La catarsis
Por primera vez se expone el fracaso sistémico de los aparatos gubernamentales para evitar la corrupción
La vida nos enseña que, en muchas ocasiones, los problemas importantes se vuelven tan relevantes que parecen irresolubles. Una de las tragedias de tener al personaje Trump en la escena internacional es que, por mucho que uno se prometa no volver a hablar de él, siempre termina siguiendo sus movimientos. Pero mientras, ¿qué pasa con los demás? ¿Con los cercanos? Porque, en medio de la catarsis generada por una confluencia astral sin precedentes de crisis política, económica y sistémica, ¿qué vamos a hacer? ¿Cómo recuperar la capacidad de actuar en las Américas?
En ese sentido, el caso Odebrecht es el Jordán que bautiza a una clase política indigna, formada por quienes conocían el caso y deliberadamente se mancharon por acción y los que no evaluaron el coste de las consecuencias por omisión. Todos son culpables de haber llevado al continente americano a una de las mayores crisis morales de su historia que, contrariamente al famoso dicho “mal de muchos, consuelo de tontos”, es tan generalizada que resulta imposible ignorar.
Y, aunque ningún país está preparado para conducir a su presidente del palacio de gobierno a la cárcel, son muchos los Estados latinoamericanos que han tocado fondo. Siendo así, quiero creer que, desaparecida esta clase política —sin ninguna garantía de que la que venga sea mejor—, habrá una posibilidad de levantar barreras contra la indiferencia o la ocultación.
Por primera vez se expone abiertamente el fracaso sistémico de los aparatos gubernamentales creados para evitar la corrupción
Por ejemplo, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, aseguró no conocer que hubo una presunta financiación irregular de Odebrecht en su campaña de 2010, pero no hay que olvidar que la ignorancia no exime de la responsabilidad de nuestros actos. Saber significa actuar y, hasta que no haya escándalo público, es mucho mejor no saber. Como los maridos cobardes que prefieren vivir en la inopia porque, de lo contrario, tendrían que afrontar el verdadero problema: ocuparse de la situación, limpiar la casa y echar a andar todo una vez más. Santos fue el marido de su campaña, y siendo así, es justo y razonable que si, en su momento, no cuestionó de dónde salía el dinero para comer, ahora pague por ello.
Y los demás, los que recibieron sobornos y de pronto encontraron millones de dólares en sus cuentas bancarias como presuntamente le habría ocurrido a Julio de Vido, antiguo ministro de Planificación Federal de la expresidenta de Argentina, Cristina Kirchner, son una muestra de adónde hemos llegado. El latrocinio es infinito, pero comienza, para desgracia de las democracias, en el acto mismo que las origina. La primera corrupción sistémica es la de los partidos y el primer acto criminal contra la democracia es la campaña electoral. Saber quién pone el dinero, por qué lo hace, de dónde proviene y quién se lo queda siguen siendo claves fundamentales del sistema.
Con toda esa estructura, conviene darse cuenta de que la corrupción no va a frenarse y, considerando que muchos aseguran que es inherente a la condición humana, probablemente se depurará, será más cuidadosa y adoptará otra forma. Pero lo que también es muy importante saber es que por primera vez se expone abiertamente el fracaso sistémico de los aparatos gubernamentales creados para evitar la corrupción.
Ahora, el verdadero problema es saber cómo es posible que con tantas fiscalías anticorrupción, procuradurías especiales, asociaciones civiles, funcionarios encargados de velar por la sanidad del presupuesto y el uso de los recursos públicos se haya fracasado en tantos sitios al mismo tiempo. Eso significa que se articularon leyes que no se ponen en práctica o que todo el dinero invertido para luchar contra la corrupción es un fracaso.
En ese contexto, Estados Unidos ya no hace justicia, porque convirtió a su FBI, a su DEA y a su Departamento de Justicia en academias para descubrir nuevos valores del canto porque todo aquel que esté dispuesto a delatar a otros sabrá que tendrá el premio de su impunidad.
Podrán decirme que ese sistema suena mejor que otros, y probablemente sea verdad, sin embargo, también es necesario saber quién juzgará al que decide no atender los casos de corrupción. Porque entonces, ¿quién hará justicia por aquellos que deciden delinquir y robar a los pueblos que no tienen nada, a cambio de entregar instrumentos políticos que representan a todo un país?
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