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Perfil

Santo, político y guerrero

Vladímir Putin, presidente ruso, va camino de alcanzar el cuarto de siglo en el poder, y su sombra ocupa todos los aspectos de la vida de su país

Costhanzo

Vladímir Putin (San Petersburgo, 1952) ha aprovechado el último resuello de 2017 para anunciar sus intenciones de sucederse a sí mismo en el Kremlin, aunque el aspecto más extravagante de la decisión consistió en matizar que lo haría desde una candidatura independiente. Es la demostración del territorio propio que ya representa. Encabezar un partido reviste demasiado prosaísmo y vulgaridad en la metafísica de un líder supremo que aglutina el poder político, el militar, el religioso y el moral. Putin es un paradigma en sí mismo. Es una categoría. Y una personalidad que aspira a la vida eterna, no ya por la propaganda física de la que alardea, por la devoción que le profesa su pueblo —más de 80% de adhesión— y por la sumisión de una oposición amordazada y descabezada, sino porque va camino de liderar la patria rusa un cuarto de siglo.

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Es el tiempo que transcurriría desde su primera designación en la jefatura del Estado (2000) hasta el mandato que caducaría en 2022, pero conviene recordar que Putin ya fue jefe de Gobierno en tiempos de Yeltsin (1999), que desempeñó todo el poder en la sombra como director del Servicio Federal de Seguridad (antigua KGB) y que se concedió un enroque con la marioneta de Medvédev cuando había agotado dos mandatos presidenciales. Se rebajó Putin al rango de primer ministro —2008— para regresar al cargo supremo cuatro años después.


No existen casos de longevidad similar ni en la historia contemporánea de Rusia ni en las democracias homologables. Quizá porque Rusia no es una democracia homologable —el absolutismo de Putin lo demuestra— y porque Vladímir ha adquirido una reputación providencial, sagrada, a semejanza de los antiguos zares. Se diferencia de ellos por el sufragio universal —no es poco— y por la ausencia de un linaje, pero los evoca en su posición paternalista y en el culto a la personalidad que ha inculcado entre sus propios súbditos. Les ha devuelto la autoestima, el orgullo y la economía en las cláusulas de un pacto mefistofélico que también ha requerido convertirse a la religión del putinismo, aceptarla en los términos de una gran misión.


Es la perspectiva desde la que Vladímir Putin insiste en demostrarse en plenitud física y en tonicidad muscular. Tan grande es la identificación de Putin con la patria —y viceversa— que la buena salud del presidente equivale a la buena salud de la nación. Se explican así sus facultades como domador de fieras —tigres, osos—, su pericia de submarinista, su idoneidad como piloto espacial y su destreza militar, sea cual sea el desafío que se le ponga delante.

Tan grande es su identificación con la patria que su buena salud equivale a la buena salud de la nación

Putin recurre al Photoshop para esculpir sus abdominales. Y hace pedagogía nacional de sus habilidades gimnásticas, aunque semejante dimensión atlética no contradice el esmero que concede a sus obligaciones espirituales y morales, resumidas todas ellas en la erección —­del verbo erigir— de una descomunal escultura a la gloria del príncipe Vladímir.


No es exactamente un ejercicio de onanismo iconográfico, pero la iniciativa trasciende el homenaje al líder político y espiritual que cristianizó Rusia en el siglo X. Lo hizo desde Kiev. Y ha permitido a Putin muchas centurias más tarde la oportunidad de elaborar un autorretrato. “Este monumento”, proclamaba el presidente en la ceremonia inaugural (noviembre de 2016), “rinde memoria a nuestro destacado antepasado, considerado al mismo tiempo santo, dirigente político y guerrero, además de fundador espiritual del Estado ruso”.


El tributo de Vladímir a Vladímir al abrigo del Kremlin —17 metros de estatua— conlleva no tanto un mensaje subliminal como un ejercicio explícito de autopropaganda. Y reviste el cargo presidencial de incienso y origen divino. Por eso puede permitirse abusar a su antojo de la separación de poderes. Y por la misma razón hizo de las Pussy Riot y de su performance blasfema en el templo moscovita del Cristo Salvador un caso de escarmiento nacional en términos morales. Putin ha reincorporado a la madre Rusia su noción religiosa. No sólo para distanciarse del ateísmo soviético y erradicar la memoria de la URSS/CCCP en cualquiera de sus expresiones, sino para colocarse a sí mismo como figura plenipotenciaria: santo, político y guerrero.


Putin ha fomentado sus aptitudes desde el carisma y todos los recursos del Estado, pero también ha sabido prolongarlas más allá de las fronteras naturales, hasta el extremo de convertirse en una expresión ubicua, incluso abstracta, del poder. Ganó las elecciones estadounidenses. Ganó el desafío del Brexit. Ha ganado la guerra de Siria. Y ha ganado los comicios catalanes, más allá de que pueda probarse o no su implicación en las operaciones de desinformación.


Quiere decirse que Putin ha adquirido una influencia geopolítica tan concreta como atmosférica. Y que desempeña con cinismo y eficacia su papel de gran saboteador. Estimula, patrocina, desde el Kremlin todas las operaciones que desestabilizan la Unión Europea. Y no sólo con su expansión territorial —Crimea, Lugansk…— o con la amenaza explícita a las repúblicas bálticas, sino con la afinidad conceptual hacia Erdogan —un sultán se asoma al espejo del zar— y con el ascendente que ha adquirido entre los imitadores de los países comunitarios del Este.


Estimula y patrocina desde el Kremlin todas las operaciones de desestabilización de la UE

Polonia y Eslovaquia son casos muy elocuentes al respecto en el imaginario del telón de acero, pero el ejemplo absoluto de la mímesis acaso lo representa Viktor Orbán en Hungría. El presidente magiar se ha convertido en el epígono absoluto. Una figura político-religiosa que practica la diferencia identitaria, que zarandea el Estado de derecho y que utiliza el cristianismo como pretexto de la pureza y de la xenofobia, apelando incluso a la dramaturgia de las alambradas.


Putin es consciente de que Europa puede malograrse e intoxicarse desde el populismo y el nacionalismo. Razones suficientes para cultivar la amistad con los colegas mesiánicos —Trump, Le Pen, Farage— y para sensibilizarse con los procesos soberanistas con las armas de la ciberguerra.


Putin está detrás no con su dirección IP, pero sí con su capacidad de inducción y de perversión ambientales y presupuestarias. Putin no manda asesinar a periodistas ni decide volar un avión de pasajeros, ni se mancha el hábito en las campañas de conspiración a la UE, pero es la niebla espesa, amorfa, a la que puso título una novela de Stephen King.

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