Adiós al AK-47, bienvenido el fusil–pala
El martes 27 de junio de 2017 quedará marcado en la historia colombiana como el día en que la guerrilla más antigua del mundo entregó 7.132 armas certificadas por Naciones Unidas
El desarme de las FARC es el hecho político más importante desde la Constituyente de 1991, porque logra regresar a la política a la guerrilla que combatió por más de medio siglo a cambio de unos acuerdos que ya tienen y deben tener un impacto definitivo en las estructuras políticas y la vida social del país. La Constitución mencionada hizo las reformas, pero dejó a mitad de camino el fin de la guerra. Otras guerras enfrentábamos entonces.
El martes 27 de junio de 2017 quedará marcado en la historia colombiana como el día en que la guerrilla más antigua del mundo entregó 7.132 armas certificadas por Naciones Unidas, a un año de unas nuevas elecciones presidenciales.
El icónico fusil soviético AK 47 es ahora el fusil-pala, una pala para trabajar y esa, la noticia que incluso tuvo poco eco en algunos medios y que no representó mayor entusiasmo para el ciudadano que no ha sido víctima, es un hecho objetivo e irrebatible.
La desconfianza sin embargo es explicable de diversas maneras y no solo porque la oposición se ha encargado de incrementarla sino porque la memoria guarda las atrocidades cometidas durante el conflicto y el proceso de perdón y reconciliación se da por etapas, dependiendo en gran medida del cumplimiento en los procesos de reparación y verdad.
La discusión de si son todas las armas o si entregaron menos como ha ocurrido en la gran mayoría de los procesos de negociación del mundo, donde el promedio de entrega es de 0.58 armas por hombre desmovilizado, solo tiene valor en la medida en que no queden algunas en el mercado negro de armas en busca de nuevos mercenarios, pero ese es otro desafío, uno de los tantos a los que nos enfrentamos.
El hecho más importante como bien lo dijo Rodrigo Londono, Timochenko: “Ponemos fin a nuestro levantamiento de 53 años” acompañado de la frase del presidente Juan Manuel Santos: “Por haber logrado esta paz, ha valido la pena ser presidente”, ocurrió y selló el proceso. Lo que viene ahora es el verdadero desafío para nuestra imaginación, para la conducción del Estado, para los partidos políticos –hoy con una favorabilidad por debajo de las mismas FARC– y para los encargados de garantizar el blindaje jurídico a los acuerdos.
El gobierno tiene una coalición frágil en su último año y el manoseo de los candidatos en campaña anticipada genera riesgos para el cumplimiento de la palabra empeñada. Ya se anunciaron las coaliciones de los expresidentes Uribe y Pastrana en torno a una derecha que insiste en la modificación de los acuerdos, las señales para el ciudadano no son claras y mucho menos responsables cuando la invitación de sus líderes es a destruir en nombre de la defensa del Estado de Derecho.
La invitación debe ser otra, la de construir, empezando por un nuevo lenguaje, en el que la crítica necesaria, el disenso deseado y fundamental en la democracia se pueda convertir en debates de fondo y en lugares donde la ciudadanía encuentre herramientas y opiniones, y no insultos y mentiras para castigar a los enemigos de turno.
En un mundo donde cada día hay un nuevo derecho conquistado, no es admisible que la vieja política con sus mañas pretenda condenar a las generaciones venideras a heredar sus peores formas. Hoy más que nunca el papel de los medios, de la prensa, resulta determinante para reencontrar su papel de denuncia, verificación e información y documentación como contrapoder pero de todos no solo de los gobiernos de turno, si no de empresarios y de quienes ceden a las tentaciones de sus propias ambiciones.
Es urgente encontrar mecanismos que impidan el perverso mundo de las recomendaciones políticas para cobrar venganzas e instrumentos de transparencia contractual, donde no quede impune ni el togado y ni el ladrón de cuello blanco.
La obligación que tiene Colombia por delante es enorme para el gobierno en su etapa de posconflicto, pero también para los ciudadanos de una nación que merece una oportunidad de recuperar la dignidad y la única forma es cuando ese ciudadano asume su deber de veedor, verificador de sus propios recursos, de la gestión de los elegidos y castiga al deshonesto y se niega a aceptar la deslealtad como característica propia del sistema político.
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