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Pedradas, paciencia o pleitos contra la subida de los precios de los pisos en Berlín

Autoridades y vecinos de la capital alemana luchan por frenar la acelerada subida de la vivienda

Ana Carbajosa
Sven Fischer, en el número 46 de Kopenhagenerstr, en el que arrenda un apartamento.
Sven Fischer, en el número 46 de Kopenhagenerstr, en el que arrenda un apartamento.Patricia Sevilla

“Antes de salir, cierre la contraventana. Es por los que tiran piedras”, informa el casero a la inquilina recién llegada a Berlín. Junto al ascensor, la policía ha pegado un cartel que dice: “En los últimos meses en su vecindario se destrozan ventanas con piedras deliberadamente. […] Si ve un delito, no mire hacia otro lado, llame inmediatamente a la policía”. Esta zona es una de las preferidas por las brigadas “antigentrificación”, que atacan sin piedad. El apartamento, nuevo, se encuentra en la linde del barrio de Kreuzberg, uno de los múltiples frentes de batalla urbanísticos que salpican el mapa de la capital alemana. El crecimiento desmesurado de población en una ciudad de rentas bajas, con mucho espacio y con catálogo de viviendas baratas y con mucho margen para el beneficio ha dado pie a una guerra en la que inversores, inquilinos y las propias autoridades pelean por definir la identidad de una ciudad en vertiginosa transformación. “Tenemos un problema muy grande. No queremos acabar como Londres, donde una persona con un trabajo normal no pueda vivir”, explica Matthias Kollatz-Ahnen, responsable de Finanzas de Berlín.

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El fenómeno de la llamada gentrificación —la renovación de los centros y consecuente desplazamiento a la periferia de la población con rentas más bajas— recorre Europa, pero Berlín, convertida hoy en la capital del poder europeo que visitan 12 millones de turistas al año, es un caso muy especial. Porque la guerra y la historia hicieron que esta ciudad partida por un muro no resultara atractiva para la industria ni para la población. Berlín quedó convertida durante décadas en una ciudad bohemia y libertina, reino de estudiantes, artistas y ciudadanos dependientes de los subsidios sociales. Una ciudad “pobre pero sexy”, como la definió Klaus Wowereit, uno de sus alcaldes. Había mucho espacio para construir y un alto margen de beneficio con rentas disparatadamente bajas. Era solo cuestión de tiempo que los precios se equipararan a los de las ciudades de su entorno.

A la coyuntura histórica se le añade la demográfica. Berlín es una ciudad magnética, que no deja de engordar. Cada año desembarcan cerca de 50.000 nuevos residentes de toda Europa y de Alemania en busca de trabajo y diversión. La demanda ha impulsado —con retraso— la construcción, adormilada durante años y las renovaciones, pero sobre todo ha disparado unos precios que mucho berlinés de a pie —que alquila mucho más que compra— ya no se puede permitir. Hay quien se toma la justicia por su mano a pedrada limpia. Otros colapsan los juzgados con demandas, mientras las autoridades encadenan medidas para evitar que la ciudad termine siendo invivible para el berlinés medio y que el modelo banlieue gane terreno con la expulsión de los más pobres, muchos de ellos extranjeros, a la periferia.

Berlín es también especial por la violencia que emplean los que se oponen a la gentrificación. “Vinieron por la noche, con antorchas, máscaras y cócteles molotov. Lo duro son los dos primeros años, luego ya se cansan y van a por otras casas más nuevas. Claro que hay problemas, pero la violencia no es la solución”, piensa Uta Tapphorn, una vecina del apartamento de Kreuzberg, situado al pie de lo que fue el muro que dividió Berlín. En la misma manzana, los bajos de un edificio histórico dan fe de que la advertencia del casero no es ninguna exageración. Hay muchos cristales rotos, reparados con adhesivos gigantes. Desde su remodelación hace tres años, este edificio histórico ha sido blanco de la lluvia de piedras de la extrema izquierda. Los dueños del inmueble han optado por responder a la agresión llenando las vitrinas rotas con mensajes y tiritas gigantes: “Piénselo dos veces. Antes de la primera piedra. Hay gente detrás de estos cristales”. Este edificio del sur de Berlín es solo una de las cicatrices de una guerra que planea por toda la ciudad.

En la otra punta, en el norte, resiste Sven Fischer. Entrar en su apartamento es lo más parecido a cruzar el umbral de la aldea gala de Asterix. Es el último inquilino original de los 60 que han tirado la toalla desde que hace cuatro años vendieran el edificio en el barrio de Prenzlauer Berg y lo renovaran de arriba abajo. Todo menos su apartamento. “El ruido y el polvo han sido infernales. Ha habido días en los que no hemos tenido agua caliente”, relata Fischer mientras pela zanahorias en la cocina de su casa. Fischer, que regenta una empresa de cócteles moleculares que sirve en eventos, vive sumergido en una maraña de procesos legales. Se niega a marcharse de la casa a la que se mudó hace 18 años y donde han nacido sus dos hijas. Paga 850 euros por un piso de unos 160 metros cuadrados. Su casa valdría ahora unos 2.000 y no está dispuesto a pagarlos. Su caso, ya célebre, ha llegado hasta el Bundestag, donde se cita como ejemplo de los estragos que pueden causar las renovaciones de lujo. “Han sido años muy duros, pero no nos vamos a ir. No nos interesa el dinero. Solo queremos quedarnos”, sentencia Fischer, de 47 años.

Para evitar casos como el de Fischer, las autoridades de Berlín han adoptado una batería de medidas con las que no han conseguido frenar la subida de los precios, pero sin las que según Kollatz-Ahnen, responsable regional de Finanzas, la situación sería ahora mucho más dramática. El Gobierno de Berlín está construyendo miles de viviendas —3.500 este año— que destinará a uso social y comprará a través de sus empresas públicas otras tantas para dedicar al arrendamiento. Limita además las renovaciones de lujo en 30 distritos de Berlín, donde prohíbe además que se vendan casas enteras destinadas a alquiler. Aplica el tope máximo —el llamado freno al alquiler— que le permite la ley nacional y prohíbe los alquileres turísticos de apartamentos en los que no viva nadie. Barajan además nuevas medidas fiscales. “El problema no se ha solucionado, pero sin estas políticas, estaríamos aún peor. Por lo menos lo intentamos”, indica Kollatz-Ahnen.

Edificio apedreado en la frontera entre Mitte y Kreuzberg.
Edificio apedreado en la frontera entre Mitte y Kreuzberg.Patricia Sevilla

“En Berlín hemos visto una subida masiva de los precios en los últimos cinco años; de más del 100% el precio de venta y en torno al 60% los alquileres. Son los mismos pisos y a menudo sin mejoras”, explica Harald Simons, considerado el sabio inmobiliario de la capital, del Instituto Empirica. “Ahora hay mucha construcción. Este año y el que viene empezarán a salir un montón de pisos al mercado”, advierte Simons, quien cree que la supuesta burbuja berlinesa no es tal y que en unos cinco años los precios se habrán estabilizado. “Berlín no va a ser Londres ni París”, vaticina.

Andy Dietrich, portavoz de la federación de propietarios alemanes, el paraguas que agrupa a 26 asociaciones inmobiliarias, explica que el problema es que “el mercado residencial ha crecido a un ritmo mucho menor que la población. Hace 10 años, era fácil encontrar una casa para alquilar en Berlín. Ahora es mucho más difícil”. Indica también que la ciudad resulta atractiva para los inversores, porque la economía alemana es una isla de estabilidad. El reguero de grúas que salpica la capital da fe de que la intensa actividad inmobiliaria.

En la Asociación de Inquilinos de Berlín, una potente institución con 160.000 socios y que asesora a unos 90.000 casos al año, es donde recalan buena parte de las quejas producto de los desajustes del crecimiento de la ciudad. Reiner Wild, al frente de la asociación, sostiene que el llamado “freno de alquiler”, que impone topes del 10% del precio por encima del de la media, no se respeta. “No hay suficiente espacio, la demanda de pisos es muy alta” y calcula que hay unas 100.000 personas esperando un apartamento para alquilar. ¿Dónde viven ahora? “En el sofá de un amigo, en pisos-patera…”. Faltan casas y faltan colegios y guarderías; uno de los temas que se ha vuelto muy presente en el debate político alemán.

Una de esas inquilinas afectadas por la fiebre de la renovación berlinesa llora desconsolada en una cafetería del centro de Berlín mientras explica su caso. Bianca, que se dedica al mundo de la moda, abandonó su casa después de resistir meses de martillo hidráulico, ventanas sin cristales y la polvareda de las obras que convirtieron su edificio modesto en un condominio lujoso. Perdió el pulso con la inmobiliaria, pero consiguió una indemnización muy jugosa a cambio. Cree que esa es otra manera de luchar, más efectiva que las piedras, “haciendo que por lo menos los inversores paguen un precio muy alto”. “Con un ojo lloras y con el otro ríes”, se despide echando mano de un dicho alemán para expresar el sabor agridulce que le dejaron los meses de batalla en su trinchera doméstica.

Los alemanes ya no solo migran por trabajo

A.C

La migración intra alemana está empezando a cambiar, según los datos que maneja Harald Simons del Instituto Empirica. Un estudio reciente elaborado con jóvenes de 25 a 35 años muestra que los alemanes ya no emigran necesariamente del campo a la ciudad, sino que más bien se concentran en unas 30 ciudades, muchas de ellas grandes, pero no necesariamente. Antes, los jóvenes emigraban donde había trabajo, pero ahora, en una Alemania, con un índice de desempleo en sus niveles más bajos desde la reunificación (5,8%) hay trabajo de sobra en muchos sectores y hay multitud de jóvenes que pueden incluso elegir entre tres o cinco trabajos. En esa elección, la calidad de vida juega un papel muy importante. Y en esa elección, Berlín sigue siendo atractiva, pero cada vez más cara. Ciudades más baratas como Leipzig –apodada el nuevo Berlín- se han convertido en la meca a la que ahora sueñan jóvenes criados en ciudades pequeñas y aburridas.

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Sobre la firma

Ana Carbajosa
Periodista especializada en información internacional, fue corresponsal en Berlín, Jerusalén y Bruselas. Es autora de varios libros, el último sobre el Reino Unido post Brexit, ‘Una isla a la deriva’ (2023). Ahora dirige la sección de desarrollo de EL PAÍS, Planeta Futuro.

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