PT. El odio de los bolsonaristas se expresa no por la acción, sino por la reacción: la de quien se defiende de lo que cree que es un ataque. También por eso sienten que es legítimo lanzar las peores y más violentas palabras contra el otro. Creían —y todavía creen— que solo se están defendiendo, lo cual, en su visión de mundo, justificaría cualquier violencia. También por eso, el otro es el enemigo y no el oponente.
Cuando Bolsonaro asume el poder, este hombre siente que también vuelve a gobernar un mundo que ya no entendía
Pero ¿qué ataque creen que sufren? La suspensión de privilegios que consideraban derechos, agudizada por el desamparo que provocan una crisis económica y la amenaza del desempleo. Son gente —principalmente hombres, heterosexuales y blancos— que, en los últimos años, ha visto el suelo desaparecer bajo sus pies. Excluidos de las élites intelectuales, presionados a ser “políticamente correctos” porque los otros sabían más que ellos, ridiculizados en su masculinidad fuera de época, atemorizados por las mujeres incluso dentro de casa, reaccionan. Como se sienten débiles, reaccionan con una fuerza desproporcionada.
Estos brasileños no quieren un hombre mejor que ellos en la presidencia. Lo que quieren es un hombre igual que ellos en el gobierno. En una época en que hasta las metáforas se literalizan, Bolsonaro les devuelve —literalmente— lo que sienten que se les quitó. Al asumir el poder, Bolsonaro muestra que el orden del mundo vuelve a la “normalidad”. Con Bolsonaro, ellos también vuelven a gobernar sus propias vidas, sin que se les cuestione ni tengan que cuestionarse temas tan espinosos como, por ejemplo, la sexualidad y su sitio en la familia y en la sociedad.
Son principalmente hombres, pero también son mujeres que sienten que la opresión es un precio bajo que hay que pagar para volver a un territorio que, aunque sea asfixiante, es conocido y presuntamente más seguro en un mundo movedizo. Son brasileños que pertenecen a diferentes religiones, pero la votación más expresiva que recibió Bolsonaro fue la de los evangélicos. Las iglesias evangélicas neopentecostales han multiplicado el número de fieles y aumentado su representación en el Congreso en los últimos años, encarnando uno de los cambios culturales —y políticos— más importantes de Brasil.
Como dijo Bolsonaro en su discurso a las masas, justo después de ser ungido con la banda presidencial: “No podemos dejar que ideologías nefastas dividan a los brasileños. Ideologías que destruyen nuestros valores y tradiciones, destruyen nuestras familias, el pilar de nuestra sociedad. Podemos, yo, usted y nuestras familias, todos juntos, restablecer los estándares éticos y morales que transformarán nuestro Brasil”.
Bolsonaro se convierte en héroe porque enfrenta lo “políticamente correcto” y libera los sentimientos reprimidos de sus iguales
Como se sentían burros ante la intelectualidad académica que siempre los miró por encima del hombro, los bolsonaristas adoptaron sus propios intelectuales. Que también los adoptaron de vuelta, como hizo Olavo de Carvalho, que, gracias a ello, se ha convertido en un autor de superventas y ha pasado a ejercer su autoproclamado “anarquismo” de forma bastante interesante.
Bolsonaro se convierte entonces en aquel que “no tiene miedo de decir lo que piensa” o “el que dice la verdad”. Bolsonaro se convierte en héroe porque enfrenta lo “políticamente correcto” y libera los sentimientos reprimidos de sus iguales. Ellos, que empiezan a sentirse unos mierdas ante mujeres cada vez más asertivas y negros que ya no aceptan ocupar un lugar subalterno, pueden volver a mentir diciendo que los privilegios son derechos y afirmar que esta es “la verdad”. Bolsonaro predica “transformación”, pero solo ha resultado elegido porque su propuesta de “cambio” trabaja con la ilusión del retorno. Esta “nueva derecha” entiende muy bien los deseos de una parte de los hombres desesperados de esta época.
En el intento de volver a un pasado que ya no puede ser, incluso con Bolsonaro en el poder, los privilegios perdidos se tildan de “ideología”. Los que lo ideologizan todo, incluso la orientación sexual y las religiones ajenas, culpan a la ideología de todo. Si no les gustan los hechos, como el calentamiento global, los transforman en “ideología marxista”. Convierten lo “políticamente correcto” en una palabrota. Cualquier límite se convierte en un ataque a la libertad, en especial la libertad de ser violento. Llaman “comunistas” o “izquierdistas” a todos los que indican la necesidad de establecer límites, como si ambas palabras significaran una especie de pecado capital.
Bolsonaro y sus seguidores corrompen la realidad y afirman su mediocridad como valor
Como se sentían oprimidos por conceptos que no entendían, los bolsonaristas descubrieron que podrían dar a las palabras el significado que les conviniera porque el grupo los respaldaría. Y, gracias a las redes sociales, el grupo los respalda. El significado de las palabras lo da la cantidad de “me gusta” en las redes sociales. Vaciadas de contenido, historia y consenso, vaciadas incluso de las contradicciones y las disputas, las palabras se convierten en gritos, en fuerza bruta.
Y, así, un hombre mediocre como Bolsonaro se transforma en “mito”. Amenazados con perder la diferencia que les garantiza privilegios que ya no pueden tener, Bolsonaro y sus seguidores corrompen la realidad y afirman su mediocridad como valor. Macho. Blanco. Todo un hombre.
Pero ¿es este el brasileño que llega al poder con Bolsonaro? En parte, sí. Pero en parte, no. Esta es la trama que veremos a partir de ahora. Hacerse adulto no es solo una condición biológica. En un sentido más amplio, es reconocer tus límites y responsabilizarte de tus propias decisiones. Bolsonaro, claramente, es un niño caprichoso y maleducado que necesita la aprobación de los mayores.
Al vislumbrar que Bolsonaro podría ganar las elecciones, varios grupos de la élite se aproximaron y respaldaron su candidatura. Cada uno con su propio proyecto. Está Paulo Guedes, el ultraliberal ambicioso e intoxicado por su propia importancia que quiere hacer historia dirigiendo el superministerio de Economía. Está Sergio Moro, el juez que ha mostrado que puede saltarse la ley siempre que estorbe su proyecto personal, porque cree que su proyecto personal es público y cree saber lo que es mejor para la nación, como creen todos los que se consideran superiores o, incluso, superhéroes.
¿Cómo el niño Bolsonaro va a lidiar con las disputas en el mundo de los adultos?
Están los representantes de la “agroindustria”, área que en Brasil se confunde con crímenes como grilagem (robo) de tierras públicas y conflictos agrarios que causan decenas de asesinatos todos los años. Avaladores del gobierno del expresidente Michel Temer y también de la candidatura de Bolsonaro, los ruralistas no solo están en el Gobierno, sino que “son” el Gobierno.
Este grupo permitirá que se explote la Amazonia —soja, ganado y extracción— y que se hagan grandes obras. Eso significa, entre otras medidas, cambiar o “regularizar” la Constitución para permitir que las tierras públicas que solo los indígenas pueden usufructuar o las tierras colectivas de los quilombolas (descendientes de esclavos rebeldes) sean explotadas por grupos privados. Una de las primeras medidas de Bolsonaro tras ser investido ha sido la de transferir la demarcación de tierras indígenas y tierras de quilombolas al Ministerio de Agricultura. Ya el primer día, Bolsonaro ha entregado el futuro de la selva y del cerrado a los que lo destruyen.
En el escalón más subalterno, está un ministro del Medio Ambiente condenado por destruir el medio ambiente, un ruralista escogido por los ruralistas. Está una ministra de la cuota evangélica que cuidará de temas tan amplios como los derechos humanos, las mujeres y los indígenas, a partir de una lectura literal de la Biblia. Está un ministro de la Ciudadanía que será responsable también del área de Cultura, pero ya ha afirmado que no entiende nada del tema.
Están también los ministros de la cuota afectiva de Bolsonaro, como el canciller Ernesto Araújo, que se ha atribuido la tarea de construir la base intelectual de la ideología de Bolsonaro. En un artículo publicado en una revista estadounidense, el diplomático que parece despreciar la diplomacia presentó una especie de nacionalismo religioso: “Dios a través de la nación”. Y está el ministro de Educación que cree que el golpe que llevó a Brasil a 21 años de dictadura tiene que celebrarse. Borrar la historia, sacrificando los hechos en nombre de la ideología, es una de las misiones del gobierno de Bolsonaro.
Y está, finalmente, el que quizás es el grupo más significativo, compuesto por siete militares que ocupan puestos clave en el gobierno. No siempre estos grupos están de acuerdo sobre qué es mejor para Brasil. Es probable que en algunos puntos estén en profundo desacuerdo. ¿Cómo va a lidiar con esta disputa de adultos el niño Bolsonaro?
¿Cómo va a enfrentarse a la realidad el niño mimado, ahora que la campaña ha terminado? ¿Qué pasará cuando la corrosión de los días amenace la pasión de las masas? Y, en el lado opuesto, ¿cómo lidiarán los adultos con el niño caprichoso cuando no pueda ser manipulado —o cuando lo esté manipulando el grupo adversario— y amenace su proyecto de poder? ¿Cómo se hará esa negociación? ¿Qué riesgo hay de ruptura?
Como todo mediocre, Jair Bolsonaro se llena la boca de ignorancia como si fuera sabiduría. Pero, también como todo mediocre, en el fondo, muy en el fondo, sospecha que es mediocre. Y busca desesperadamente la aprobación de los adultos.
Por ahora, Bolsonaro está encantado de tener a un intelectual de la Escuela de Chicago que le dice lo especial que es. A un héroe de la Operación Lava Jato que lo elogia. Y, principalmente, a generales que saludan a un capitán. Pero la realidad es implacable con las ilusiones.
Para aumentar la posibilidad de que se produzcan conflictos, está también la familia de Bolsonaro, con su trío de principitos, esta vez mimados por el padre, que todavía llama “niños” a unos chicarrones que no tienen límites. Extasiados con el poder, ya han demostrado que les encanta tener audiencia y que la pueden liar gorda. Como padre típico de este momento histórico, Bolsonaro protege a sus niños. En este caso, de su propia mediocridad. Los Bolsonaro Junior parecen estar seguros de que son excepcionales y que la realidad se va a doblegar a su voluntad. Si no se doblega, siempre pueden llamar a “un cabo y un soldado” para que les hagan el trabajo.
El experimento de Brasil que ahora empieza es fascinante. Aunque solo si viviéramos en Marte y si la mayor selva del planeta no estuviera amenazada. En algún momento, Jair Bolsonaro se mirará al espejo y verá solo a Fabrício Queiroz, policía militar y exasesor de su hijo, que no consigue explicar de dónde viene el dinero que ingresó en la cuenta de la primera dama. En algún momento, Jair Bolsonaro podrá mirarse al espejo y solo verá la imagen más exacta de sí mismo. Perseguido por la verdad que no podrá denominar fake news, correrá hacia las calles para oír a los Queiroz que gritan: “¡Mito! ¡Mito! ¡Mito!”. Pero los gritos se los puede tragar la realidad de los días. Entonces sabremos, en toda su magnitud, qué significa Bolsonaro en el poder.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes – o Avesso da Lenda, A Vida Que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma Duas. Sitio web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum/ Facebook: @brumelianebrum
Traducción de Meritxell Almarza
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