Sodoma y Colombia
Colombia sigue siendo un archipiélago a la deriva, un reguero de islas juntadas, cosidas, religadas por la violencia
Colombia sigue siendo un archipiélago a la deriva, sigue siendo un reguero de islas juntadas, cosidas, religadas por la violencia. El miércoles 19 de septiembre de este 2018 —alguna vez 2018 sonó a futuro, pero esto es lo mismo de siempre— funcionarios de la Secretaría de Seguridad de Medellín clausuraron el retorcido Museo Pablo Escobar que administra el hermano del verdugo: lo cerraron de golpe, bajo la mirada de siete turistas extranjeros que sólo querían hacer el famoso narcotour de 40 dólares certificado por TripAdvisor —y de paso ver la moto que salvó a James Bond en La espía que me amó—, y luego fue sellado por no cumplir con ciertas normas, por no tener los documentos requeridos por la ley, por celebrar la balada de un hampón capaz de poner una bomba en un avión y en un barrio de familia y un hotel.
El jueves 20 de septiembre de este año, que al parecer está sucediendo en el pasado, el líder del partido de las antiguas FARC invitó en su cuenta de Twitter al primer Festival de los humildes en homenaje al Mono Jojoy, aquel delirante comandante de boina que se inventó los campos de concentración de secuestrados, que llegó a acumular 64 órdenes de captura como 64 medallas, que planeó tantas tomas y tantas masacres escondido detrás de una revolución financiada por las drogas. Por supuesto, la tribuna de la opinión pública dejó constancia de su repugnancia y de su indignación, como lo hizo ante el museo del capo de la mafia convertido en ícono de camisetas, cuando se enteró de la fiesta en honor de Jojoy, y más bien celebró los ocho años de la operación militar —la Operación Sodoma— en la que el guerrillero fue “dado de baja”.
Porque esto es un archipiélago. Hay una Colombia en la que aún se recuerda a Pablo Escobar como a un Robin Hood hastiado del cinismo de nuestra clase política, y otra en la que se sigue viendo al tal Patrón como un sociópata megalómano que derrotó a una cultura, y otra más en la que todavía se piensa en aquel hombre como el karma de una sociedad ilegítima. Hay una Colombia en la que se celebra la muerte del Jojoy con los dientes apretados, y otra en la que desesperadamente trata de narrarse el horror con la esperanza de conjurarlo, y otra más en la que se festeja con lágrimas en los ojos “la lucha por los humildes” de un alias con patas que no se lo pensaba dos veces antes de ordenar una matanza. Somos mil islas desde La Guajira hasta el Amazonas, desde el Pacífico hasta Venezuela.
Y en este archipiélago están sucediendo, al mismo tiempo, el Lejano Oeste y la Modernidad y la Edad Media y la Prehistoria y el futuro.
Hay algo en común en estos países dentro del país: desde cada esquina de Colombia se desea, se reclama, se exige respeto por las víctimas. Pero si queremos que todas las víctimas sean reparadas y enaltecidas, entonces —aun cuando los procesos de paz de los unos sigan siendo derrotas para los otros, aun cuando las operaciones militares sean remplazadas por los diálogos para frenar el desangre— es fundamental que todos los victimarios sean vistos tal como son, y nos atengamos, si no a las enunciaciones de la ley, por lo menos a las definiciones del diccionario. Verdugo es quien planta bombas, quien monta campos de concentración, quien usa un cargo público para someter a los otros. Verdugo es el guerrillero, el paramilitar, el militar que masacra así tenga en mente el bien de su patria.
Si queremos que los libros de historia y las comisiones de la verdad no cuenten un pasado que va a seguir pasando, si la idea llega a ser asumir este país como uno solo a ver qué pasa, habrá que aceptar que aquella crueldad “por el futuro de Colombia” ha sido el mar que ha unido a este archipiélago con Dios pero sin ley.
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