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El muro y la firma

La política migratoria de Trump ha llevado a EE UU hasta sus más oscuras épocas. Pero, como en el pasado, las nuevas barreras caerán

Peter Stuyvesant, aquel frigio hijo de un clérigo calvinista que a mediados del siglo XVII se ocupó de dirigir la expansión del asentamiento de Nueva Holanda —parte de lo que hoy conocemos como Nueva York—, siempre estuvo en guerra contra los colonos ingleses, cuyos asentamientos hacían frontera con los de los holandeses. Escaramuzas, litigios, reivindicaciones y tiros cruzados jalonearon la relación entre ambas potencias, luego de expulsar a los pobladores originales de la región, los indios lenape, esos mismos a los que otro holandés, Peter Minuit, pagó 60 guilders por la isla donde vivían.

El caso es que, al llegar a la colonia holandesa cuya dirección se le había encomendado, en mayo de 1647, el austero y rígido Stuyvesant se encontró pasmado por el bullicioso relajo que se vivía en aquella bíblica Babel, pues había allí una taberna por cada 20 habitantes, se multiplicaban las casas de juego y prostitución, además de haber un lucrativo e intenso mercado negro para el que no parecía existir freno. De manera que el agente holandés impuso rápidamente sus reglas: multas por no asistir a la iglesia, toque de queda, la prohibición de beber los domingos y tener sexo con las impuras aborígenes americanas. Al parecer, tampoco la relación con su propia gente fue menos ríspida y conflictiva que con los impíos. En algún momento de 1653 Stuyve­sant disolvió expeditivamente una asamblea explicando que su autoridad provenía “de Dios y de la compañía, no de unos pocos ignorantes”.

Pero a tenor de las crónicas de la época, parece que lo que en realidad le quitaba el sueño a Stuyvesant, lo que le ponía frenético, además de que allí se hubieran establecido gentes sin ley que se entendían en 18 lenguas, era sobre todo la cuestión étnico-religiosa, el peligro que significaba para la religión “verdadera” la contaminación traída por las pestíferas creencias de católicos, luteranos y judíos, de manera que la relativamente corta historia de enfrentamientos contra los ingleses (además de tener que sofocar el cada vez mayor descontento de los suyos) lo llevó a construir un muro allí en el extremo sur de Manhattan. Una alta empalizada de cuatro metros de alto, construida en madera y lodo, y que sería derribada en 1699.

Esa especie de última frontera no sólo de natural defensa contra ingleses y nativos americanos sino de intolerancia étnica religiosa es lo que hoy conocemos como Wall Street (la calle del muro), que mucho más tarde, convertida en ceniza la colonia holandesa, fue símbolo de la pujanza económica del país y que ahora se ha convertido en triste metonimia de codicia y prepotencia; la calle, en el corazón de Manhattan, que todos asociamos a las peores distorsiones del mercado, culpable de nuestros colapsos económicos y de los sucesivos desplomes de un mercado que ya nadie entiende, pero que beneficia a pocos y cuyo epítome es el presidente de EE UU, Donald Trump.

De manera que, curiosamente, Trump encarna lo que representa de oscurantismo y xenofobia Peter Stuyvesant (el personaje es más complejo, aquí sirve sólo como metáfora) y aquello contra lo que luchó el mismo testarudo holandés, la ambición y el desenfreno.

El muro naturalmente cayó y el tiempo hizo que la ciudad de Nueva York se convirtiera en la bíblica Babel de hoy en día, en la que conviven pacíficamente representantes de todo el mundo y se hablan más de 90 lenguas; el lugar de muchos sueños, nuestra moderna Roma, el punto de álgida referencia de aquel enorme país que ahora parece retroceder a pasos agigantados hacia sus más oscuras épocas —la de Stuyvesant—, gracias a ese otro muro, más extenso y delirante, que pretende mantener fuera del arcádico mundo blanco y protestante que sólo existe en la imaginación de Trump, a los perversos mexicanos (y por extensión a todos los hispanoamericanos), mientras que sus fronteras aéreas y marítimas también pretenden cerrarse a los inmigrantes originarios de una decena de países musulmanes por el simple hecho de pertenecer a ellos.

Como todos los fanáticos y al igual que todos los intolerantes, Trump cree que la construcción de muros es la solución a sus temores y la respuesta a sus imaginarios enemigos. También como Stuyvesant, parece creer que su poder emana de Dios y no “de unos pocos ignorantes”, como define a la prensa que ha vetado recientemente, a sus adversarios políticos, a la gente de Hollywood y en general a todo aquel que se le enfrenta. Si el magnate prepotente que hoy gobierna desde la Casa Blanca pudiera poner además un alambre de espino sobre el muro, este copiaría el patrón de su firma: una empinada cordillera de garabatos que parecen el electrocardiograma de Frankenstein. Aun así, ese muro caerá. Como el de Peter Stuyvesant.

Jorge Eduardo Benavides, novelista peruano, es autor, entre otras obras, de ‘El enigma del convento’.

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