¿Y si la clase media del barrio de Pinheiros se hubiera inhibido?
La reacción ante el asesinato del carretero traza un límite en un país sin límites
En el Brasil en que un imputado por corrupción sigue ocupando la presidencia y, para mantenerse en el poder, rifa la Constitución y compra a diputados con el dinero público que falta para lo básico; en el Brasil en que la agenda no elegida avanza a una velocidad antes nunca vista, triturando derechos conquistados a lo largo de décadas; en el Brasil en que el mayor líder popular de la redemocratización ha sido condenado por la operación Lava Jato y su partido se niega a hacer autocrítica, porque cree que no debe ninguna explicación a la población sobre el hecho de haberse corrompido en el poder; en el Brasil en que sucede todo esto y la población prefiere dormir en el sofá (mientras todavía tiene uno) a ocupar las calles para luchar por sus derechos... ha sucedido finalmente algo transformador.
El miércoles 12 de julio, a las 18h, el recolector de material reciclable Ricardo Silva Nascimento, de 39 años, negro, fue ejecutado con por lo menos dos tiros en el pecho por un policía militar, blanco, de 24 años. Ricardo tenía un trozo de madera en la mano. El policía le habría ordenado que lo bajara, y él no lo bajó. En lugar de inmovilizarlo, lo asesinaron. Este es el día a día de las periferias de Brasil, determinado por el brazo armado del Estado, con la connivencia de la población que ha naturalizado el genocidio de los pobres y negros. ¿Qué fue diferente esta vez?
Ricardo fue asesinado por la Policía Militar en el barrio de clase media de Pinheiros, en São Paulo. Fue asesinado delante de vecinos no acostumbrados a la barbarie corriente en las favelas. Eran personas que paseaban al perro, que entraban en el supermercado Pão de Açúcar, que llegaban a casa de trabajar o del médico, que salían de casa para ir a yoga, al gimnasio, a encontrarse con un amigo. Eran personas que no están acostumbradas a presenciar una ejecución perpetrada por un agente público.
Estas mismas personas vieron como la Policía Militar metía a Ricardo en el maletero del coche patrulla, infringiendo la ley, y “limpiaba” la escena del crimen para obstruir la investigación. Y verlo, justo delante, es diferente de leerlo en el periódico o verlo por la televisión. O no leerlo o verlo, ya que los asesinatos en las periferias generan pocas noticias o ninguna.
Aun así, ya ha habido otras ejecuciones de pobres y negros en barrios nobles de capitales brasileñas sin que hubiera ningún movimiento a parte de la conmoción espasmódica de siempre. ¿Qué más era diferente esta vez?
Ricardo no era invisible para aquellas personas. Trabajaba en el barrio hacía años recogiendo material reciclable con sus tres carretas. Para muchos, era un vecino que, en lugar de vivir en uno de los apartamentos, vivía en la calle. Y muchos lo reconocían como alguien que hacía un trabajo de utilidad pública, el de recolectar material que puede reaprovecharse, limpiando las calles y contribuyendo para retardar la corrosión del planeta.
Como dice el artista Mundano, de Pimp My Carroça, movimiento que lucha para sacar a los recolectores de la invisibilidad: “Que la Policía Militar mate a pobres y negros ya forma parte del paisaje. Pero Ricardo estaba allí todos los días, trabajando, llenando sus carretas de un lado a otro. Podía ser invisible para mucha gente, pero no para sus vecinos. Así que esta vez la clase media ha visto a un policía matar a un vecino”.
Ricardo era Ricardo. Tenía nombre y tenía historia. Tenía lazos con el lugar y con las personas del lugar. Con nombre y con historia y con lazos se rompe la invisibilidad. Si para la Policía Militar era matable –la categoría de los que se mata impunemente, una categoría no oficial pero consolidada en Brasil–, para los vecinos de Pinheiros no lo era. Ricardo era Ricardo.
Y entonces sucedió algo transformador.
No hay nada más potente que trazar un límite en un país sin límites
Primero fueron comentarios verbales, de aquellos que estaban encerrados en el supermercado Pão de Açúcar, que cerró las puertas, de aquellos que estaban en las aceras. “¡No puede ser! ¡No puede ser!”. Una frase simple. Una frase obvia en cualquier lugar donde el pacto civilizador no se hubiera corrompido. De forma espontánea, los vecinos de Pinheiros trazaron una frontera. Y no hay nada más potente que trazar un límite en un país sin límites.
Aquel mismo día empezaron los mensajes por WhatsApp y por correo electrónico: “Sé –todos lo sabemos– que en la periferia esto es habitual. Pero para mí ha sido la gota que colma el vaso. Ha llegado el momento de decir: ¡BASTA! ¡¡¡No se mata a las personas como si fueran hormigas!!! No podemos seguir viendo como esto pasa en nuestras narices y cruzarnos de brazos”.
La primera subversión sucedió al día siguiente. Ante el supermercado Pão de Açúcar, vecinos de clase media y sintechos, gente de profesiones variadas y recolectores de material reciclable, se mezclaban en una protesta. Había gente de clases sociales diferentes, había blancos y negros, había carretas.
La carreta de Ricardo, pintada de blanco y adornada con flores y fotos, se colocó donde lo habían asesinado, como se suele hacer con las bicicletas de los ciclistas que mueren atropellados. En una ciudad en que los conductores insultan a los carreteros por ralentizar el tráfico, una carreta con flores en un barrio noble es todo menos poco.
Hay que prestar mucha atención. En Brasil el espacio público está impedido. De varias maneras y no solo por la falsa polarización. Una de las cuestiones cruciales del país es cómo crear posibilidades de estar con el otro en el espacio público. Los vecinos de Pinheiros y los sintechos consumaron esta alianza inédita. Quizás el relato más revelador de este encuentro –realmente un encuentro– sea el de Amnéris Maroni, antropóloga, en Facebook:
“Me olvidé de contar un detalle del día de la manifestación de los recolectores en el barrio de Pinheiros, pero me vuelve a la mente sin cesar: cuando subíamos la calle Teodoro Sampaio, con un recolector al frente, gritando palabras de orden, pidiendo justicia, en cada cruce, con el tráfico totalmente parado, uno de los recolectores gritaba: ‘todos tumbados al suelo’, para impedir que los coches pasaran. Lo proponía como si todos los seres del planeta solo durmieran en el suelo, en el asfalto. ¡Para él era obvio que teníamos que ‘tumbarnos al suelo’! En ese momento, éramos unas trescientas personas, en una extraña alianza política, quizás por primera vez en la historia, entre hombres que han sufrido mucho, que la vida ha maltratado, que las autoridades consideran residuos, y la clase media politizada de Pinheiros y Vila Madalena y... obedecíamos la orden del recolector y nos tumbábamos en el suelo... Lo que insiste en volverme a la mente: frecuento todos los movimientos sociales y sus más variadas manifestaciones hace décadas, pero no estoy, ni nunca lo estuve, familiarizada con el suelo, con el cemento, con el asfalto, y ellos, los recolectores, están familiarizados con la hostilidad de la ciudad, representada por el asfalto, que me era completamente desconocida. Extraña y provechosa alianza política la que se consteló allí, y todavía se fortalecerá más. ¿Cómo es la violencia de la ciudad de São Paulo para un recolector de cartón: qué ve, cómo la huele, qué oye? ¿Cuál es la geografía de la ciudad para ellos? ¿Cómo es su familiaridad con el suelo de cimento y con el asfalto? Seguramente se cuelan y agujerean el mapa oficial de la ciudad...”.
El miércoles 19 de julio sucedió algo todavía más simbólico, algo que produjo un hito histórico al relacionar dos momentos-límite de Brasil: una misa en la Catedral Metropolitana de São Paulo. El hombre que encarnaba ese puente era Audálio Dantas. El 31 de octubre de 1975, él era presidente del Sindicato de Periodistas de São Paulo y uno de los organizadores del culto ecuménico que señalaba el séptimo día de la muerte de Vladimir Herzog, asesinado por la dictadura civil y militar. El culto lo celebraron el arzobispo Don Paulo Evaristo Arns, el rabino Henry Sobel y el pastor presbiteriano Jaime Wright. Fue el mayor acto de repudio al régimen opresor al reunirse ocho mil personas ante la catedral. Se conoce como “el día en que la dictadura empezó a caer”.
El 19 de julio de 2017, 42 años después, Audálio Dantas fue uno de los organizadores de la misa del séptimo día de Ricardo Nascimento. A los 85 años, visiblemente emocionado, este hombre que une dos momentos políticos, hizo un discurso ante la catedral:
“En aquel momento, ese culto tenía dos sentidos: el primero, el de reverenciar la memoria del periodista asesinado por la dictadura civil y militar; pero también tenía el sentido del despertar de la consciencia nacional contra la violencia de la dictadura militar que detenía, torturaba y asesinaba. En aquel momento, la protesta era principalmente de aquellos cuyos parientes, amigos, hermanos eran víctimas de la dictadura militar. En aquel momento empezó a caer la dictadura militar gracias a la participación de la sociedad unida contra la violencia de la dictadura. (...) Conseguimos superar ese momento gracias a la unidad del pueblo, fue un momento de abajo arriba. Superamos aquel momento, pero no superamos la indiferencia de la mayoría de la sociedad cuando la violencia se volvió contra los pobres, los negros, los miserables de las periferias de las grandes ciudades. Siempre digo que hace falta que eso ocurra y creo que está ocurriendo ahora con los vecinos de Pinheiros, un barrio típico de clase media, lo cual significa que estamos retomando la consciencia de que tenemos que luchar contra la violencia. Agradezco a todos los que han respondido a este llamamiento”.
La idea de la misa surgió en uno de los tres grupos de WhatsApp creados a partir de la ejecución de Ricardo. En total, los grupos reúnen unas 60 personas, la mayoría mujeres. Alguien sugirió: “Hay que hacer una misa en la Catedral Metropolitana, como la de Herzog”. Porque era una ejecución, y porque los dos momentos políticos del país se parecen, como me contó una de las participantes. Llamaron a Audálio Dantas e inmediatamente se convirtió en el protagonista y organizador del acto. La misa la celebró el padre Júlio Lancelotti, de la Pastoral del Pueblo de la Calle, un símbolo de la lucha por los más pobres y desamparados que ya ha sufrido varias amenazas e intentos de descalificar su actuación, y el obispo Devair Araújo da Fonseca.
La catedral estaba llena, aunque no abarrotada. Lo cual es mucho y poco a la vez. Es mucho, porque se trataba de un sintecho, y, al igual que en la manifestación, la clase media y el pueblo de la calle se mezclaron en los bancos de la iglesia, en una composición rara. ¿Y cuántas veces este país ha visto a la clase media movilizarse por un sintecho? Es poco, porque la ejecución de un ser humano por un agente del Estado, si el pacto civilizador estuviera en vigor, debería movilizar a una multitud capaz de ocupar la región de la catedral y generar una reacción lo suficientemente grande como para parar el país. Pero es un corte en la cotidianidad de excepción que vive Brasil. Y eso es enorme.
El puente entre los dos momentos históricos también es un gesto de reparación. Vladimir Herzog era una persona de clase media. Una parte significativa de aquellos que se debatieron contra la tortura, las prisiones y los asesinatos de la dictadura, con el final del régimen se olvidaron de que la tortura y las ejecuciones, en la democracia, continuaron siendo practicadas por las fuerzas de seguridad del Estado contra los más pobres y, principalmente, los negros. Del mismo modo, la política de encarcelamiento se acentuó.
Y aquellos que podrían haber enfrentado esta realidad al conquistar el poder mediante el voto, como Fernando Henrique Cardoso, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, se inhibieron ante ella y, en algunos casos, hasta la agudizaron. Hacer esta relación y dar a la muerte de Ricardo Nascimento el mismo trato que se dio a la muerte de Vladimir Herzog es reconocer que la tortura y la ejecución son inadmisibles para todos, y no solo para los de clase media. Igualdad de trato, aunque tardía.
Este puente entre dos momentos históricos también muestra el reconocimiento de una diferencia. Si entonces la institución que representaba la represión era el Ejército, hoy, la institución que representa la represión es la Policía Militar. Y este dato es fundamental para entender el momento actual del país, al igual que las semejanzas y las diferencias de los personajes y de la alianza conservadora que dirige Brasil.
Herzog fue asesinado en el Destacamento de Operaciones de Información - Centro de Operaciones de Defensa Interna (DOI-CODI), en un país dirigido por generales, con el apoyo de una parte significativa del empresariado nacional. Ricardo fue ejecutado por la Policía Militar del gobernador Geraldo Alckmin, en un país dirigido por una alianza conservadora que incluye el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), un partido fundado por exexilados de la dictadura, con la participación significativa del empresariado nacional. Michel Temer, del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), o Rodrigo Maia, del Demócratas (DEM), su sucesor en el caso de que no consiga parar el proceso de denuncia en el Congreso, son peones de un juego más intrincado.
El más significativo acto de potencia en un país impedido fue ignorado o tratado como algo menor por los grandes medios de comunicación, cuyas noticias se centran en la operación Lava Jato, la condena de Lula, el aumento del precio de la gasolina y los cambalaches en el Congreso. Sobre la misa en la Catedral Metropolitana, muy poco. Pero quizás hoy no haya nada más importante que ver dónde está el movimiento. O dónde están las pequeñas grietas en los muros. Así empiezan o continúan las transformaciones profundas, las estructurales. La potencia hoy, y ya hace algún tiempo, está en otros lugares y en otros actores.
Es importante hacer la pregunta del revés: ¿y si los vecinos del barrio de Pinheiros se hubieran inhibido, como hace la mayor parte de la población más rica y más blanca?
Si los vecinos de Pinheiros no se hubieran manifestado, habría sucedido algo invisible y terrible. A un nivel más profundo, fue eso lo que relataron algunas personas a las que entrevisté. Lo que provocó el movimiento fue también percibir que, si permanecían calladas, estarían perdidas. Presenciar la ejecución de alguien a quien conocían, en plena calle, en hora punta, sin hacer nada, porque era negro y porque era pobre, habría imposibilitado volver a trazar cualquier límite. Estarían todas más allá de cualquier retorno, y, con ellas, el país.
El hecho de que las periferias vivan una cotidianidad de barbarie, en gran parte promovida por las fuerzas de seguridad del Estado, y que esta situación se haya naturalizado y aceptado como rutina, pasa una factura que la mayoría de la clase media no ve, aunque también la paga. Aunque raramente con la vida, como les pasa a los más pobres. Esa realidad tiene un impacto enorme sobre la crisis ética actual y sobre la crisis de la democracia –por lo que la crisis de la democracia en Brasil tiene de particular–, pero se tiene menos en cuenta de lo que se debería, porque prepondera la interpretación económica en un país que carece cada vez más de interpretaciones creativas y creadoras.
Si las ejecuciones se naturalizan también en los barrios de clase media, nadie más está a salvo
Los vecinos de Pinheiros que se movilizaron se dieron cuenta, algunos de forma consciente, otros inconscientemente, de que cuando la irrupción de la violencia sucede en un barrio noble, delante de todos, se traspasa un límite. Y el hecho de que se haya traspasado demuestra el riesgo que se corre hoy en Brasil. Se corre hace tiempo, pero se ha acentuado de forma acelerada desde que no se respetó el voto popular con la destitución sin base legal de la presidenta Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT). Y si las ejecuciones en plena calle, delante de todos, se naturalizan también en los barrios de clase media, nadie más está a salvo. Hasta la ilusión de estar a salvo, tan cara para la vida, se vuelve inalcanzable. Y también por eso los vecinos trazaron un límite.
La misa en la Catedral Metropolitana era un momento decisivo, porque se expandiría el movimiento más allá del grupo de vecinos de Pinheiros. La cantidad de personas señalaría cuánto los más ricos y los más blancos compartían esa percepción y serían capaces de sumarse a un movimiento para ampliarlo. No todas las personas, obviamente, sino aquellas a quien, en general, les importa o, por lo menos, presienten que les tiene que importar, aunque sea porque el lodo está llegando a su puerta.
La catedral se llenó. Lo cual es, de nuevo, mucho y muy poco a la vez. Pero, en una ciudad de millones, se podía desear más. Les pregunté a varias personas que difundieron la misa pero no fueron por qué no habían ido. Con variaciones, la respuesta era: “Tenía muchas ganas de ir, lo difundí mucho, pero tenía un compromiso”. En esta respuesta hay algo importante sobre los brasileños, incluso los que se movilizan por los derechos humanos. La idea de que no pueden perder nada. Solo ganar.
Cuando alguien afirma que tenía un compromiso, por lo tanto, algo más importante, está diciendo también que el otro estaba allí porque no tenía nada que hacer. Creo que la mayoría de las personas que fueron a la misa tenían algo que hacer y dejaron de hacerlo porque entendieron que nada podría ser más importante que estar allí. O sea. Perdieron algo para ganar otra cosa. Es así como elegimos. A veces se pierde bastante: una reunión que estaba concertada hacía mucho tiempo y es difícil volver a concertarla, un trabajo que se deja de hacer y por lo tanto de cobrar, el jefe que no entiende la ausencia y entonces se pone en riesgo el empleo, represalias de varios tipos. Así nos recortamos en la vida, haciendo elecciones. Elecciones que cuestan.
No basta actuar en las redes sociales, hay que poner el cuerpo en la calle
No basta divulgar en las redes sociales. Hace falta presencia, hace falta poner el cuerpo en la calle. Lo que más leo en Facebook y en Twitter son declaraciones como esta: “Me siento impotente ante la realidad del país”. La misa en la Catedral Metropolitana era un momento de potencia, que podría haber sido todavía más significativo de lo que fue –que lo fue bastante– si los que se declaran impotentes hubieran sumado su cuerpo al cuerpo de los que estaban allí. También escuché: “No pude ir, pero tú me representas”. En este acto, cada uno es insustituible, cada uno es uno más. Y lo que se hace allí es intransferible.
Si, como he escrito unos párrafos atrás, uno de los desafíos más importantes de Brasil hoy es crear posibilidades de estar con el otro en el espacio público, hay otro desafío que quizá sea todavía más crucial: cuánto cada uno está dispuesto a perder para estar con el otro. Porque será necesario perder: de tranquilidad a privilegios de clase, de género, de raza.
Así como un grupo de vecinos de Pinheiros eligió, cuando el movimiento se amplió con la misa en la Catedral Metropolitana, la elección se amplió a todos los que viven en São Paulo y las ciudades cercanas. La pregunta es: ¿qué es más importante que manifestarse contra la ejecución de un ser humano por un agente del Estado consumada en plena calle en la mayor ciudad del país?
Cada uno sabe lo que perdería por estar allí. Lo que se pierde por no estar allí es humanidad. Cada cual con su balanza.
El principal testigo de la ejecución de Ricardo era Piauí, también sintecho. Muchos vieron el asesinato, pero muchos tuvieron miedo de la policía y se callaron. Un vecino relató que lo había grabado todo con el móvil y los policías lo habían obligado a borrarlo. Piauí estaba expuesto. Ni siquiera podía elegir ser cobarde, aunque la cobardía se justifique en parte, ya que es grande —y cada día mayor— el riesgo a represalias por parte de la policía en un país donde la policía lo puede todo. Piauí murió el pasado jueves, 20 de julio, de un derrame. Antes, dejó su testimonio en vídeo.
Aquí, el relato de Paula Sacchetta, vecina de Pinheiros y documentalista, publicado en Facebook:
“El miércoles pasado, salí de casa hacia las 18h para comprar pasta para la cena en el supermercado de la esquina. Cuando estaba llegando al Pão de Açúcar de la calle Mourato Coelho escuché muchos, muchos gritos y mucha gente agazapada en el muro del supermercado gritando ‘¡asesinos!’. Cuando me acerqué, vi un montón de coches patrulla y policías que estaban poniendo algo (no conseguí ver qué era: ¡una persona!) en el maletero de uno de los coches. Vi como el coche salía rápido, los neumáticos chirriando, y otros estaban aparcados allí. Me acerqué a los policías y pregunté qué había pasado. Uno respondió: ‘resistencia a la autoridad’. Tragué saliva, escuchando los gritos de ‘asesinos’, pensé en los ‘autos de resistencia’ [muertes por legítima defensa] utilizados para justificar cualquier asesinato realizado por la Policía Militar y en cuestión de segundos llegué a la conclusión: estaban poniendo un cuerpo ya muerto en el maletero del coche patrulla. Habían matado a alguien. Y se libraron rápido de la escena del crimen: se llevaron el cuerpo, sin esperar a los de criminalística y sin llamar a una ambulancia. Y encima recogieron los casquillos del suelo. Todo bien hecho, bien al contrario de lo que determina el protocolo. Varios vecinos de la región vieron la escena. (...) Ejecución de verdad. No tiene otro nombre, no hubo resistencia. En el suelo de la calle. Delante de tanta gente. Se llamaba Ricardo. Le daba los buenos días, buenas tardes, buenas noches. Me cruzaba con él casi todos los días. Aparcaba sus tres carretas cerca del colegio Fernão Dias y dormía por allí, en la calle. Después del primer disparo, empezó a gritarle a un sintecho que también vivía por allí: ‘Piauí, ayúdame, hermano, me han herido’. Piauí lo escuchó, todo el mundo lo escuchó. Piauí se acercó, los policías le pidieron que pusiera la mano en la cuneta y le pisaron los dedos. Se pasó toda la noche llorando de dolor en la mano por la muerte de su ‘hermano’. Me decía: ‘hay un corazoncito que me late en la mano’. Tenía los dedos morados, hinchados y palpitantes. Cuando palpita, es verdad que parece un corazoncito. Conocía a Piauí más que a Ricardo. Tenía que cruzar la calle cuando paseaba al perro y él estaba. Nuestros perros no se llevaban bien. Yo cruzaba la calle y le saludaba, buenos días, buenas tardes, buenas noches. Al día siguiente, fue bonito, a pesar de toda la mierda, conseguimos organizar de la noche a la mañana un acto en homenaje a Ricardo. Con tanta gente, tan lleno y fuerte. Bonito, tan bonito que dolió. Nos organizamos, nos reunimos personalmente y en grupos de WhatsApp, mucha gente se indignó y se movilizó. Ese día, por la mañana, llevé a Piauí al hospital. Tenía los dedos muy mal y pensaba que tenía alguno roto. Dejamos a Barbicha –su perro y compañero inseparable– en mi casa, porque teníamos miedo de que alguien le hiciera daño si lo dejábamos atado y solo en el muro del supermercado Pão de Açúcar. (...) La noche anterior, la noche en que murió Ricardo, él decía que sería el siguiente, porque lo había visto todo de cerca. El jueves, en el hospital, cada vez que decían su nombre, Gilvan Artur Leal, para hacer la selección, para la consulta con el ortopeda, para la radiografía, para la inyección, él respondía, gritando: ‘se ha muerto’. Sabía que, aunque estaba vivo, ya se había muerto un poco. Se hizo la radiografía y el médico le dijo que no tenía ningún hueso roto, pero que ‘el golpe’ debía de haber sido ‘muy fuerte’. Le dieron una inyección para el dolor, cogió una caja de antiinflamatorios, volvimos a mi casa para coger a Barbicha, me dio las gracias y volvió a la calle. Yo volví a casa y él, a la calle. El miércoles por la noche no quiso dormir en un albergue. Insistimos porque teníamos miedo de que la policía le hiciera algo. El jueves, después del suceso, vino a pedir ayuda para conseguir una plaza en el albergue. Le daba miedo dormir en la calle y que la policía le hiciera algo. Fue a un albergue que acepta animales, para poder llevar a Barbicha. El día de la misa del séptimo día de Ricardo, la asistente social del albergue le dijo que era mejor que no fuera. Dijo que estaba muy afectado, pero un poco más tranquilo. Que era mejor que se resguardara. Ayer se despertó bien, solo no fue a la misa porque creían que era mejor que no fuera. Pero por la tarde empezó a tener convulsiones y tuvieron que llevarlo al hospital Santa Casa. Hoy han visto que las convulsiones fueron debidas a un derrame, provocado por la hipertensión. Al final del día, Piauí ha muerto. Piauí ha sido otra víctima de la Policía Militar. Lo torturaron delante de un montón de gente, un ‘golpe fuerte’, y estaba amenazado, ‘voy a ser el siguiente’. Con problemas de presión alta, no ha aguantado. (...) Todo esto que escribo, muriéndome de dolor, es para decir algunas cosas. Que a Ricardo lo ejecutaron. Que no es falta de preparación, que la policía mata a los matables porque está segura de que saldrá impune. ¿Negros, pobres, carreteros, recolectores de material reciclable, sintechos? Se pueden matar. Que a Piauí también lo ha matado la Policía Militar. Aunque indirectamente. Para decir que, para la Policía Militar, Piauí y Ricardo son más matables y torturables que un vecino blanco de Pinheiros. Para decir que, para nosotros, Piauí y Ricardo eran personas. Que los recolectores son personas. Que los sintechos son personas. Y que su vida no vale menos que la de otros. Que ellos tienen que vivir. (...) Escribo todo esto para repetir y repetir la frase de Neruda: ‘Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida’. Y me atrevo a parafrasear al escritor y poeta para completar: ‘Si nada nos salva de la muerte, de la barbarie y de las tinieblas, que la solidaridad nos salve de la vida’. En estos tiempos, que nunca perdamos de vista la solidaridad y el sentimiento de humanidad. Gracias a todas y a todos los que se han movilizado y se están movilizando para no dejar que las muertes de Ricardo y Piauí sean en vano”.
A los policías militares involucrados en la ejecución de Ricardo Nascimento los han sacado de las calles y están realizando “servicio administrativo”. Son curiosas estas declaraciones oficiales, que ponen “servicio administrativo” como si fuera una medida tomada y un tipo de castigo, que luego es todo el castigo recibido. ¿Cuántos brasileños desempleados no considerarían el “servicio administrativo” una bendición y cuántos brasileños no se ganan la vida honestamente realizando “servicio administrativo”?
Los policías militares que se desplazaron rápidamente al lugar del crimen, en lugar de proteger a los colegas y limpiar la escena, deberían haber realizado una detención en flagrante. Es lo que sucedería con un ciudadano común. Aunque Ricardo tuviera un palo de madera en mano, los policías deberían estar preparados para inmovilizarlo. ¿Por qué dispararle? Preguntas que tienen que ser respondidas en la investigación.
Los policías militares, responsables por una de cada tres muertes violentas en São Paulo, en general quedan impunes. En los últimos diez años, más de cinco mil personas han sido asesinadas por la Policía Militar en el Estado de São Paulo. Ya va siendo hora de que los policías militares responsables, competentes y honestos, que también existen, se posicionen. El problema es la Policía Militar como institución, con su estructura, su ideología y sus valores incompatibles con la democracia. Pero está compuesta de personas que, además de agentes del Estado, también son ciudadanos, con derechos y deberes.
A Piauí lo enterraron en el cementerio de Vila Alpina, después de hacer una colecta que, en media hora, alcanzó 2.600 reales, cuando lo que se necesitaba eran 1.400. A Ricardo le dieron sepultura en el cementerio de Perus, el mismo en el que más de mil cuerpos de presos políticos, víctimas de escuadrones de exterminio e indigentes fueron arrojados en una fosa común durante la dictadura.
Ricardo, presente. Piauí, presente. ¿Y tú?
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - O Avesso da Lenda, A Vida que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de novela Uma Duas.
Sitio web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum. Facebook: @brumelianebrum.
Traducción: Meritxell Almarza
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