Puerto Rico: el gran perdedor de la reforma fiscal de Estados Unidos
El nuevo modelo fiscal podría desembocar en un panorama económico y social catastrófico para el territorio
La opinión predominante -sostenida por algunos de los medios de comunicación más importantes del país-, argumentaba que la nueva ley no sería aprobada hasta principios del próximo año, con el objetivo de evitar la reducción inmediata de fondos destinados a diversos programas sociales y postergar su reestructuración hasta 2019. Pero si algo define a Donald Trump es su capacidad innata para la sorpresa. El periodo navideño se prestaba como escaparate perfecto para su primera gran victoria. El viernes se llevó a cabo la firma definitiva del texto legal en el ya tradicional acto celebrado en la Casa Blanca, donde un Trump satisfecho de sí mismo alabó frente a un nutrido grupo de periodistas las cualidades de su particular “regalo de navidad” al ecosistema empresarial norteamericano.
El nuevo texto legal reduce el impuesto de sociedades al 21%, todo un reclamo tributario que tiene como objetivo provocar el retorno del tejido industrial norteamericano al país. Sin embargo, la reforma deja fuera a Puerto Rico, que pasa a ser considerado como jurisdicción foránea debido a su particular estatus dentro de la nación. A efectos de esta nueva categorización, toda empresa manufacturera estadounidense asentada la isla será lastrada con un recargo impositivo del 12,5% por concepto de propiedad intelectual, hecho que amenaza con provocar el desmantelamiento generalizado de un sector clave para la economía local.
Difícil porvenir
Pese a formar parte íntegra de la nación norteamericana y compartir el mismo marco jurídico, los resultados de la reforma fiscal podrían arrojar a la economía puertorriqueña al fondo del abismo. Voces expertas estiman entre 70.000 y 150.000 los empleos directos que podrían perderse si estas compañías abandonan la isla.
De poco han servido las iniciativas y presiones ejercidas desde el seno del gobierno insular. De los múltiples contactos mantenidos por Ricardo Rosselló, gobernador de Puerto Rico, con senadores y congresistas norteamericanos durante las pasadas semanas solo podría subrayarse una suerte de apoyo inconsistente frente a la certificación de lo inevitable.
A lo largo del pasado viernes, Rosselló mantuvo sendas reuniones con los senadores Ted Cruz (republicano) y John Widen (demócrata), con quienes abordó la necesidad de establecer un trato igualitario en la concesión de fondos federales destinados a la recuperación de desastres (se argumenta que los estados de Florida y Texas, ambos de mayoría republicana, han recibido mayores ayudas). Otro de los quebraderos de cabeza del gobierno local es su incapacidad para costear un sistema de salud público que arrastra graves problemas de presupuesto, por lo que Rosselló solicitó a las autoridades norteamericanas la cobertura total del gasto durante los próximos dos años, algo que ya se hizo con el Estado de Luisiana tras el paso del Huracán Katrina en 2005.
Las esperanzas se concentran además en el paquete de fondos aprobado el pasado jueves por la Cámara de Representantes estadounidense, un colosal presupuesto de 81.000 millones de dólares a repartir entre los estados de Florida, Texas y California junto a los territorios de Islas Vírgenes y Puerto Rico, todos ellos afectados por diversos desastres naturales durante el presente año.
Jennifer González, comisionada residente de la isla en el Congreso de los EEUU –figura representativa con voz, pero sin capacidad de voto-, logró incluir en la partida presupuestaria una enmienda mediante la cual la isla sería considerada como “zona de oportunidad”, lo que redundaría en importantes exenciones fiscales a inversiones extranjeras y relajaría los efectos del nuevo régimen impositivo dictado por la reforma fiscal de Trump. Sin embargo, el presupuesto debe ser aprobado por un Senado de mayoría republicana que podría rechazar las condiciones pactadas y disipar así toda esperanza boricua.
Territorio incorporado, jurisdicción foránea
El ambiguo contexto puertorriqueño dentro del marco global de la primera potencia mundial se encuentra repleto de contradicciones. Su debilitado gobierno insular apenas puede gestionar una estructura pública que arrastra una deuda de más de 73.000 millones de dólares. A la mala gobernanza local –tesis aceptada incluso por los dos principales partidos políticos insulares, quienes se acusan mutuamente de irresponsabilidades en el gasto público- debe sumarse la progresiva eliminación de las exenciones contributivas federales de las que la isla había gozado durante décadas. El perfecto escaparate del modelo económico estadounidense en tiempos de la Guerra Fría muestra ahora las grietas crecientes de un edificio en ruinas.
Con motivo de los altos niveles de deuda pública contraídos –los cuales descansan principalmente en acreedores norteamericanos-, y frente a la incapacidad de declararse en quiebra como podría hacer cualquier administración de la nación, el gobierno puertorriqueño debe someterse a las directrices de la Ley para la Supervisión, Administración y Estabilidad Económica de Puerto Rico (PROMESA, por sus siglas en inglés), instrumento mediante el cual se atisba un difícil horizonte de restructuración crediticia insular, con negociaciones que podrían prolongarse durante años, todo ello al albor de severas políticas de austeridad como receta ineludible. La previsión de crecimiento del PIB local para el próximo año refleja uno de los peores datos a escala mundial, y se prevé que la crisis económica –anclada y persistente desde hace nueve años-, se prolongue por espacio de décadas. La calificación de la deuda puertorriqueña se mantiene a niveles de bono basura y se teme que los efectos de la nueva reforma federal, concebida para reforzar la férrea maquinaria industrial estadounidense, aceleren su definitiva caída a los infiernos.
Bajo las secuelas de María
El impacto del Huracán María en la madrugada del jueves, 21 de septiembre, no solo sembró de dudas cualquier expectativa de que la administración local pudiese hacer frente al pago de la deuda (de hecho, ni tan siquiera es capaz de cubrir el costo de sus intereses), sino que las imágenes virales de una destrucción generalizada, unida a la desprotección total de su ciudadanía tras el fatídico evento, evidenció síntomas semejantes a una catástrofe humanitaria. Se calcula que los daños por el paso del fenómeno atmosférico rozan los 100.000 millones de dólares. El sistema eléctrico nacional quedó inservible, revelando graves deficiencias que ya existían y sumergiendo a la población en una oscuridad primigenia que persiste, en ocasiones, hasta la actualidad. Varios municipios, incluso ciertas áreas de la propia capital, continúan sin luz tres meses después. Cifras oficiales revelan un restablecimiento de las fuentes de producción energéticas cercano al 65%.
Las pérdidas afectan de forma directa al tejido empresarial local. Según datos aportados por el Centro Unido de Detallistas, entidad puertorriqueña sin ánimo de lucro centrada en la pequeña y mediana empresa, cerca de 4.000 negocios tuvieron que detener sus actividades durante las semanas siguientes al paso del huracán ante la inexistencia de servicio eléctrico. Pese a que la Agencia Federal para el Desarrollo de la Pequeña Empresa (SBA, por sus siglas en inglés), ha ofrecido ventajas en el acceso a créditos para promover la recuperación del tejido económico, muchos se han visto obligados a echar el cierre y buscar alternativas fuera. Los niveles de emigración a lo largo de la última década muestran la radiografía de la inestabilidad: el Instituto de Estadísticas de Puerto Rico reveló que, desde el año 2010, uno de cada diez puertorriqueños residentes en la isla se ha mudado a territorio continental. Florida, Nueva York, Texas o California destacan como destinos preferentes de esta nueva diáspora, que ya supera a la de los años 50 del pasado siglo.
Ante posible marcha del tejido empresarial manufacturero, nuevas dudas se ciernen sobre Puerto Rico y sus ya debilitadas vías de reconstrucción y posterior financiamiento. Mientras tanto, el despoblamiento y envejecimiento de sus calles anuncian la crónica de una muerte económica –y social- anunciada.
José María Tíscar García es periodista.
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