Facebook fue clave en la limpieza étnica del siglo XXI en Myanmar
La red social ha sido correa de transmisión del discurso islamófobo del clero budista. La ONU ve indicios de genocidio en la sistemática actuación del Ejército birmano
Khaleda Begum tiene flashbacks. A veces la cabeza le traiciona y revive el asesinato de sus padres. Cuenta que los soldados birmanos convocaron a todo el pueblo, a los hombres y a las mujeres. Creían que iban a una reunión comunal y empezaran a matarlos. A tiros. A machetazos. Los uniformados treparon a los árboles para disparar. Era mediodía. Los soldados les acusaban de ocultar a insurgentes en la aldea. “No sé nada de ellos”, insistía e insiste ella. Khaleda sobrevivió. Y huyó. Esta rohinyá recibe ahora tratamiento psicológico en un campo de refugiados de Bangladés. La violencia extrema desatada a partir de agosto por los militares, con la colaboración de turbas budistas agitadas por monjes xenófobos vía Facebook, supone la culminación de un sistemático proceso de persecución de esta minoría musulmana que comenzó en los setenta.
Primero la ONU y después Estados Unidos acusaron al Ejército de Myanmar de violar la legislación internacional y perpetrar una limpieza étnica. El enviado de Naciones Unidas para la prevención del genocidio, Adama Dieng, sospecha algo más grave aún: “La información que he recibido indica que la intención de los perpetradores era limpiar el estado de Rajine de su presencia, posiblemente incluso destruir a los rohinyá como tal, lo cual, si se prueba, supondría un crimen de genocidio”, declaró el mes pasado tras visitar a los miembros de esta minoría musulmana en Bangladés.
Las autoridades de Myanmar niegan casi todas las acusaciones. Solo han reconocido una matanza. La de Inn Din, el 2 de septiembre de 2017. Precisamente la que investigaban dos periodistas locales de Reuters encarcelados desde diciembre. La agencia documentó la ejecución extrajudicial de 10 aldeanos musulmanes acusados de ser terroristas. Siete soldados fueron condenados este martes a diez años de trabajos forzados por la masacre, según informó el Ejército por la vía que usa habitualmente para sus anuncios oficiales: un post en Facebook.
La libertad de expresión, los teléfonos móviles y esta red social son algunas de las novedades que aparejó la democratización de este país de mayoría budista. “Me temo que Facebook se ha convertido en una bestia, lo cual no era la intención original”, declaró la investigadora de la ONU para Myanmar, Yanghee Lee, en marzo en Ginebra. Los expertos en el país coinciden en que FB ha sido la gran correa de transmisión del odio en Myanmar. La versión 2.0 de la radio Libre de las Mil Colinas en el genocidio de Ruanda, en 1994.
Allí Internet equivale a Facebook. Los birmanos no navegan en la web, no van a Google sino a Facebook, que usan incluso las instituciones. Después de que Mark Zuckerberg presumiera en una entrevista, al hilo del escándalo por la fuga de datos, de la supuesta eficacia de su empresa para detectar y eliminar los discursos que incitan al odio en el país asiático, un grupo de representantes de la sociedad civil birmana y de emprendedores publicó una carta abierta en la que le acusa de haber hecho caso omiso a las advertencias que ellos mismos le enviaron. Los firmantes le instan a “invertir más en moderación” sobre todo en lugares como Myanmar, “donde el riesgo de que los contenidos de Facebook desaten la violencia abierta es ahora mayor que en cualquier otro lugar”.
La carta se ilustra con sendos mensajes casi idénticos en los que un budista (o un musulmán) alerta a un correligionario de que la otra comunidad va a lanzar un ataque el 11 de septiembre en Yangón y termina con un “por favor reenvía este mensaje a nuestros hermanos”.
Zuckerberg se ha disculpado con estos grupos de la sociedad civil birmana y esta semana anunció que reforzará sus mecanismos contra el discurso xenófobo en Myanmar y revisará los mensajes de odio en 24 horas. También prometió contratar a decenas de hablantes de birmano porque, dijo, la red "tiene que redoblar dramáticamente sus esfuerzos allí". El fundador de FB dijo ante el Congreso de EEUU que también en Myanmar su empresa debe "hacer más" esfuerzos.
La experta en el estudio del genocidio añade que, "si no hubiera habido Facebook, se hubieran usado otros medios de propaganda. La prensa estatal es muy poderosa aquí pero Facebook ciertamente ha jugado un papel significativo posibilitando la difusión de discursos que incitan al odio, del miedo y agitando el odio en las comunidades a gran velocidad"
El clero budista ha sido uno de los estamentos que más ha avivado el odio y los agravios entre comunidades al insistir en que los rohinyá, musulmanes y con tasas de natalidad más altas, suponen una amenaza para el budismo mayoritario. Las autoridades prohibieron predicar durante un año como castigo por el odio que destilaban sus sermones al monje birmano más famoso, el ultranacionalista Ashin Wirathu. El veto venció en marzo.
Ha calado la idea de que el enemigo número uno son los rohinyá, no los militares como antaño. A los recelos contra el islam se suman los históricos. Los rohinyá lucharon con los británicos en la Segunda Guerra Mundial, los budistas, con los japoneses.
La Internacional State Crime Initiative (ISCI) de la Universidad Queen Mary de Londres publicó en 2015 un informe de título elocuente. Cuenta atrás a la aniquilación. Genocidio en Myanmar. Sus autores afirmaban entonces que “los rohinyá afrontan potencialmente las dos fases finales del genocidio: la aniquilación masiva y su borrado de la historia colectiva”. Alicia de la Cour Venning, coautora de aquel informe, explica en una entrevista telefónica desde Yangon (Myanmar) que “el genocidio es un proceso que puede durar años. No siempre es lineal, a veces las fases se superponen. Pero todos los genocidios siguen el mismo patrón”. La ISCI lo define en seis fases: deshumanización, acoso, segregación, debilitamiento sistemático del grupo, aniquilación masiva y eliminación de la historia común. La investigadora detalla cómo las autoridades de Myanmar, de mayoría budista, tratan a esta minoría musulmana como extranjeros, tienen vetadas las escuelas y hospitales, los han confinado a campos o pueblos prisión… una evolución que, asegura, se aceleró con la transición.
Como el acceso de la prensa y las ONG al Estado de Rajine está muy restringido, es difícil evaluar con precisión las consecuencias de la campaña militar emprendida por el Ejército en represalia por un ataque de rohinyás a comisarías en el que murieron 12 agentes en agosto pasado. La ONU sospecha que hubo “planificación” por parte de los militares, que “reforzaron su presencia antes de los ataques de ARSA (un grupo armado rohinyá)”. Médicos Sin Fronteras calcula que en el mes siguiente murieron 9.400 rohinyás, incluidos 6.700 directamente por la violencia (el 70% a tiros, 10% quemados vivos, 5% apaleados, 2,6% violadas…). El cálculo está basado en encuestas a supervivientes en los campos de refugiados de Bangladés, adonde huyeron 700.000 en semanas.
Reduwna, de 18 años, destaca entre los suyos porque fue a la escuela hasta noveno. Se hizo pasar por miembro de otra etnia. Explica que “cuando los militares empezaron a violar a las mujeres”, huyeron al bosque, donde se ocultaron varios días. “Cruzamos 17 pueblos para llegar aquí, tardamos 22 días”, asegura esta voluntaria rohinyá de la ONG Danish Refugee Council en el campo de Kutupalong. Dice que algunos vecinos se quedaron. “Son ricos que tenían propiedades, se las iban dando” a los agresores.
De los 1,2 millones que vivían en Myanmar, queda medio millón tras el éxodo, incluidos 120.000 recluidos en campos de detención, y otros miles confinados en sus aldeas. Como las autoridades les arrebataron la ciudadanía en 1982, tienen vetada la educación y la atención sanitaria. Subsisten en condiciones muy precarias. También les niegan el nombre. Ni la Nobel de la Paz ni la mayoría de los birmanos pronuncian la palabra rohinyá. Los llaman bengalíes o kalar (un término despectivo para musulmán). Los consideran inmigrantes de Bangladés, donde el islam es mayoritario.
Lo que empezó en 2010 como una prometedora democratización —los militares sorprendieron al mundo al dar paso a un Gobierno civil con Aung San Suu Kyi y abrir así el último gran mercado de la región— se ha visto sacudido por la brutal ofensiva militar y la huida masiva. Estados Unidos impuso sanciones a algunos generales. La Comisión Europea ha criticado las graves y sistemáticas violaciones de derechos humanos y ha propuesto sanciones a jefes del Ejército. Las potencias occidentales mantienen un frágil equilibrio porque temen que, si son demasiado duras con las autoridades birmanas, les darán la espalda para echarse en brazos de China, fiel aliada en la dictadura y ahora en la apertura económica.
La especialista De la Cour explica que los perpetradores “a veces lanzan matanzas de prueba para testar la respuesta de la población, porque necesitan la complicidad de los locales o que participen, como vimos en Alemania, Ruanda y Bosnia”. Afirma que “las matanzas de octubre de 2016 fueron un test, no hubo respuesta de la comunidad internacional. El jefe de las Fuerzas Armadas fue recibido poco después en Alemania y Austria”.
Solo el Consejo de Seguridad de la ONU podría llevar a Myanmar ante la Corte Penal Internacional, a la que no pertenece, pero el veto chino es casi seguro. En opinión de la investigadora de la ISCI, “los mecanismos legales son totalmente inadecuados porque no pueden prevenir un genocidio aunque haya señales de alerta”.
“Hasta que no dejen de matar a la gente y violar a las mujeres no podemos volver”, asegura llorosa la joven Reduwna. Si regresa, ni siquiera está claro que encuentre su pueblo. Las imágenes de satélite analizadas por Amnistía Internacional indican que los militares están demoliendo algunas aldeas que habían destruido, construyendo infraestructuras y repoblándolas con birmanos de otras etnias. Como si los rohinyá no hubieran existido nunca.