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Myanmar y La Dama sacan a la luz sus peores demonios

Una transición que fue considerada modélica se ha podrido. La ofensiva contra los rohingyas es una atrocidad y un ejemplo de limpieza étnica, pero ha hecho muy populares a los militares birmanos

Naiara Galarraga Gortázar
Refugiados rohingyas llegan a Bangladés el 1 de octubre. 
Refugiados rohingyas llegan a Bangladés el 1 de octubre. KEVIN FRAYER (GETTY)

Ella era el símbolo perfecto de la lucha no violenta de los oprimidos. La Dama contra los militares. Encarnaba la victoria de la democracia frente a una dictadura cruel. El hechizo se ha roto. La mujer que, con la palabra y el apoyo de las sanciones impuestas por la comunidad internacional, venció al Ejército no ha impedido a los uniformados llevar a cabo una operación de “limpieza étnica de manual”, según la define Naciones Unidas. Tampoco lo ha criticado. Aung San Suu Kyi, 72 años, no es la presidenta —porque sus antiguos enemigos y hoy aliados se lo impidieron con una artimaña constitucional— pero desde la cúpula que ostenta el poder en Birmania ha mirado hacia otro lado, para decepción de sus defensores, mientras una minoría musulmana, los rohingya, es sistemáticamente expulsada de su tierra en una política de tierra quemada.

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Lejos de los focos, el éxodo continúa. Columnas de familias —mujeres, hombres y niños, muchísimos niños— marchan por una lengua de tierra rodeada de agua con cuatro enseres. Las imágenes grabadas con un dron por la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) impresionan. Recuerda al éxodo de Ruanda. Huyen de Myanmar, donde vivían hace generaciones, a Bangladesh. Empezó el 25 de agosto como un éxodo casi bíblico espoleado por la represalia militar tras unos ataques del brazo armado rohingya. En menos de un mes, medio millón de personas dejaron todo atrás en aldeas incendiadas por los uniformados. Ahora persiste como un goteo. El fin de semana pasado cruzaron la frontera 2.000 personas. Los 607.000 rohingyas llegados ahora (cuatro veces los migrantes arribados por el Mediterráneo este año) se suman a los 200.000 que instalados en Bangladesh desde episodios anteriores.

El odio al rohingya es un potente factor de cohesión en esta ex colonia británica, un país de 60 millones de habitantes encajonado entre China e India de mayoría budista que es a la vez un mosaico de 135 etnias reconocidas, entre las que no está esta minoría. “Existe un apoyo mayoritario a las políticas del Gobierno de coalición de la Liga Nacional Democrática (el partido de Aung San) y los militares incluso entre otras muchas minorías étnicas y religiosas. La discriminación contra los rohingya es casi una posición de consenso. En ese sentido la deshumanización de los rohingya ha sido casi completa”, explica por correo Nicholas Farrelly, director del Myanmar Research Centre de la Universidad Nacional de Australia.

Explican los historiadores que se empieza por la discriminación institucionalizada, se prosigue con la deshumanización, la expulsión y se culmina eliminando de la historia oficial cualquier rastro de la existencia de la minoría perseguida.

Para muchos birmanos, los musulmanes rohingyas representan una amenaza, un temor agitado por ultras budistas liderados por monjes
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Birmania arrebató la ciudadanía a los rohingya en 1982; convirtió al millón que vivía en Myanmar antes de esta crisis en la mayor comunidad apátrida del mundo. Una décima parte fueron internados en 2012 en campos de detención sin libertad de movimiento, educación o sanidad. Para el birmano, el musulmán rohingya es una gran amenaza. Un miedo que los ultranacionalistas budistas liderados por monjes han explotado a placer tras la dictadura a lomos de la libertad de expresión y Facebook. Incluso el nombre les niegan. Sus compatriotas los denominan bengalíes; los consideran extranjeros, bangladesíes llegados del otro lado del río, aunque vivan hace generaciones en Rakhine, un estado que se asoma al golfo de Bengala. La premio Nobel visitó la zona esta semana por primera vez desde que lidera Birmania.

Esta zona fértil que fue un vibrante núcleo de comercio y escenario de periódicos enfrentamientos entre budistas y musulmanes es uno de los estados birmanos más pobres.

Tampoco Aung San los llama por su nombre. “A petición de la consejera estatal (Aung San), la comisión no usa bengalí ni rohingya, sino musulmanes”, precisa Kofi Annan, ex secretario general de la ONU, en un informe sobre cómo afrontar la cuestión de esta minoría.

La expulsión no parece improvisada ni obra de soldados o mandos que iban por libre. Naciones Unidas ha constatado “un patrón consistente, metódico” de asesinatos, tortura, violaciones e incendios intencionados. Los testimonios de los supervivientes apuntan a actos bárbaros incluido arrojar bebés vivos a la hoguera antes de violar a su madre y hermanas. La altísima tasa de natalidad de los rohingya enerva a los birmanos.

En 1982, Birmania arrebató la ciudadanía a esta minoría y convirtió a un millón de personas en la mayor comunidad apátrida
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Ha ocurrido algo impensable hace nada. La ofensiva contra los rohingya ha convertido a los militares en los nuevos héroes nacionales. Los mismos que confinaron a esta líder tenaz, de aspecto frágil e inglés impecable durante 15 años en una casa de un lago de Yangón o abrieron fuego en 2007 contra las protestas pacíficas lideradas por monjes budistas son saludados en manifestaciones multitudinarias con música militar de fondo. Se diría que han cumplido la misión.

Los rohingya se han ido y nada indica que vayan a regresar por voluntad propia. El Gobierno ha empezado a cosechar los campos de arroz que cultivaron en sus aldeas antes de escapar del pogromo. “Anticipo que la mayoría de los rohingya vivirán a largo plazo en Bangladesh”, sostiene el profesor Farrelly, que reclama “una investigación independiente e inmediata” sobre lo que considera una limpieza étnica “por mucho que incomode a algunos en el Gobierno de Myanmar”. Y recuerda que la mayoría de los rohingya que han abandonado Myanmar en las últimas tres décadas casi nunca han logrado regresar.

Jeff Crisp, ex alto cargo de Acnur e investigador del Refugee Studies Centre de Oxford, advierte del riesgo de que Myanmar y Bangladesh pacten el regreso forzado de los refugiados, “cosa que ha ocurrido en el pasado y que Acnur debe asegurarse de que no vuelva a ocurrir”. Las 800.000 personas que se han instalado como han podido en precarias tiendas suponen un desafío para la ONU y las ONG. Son también una bomba de relojería para Bangladesh uno de los países más pobres, con más problemas mediaombientales y una población que aumenta veloz. Este país de mayoría musulmana es el quinto emisor de migrantes que llegan a Europa por el Mediterráneo.

La expulsión de esta minoría supone un fuerte revés a una transición democrática que parecía modélica. Las críticas internacionales son calibradas, nadie quiere debilitar a las autoridades civiles. A finales de 2010, mientras el mundo miraba absorto las primaveras árabes, los uniformados empezaron a renunciar parcialmente al poder y emprendieron una transición pacífica. Liberaron a Aung San Suu Kyi, legalizaron su Liga Nacional para la Democracia, le permitieron presentarse a las elecciones en 2015 y ganarlas. Se levantaron las sanciones, un inmenso mercado virgen se abrió a las inversiones extranjeras, llegaron las libertades, los móviles, Internet y el turismo a gran escala. El bien había vencido a los uniformados. Pero esa imagen ocultaba grandes dificultades. Las mejoras económicas se demoraron, pacificar y cohesionar el país era tarea hercúlea… y la historia del éxito se empañó con varios episodios de violencia. Los choques interreligiosos en Rakhine, en 2012, con un monje llamado el Bin Laden budista al frente, implicaron la destrucción de miles de viviendas de musulmanes, en 2015 varios miles más huyeron por mar a los países vecinos. La Dama calló.

En paralelo, la premio Nobel de la Paz recogía por fin su premio tras esperar 21 años. Y su partido arrasaba en las elecciones de 2015. Tras enormes sacrificios personales, Aung San era nombrada consejera de Estado, la más poderosa del Gabinete. Casi emulaba a su progenitor, el general Aung San, padre de la Birmania independiente. La transición democrática de manual se ha podrido. Primero el silencio y luego la complicidad han convertido a la Nobel en una paria. Su país vuelve a estar en el punto de mira. Estados Unidos sopesa reimponerle sanciones. Birmania no volverá a ser un Estado paria pero el ostracismo acecha.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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