El legado del caos de Trump
El presidente de EEUU dejará un poder judicial y un Tribunal Supremo fuertemente sesgados hacia la extrema derecha
Nada está escrito sobre el futuro del imperio del caos. Cabe perfectamente una aplastante derrota republicana en las elecciones de medio mandato, el próximo 6 de noviembre, en las que se renuevan la Cámara de Representantes entera y un tercio del Senado. También está dentro de lo posible, aunque sea poco probable, que Trump no resista el asedio al que le tiene sometido el fiscal especial Robert Mueller, encargado de averiguar las interferencias del Kremlin en la campaña que le aupó a la Casa Blanca en detrimento de Hillary Clinton.
Estos son los escenarios soñados por los demócratas, que quisieran someterle al impeachment o destitución parlamentaria, o al menos cerrarle el paso al segundo mandato que todo presidente en ejercicio suele proponerse y tener al alcance de la mano. Aunque así fuera, Trump ha cubierto hasta ahora, en los 18 meses de su presidencia, una gran parte de los objetivos para los que fue elegido por el Partido Republicano, que le ha seguido apoyando sin desfallecer, a pesar de las tensiones y reticencias, más aparentes que reales, respecto a sus incorrecciones, sus groserías, sus decisiones contraproducentes y sus abusos de poder.
Hay una parte de su acción presidencial, más de desgobierno que de gobierno, que puede ser reversible o corregible en un futuro próximo por un presidente o un Congreso demócratas. Pero hay una huella que perdurará durante décadas y difícilmente podrá ser revertida, por más esfuerzos que puedan hacer sus sucesores, tanto en el interior del país como en el mundo que hasta ahora ha liderado y moldeado.
En cuanto al protagonismo global, será difícil la recuperación del liderazgo y del orden mundial, tras el caos introducido con la ruptura de la multilateralidad, el proteccionismo comercial, la reversión de alianzas en favor de líderes autoritarios y el apoyo a los populismos disruptivos. Y en cuanto a la sociedad estadounidense, donde más se notará el paso de Trump será en la transformación del poder judicial con el nombramiento de jueces ultraconservadores, especialmente para los puestos vacantes en el Tribunal Supremo.
Esta parte de la acción trumpista, además, es la única en la que el caótico magnate se ha sometido a la disciplina de un trabajo sistemático, guiado por el cálculo estratégico e incluso una cierta filosofía del derecho. La tarea de selección y nombramiento es especialmente trascendente y de efecto de largo alcance cuando se trata del Supremo, pero también produce enorme efectos en la jurisprudencia y, por tanto, en la evolución de las costumbres, con los nombramientos para cubrir vacantes en los 800 puestos de magistrados de distrito y los 200 de los tribunales de apelación.
Seleccionar jueces
Con la tarea de seleccionar jueces, entrevistarlos y luego nombrarlos, Trump no tan solo trabaja, sino que también disfruta. Es una función parecida a la que ejercía en El aprendiz, el concurso televisivo en el que examinaba y despedía candidatos, aunque ahora pertenecen a una clase profesional a la que ha tratado y sufrido durante su carrera como empresario inmobiliario constantemente involucrado en pleitos y litigios.
Según Jeffrey Toobin, periodista y autor de varios libros sobre el Supremo, "aunque Trump fue un querellante asiduo cuando estaba en el sector privado, no se le conocían puntos de vista precisos sobre cuestiones judiciales". Ya en campaña, manifestó sus puntos de vista ultraconservadores, en perfecta sintonía con la Sociedad Federalista y la Heritage Foundation, dos organizaciones ultrareaccionarias que proporcionan listas con selecciones previas de candidatos a los presidentes republicanos.
Entre Trump y el partido republicano han conseguido hasta ahora dos sonadas victorias. En primer lugar cubrir la vacante de Antonin Scalia, un brillante juez ultraconservador fallecido bajo la anterior presidencia, con el nombramiento de Neil Gorsuch, otro ultraconservador, gracias al filibusterismo del jefe de filas republicano en el Senado, Mitch McConnell, que se negó siquiera a considerar la candidatura de un jurista moderado presentado por Obama, para esperar que una victoria presidencial republicana le diera acceso a un juez conservador. Simultáneamente, la Casa Blanca ha conseguido otra vacante, al persuadir al juez moderado Anthony Kennedy, de 81 años, para que dimitiera.
Nombrado por Reagan
Kennedy, nombrado por Reagan, ha votado siempre a favor de los intereses de los republicanos, como ha sucedido ahora con la sentencia sobre el llamado Muslim Ban o prohibición de entrada a EE UU a ciudadanos de cinco países de religión islámica, o sucedió en 2000, con el pleito sobre la interrupción del recuento electoral que dio la presidencia a Bush. A pesar de su disciplina conservadora, Kennedy molestaba a los sectores más reaccionarios, pues mantenía el equilibrio del Tribunal y era la última trinchera en defensa de los derechos de las minorías sexuales, el aborto, la oposición a la pena de muerte y la discriminación positiva para afroamericanos.
Tres de los nueve magistrados del actual Supremo han sido nombrados gracias al consejo de un gris abogado llamado Leo Leonard, vicepresidente de la Sociedad Federalista, el club de juristas ultraconservadores que suele investigar el pasado de los candidatos. El próximo que sustituirá a Kennedy, cuyo nombre está previsto que se anuncie mañana lunes, también será a propuesta de Leonard, el hombre que tiene mayor influencia en Trump en estos nombramientos. Y lo mismo sucederá si hay más vacantes bajo mandato del actual presidente, si se produce algún fallecimiento o una nueva dimisión.
Los dos jueces más ancianos, y por tanto con mayor probabilidad de relevo, son Ruth Bader Ginsburg, de 85 años, y Stephen Breyer, de 79, nombrados ambos por Clinton, de forma que si las vacantes se producen con esta presidencia, el Supremo podría alcanzar una mayoría ultraconservadora de siete a dos, que necesitaría varias décadas para tener alguna posibilidad de cambiar de sentido. Gorsuch, el último magistrado nombrado por Trump, de 51 años, es el más joven.
Leonard es un abogado católico y conservador, guiado por el objetivo de revocar la sentencia del Supremo de 1973 Roe vs. Wade, que protegió el derecho de las mujeres a interrumpir su embarazo. Como jurista, sostiene que el Supremo debe atenerse a la literalidad del texto constitucional y, cuando sea inevitable la interpretación, atenerse a las intenciones originales de los padres fundadores.
Esta ideología originalista se opone al activismo judicial y a las interpretaciones de la Constitución según las necesidades de la sociedad actual. Desde el punto de vista político significa también la restricción del poder y de las interferencias del Estado federal en favor de la capacidad legislativa de los Estados federados.
En nombre de la libertad de los Estados, un tribunal ultrareaccionario podrá limitar los controles sobre las armas, desproteger a las minorías sexuales, restringir el acceso de los afroamericanos y los latinos a las universidades o permitir sistemas de ejecución de la pena de muerte actualmente prohibidos. Y lo que es más emblemático, los Estados podrán prohibir y perseguir penalmente el aborto. Trump no estará, pero la huella de su presidencia persistirá durante años en las togas reaccionarias que ya ha nombrado y que todavía puede nombrar. Aunque reine el caos en el mundo exterior, dentro del país reinará el orden más conservador imaginable.
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