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Tribuna Internacional

Con justicia no hay paz

El fin del conflicto entre el Gobierno y las FARC en Colombia plantea retos similares a los que afrontaron Sudáfrica e Irlanda

Miembros de las FARC en un campamento de la guerrilla en las montañas colombianas, en febrero de 2016.
Miembros de las FARC en un campamento de la guerrilla en las montañas colombianas, en febrero de 2016.Luis Acosta (AFP)

"No hay paz sin justicia”, dicen. Se equivocan. No hay paz con justicia si se trata de llegar a un acuerdo como el que se está a punto de firmar en Cartagena para poner fin a 52 años de guerra entre el Gobierno de Colombia y las FARC. O como el que se firmó en Irlanda del Norte en 1998 o en Sudáfrica en 1993.

En todos estos casos, el sacrificio de la justicia ha sido el precio de la paz. Si se hubiera insistido en aplicar la justicia como exige la ley, no habría firma en Cartagena; y seguramente seguiría habiendo atentados terroristas en Irlanda del Norte y se habría desatado una guerra civil en Sudáfrica.

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No hubiera tenido ningún sentido que el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, iniciara negociaciones hace cuatro años con los líderes izquierdistas de las FARC sin haber aceptado primero que acabaría teniendo que protegerles de los castigos que se les impondría de haber sido asesinos o secuestradores, o extorsionadores normales; si hubiesen sido criminales sin causa. Los guerrilleros de las FARC se convencieron, y seguramente seguirán convencidos, de que las atrocidades que cometieron tuvieron un fin noble. Como escribió, irónico, George Orwell, matar por una idea política hace que el asesinato se vuelva “respetable”. Las FARC nunca firmarían un acuerdo que les obligara a deponer las armas mientras no existieran garantías de que estarían a salvo de la justicia aplicada “a los criminales comunes y corrientes”, como se referían a ellos el IRA, los terroristas de Irlanda del Norte. Santos lo entendió igual de claro que Nelson Mandela cuando inició en su día el diálogo con el régimen que impuso el apartheid, un sistema racista denominado por la ONU como “un crimen contra la humanidad”; lo entendió igual de claro que el primer ministro británico Tony Blair cuando empezó a negociar con los terroristas del IRA.

El reto más complicado al que se enfrentan los que se embarcan en negociaciones de este tipo consiste en vender la idea de una justicia menos perfecta a la ciudadanía. Veremos si el presidente Santos lo ha logrado cuando se celebre un plebiscito en Colombia el 2 de octubre en el que los colombianos tendrán que decidir entre el o el no a los acuerdos de paz. Son infinitamente complejos los detalles de los acuerdos, contenidos en un documento de 297 páginas, pero el resultado del plebiscito dependerá de una simple cuestión: ¿estarán los colombianos dispuestos a aceptar la paz a cambio de que los líderes izquierdistas de las FARC sean absueltos de las largas penas de cárcel que, según la mayoría, se merecen?

Rechazar los acuerdos y optar por la vuelta a la guerra significa traicionar a los vivos y a los que están por nacer

El dilema se suele reducir a una formulación aún más escueta: ¿perdonar o no perdonar? O como insisten una y otra vez los que hacen campaña por el no: “¿Cómo vamos a perdonar a semejantes criminales?”.

La respuesta es que no hay que perdonarlos. El secreto de la paz consiste en tragarse la bilis y poder convivir con ellos, o, como mínimo, en no sucumbir al impulso animal de querer matarlos. Esto mismo lo he escrito en la prensa colombiana y lo he dicho en conferencias a lo largo y ancho del país. Algunos responden que, claro, es fácil para mí decirlo. Pura teoría. ¿Qué conocimiento tiene un periodista europeo del dolor o del terror que hemos tenido que soportar los colombianos a manos de las FARC? Nunca les he respondido. Ahora lo haré.

Dos buenos amigos míos fueron asesinados por los verdugos del régimen del apartheid en Sudáfrica. Uno fue un abogado blanco llamado Anton Lubowski que dedicó su vida a combatir el racismo; otro, un sindicalista negro llamado Bheki Mkhize. Ambos murieron tiroteados en las puertas de sus casas; en el caso de Bheki, frente a su mujer y sus hijos. Bheki era lo más cerca que tuve a un hermano en Sudáfrica.

Dediqué buena parte de mis seis años como corresponsal en Sudáfrica a intentar delatar a los que mataron a Anton, a Bheki y a miles más en un desesperado último intento por parte de las fuerzas más reaccionarias del régimen de frenar el proyecto democrático de Mandela, ahogándolo en sangre. El Gobierno británico me advirtió de que, según sus servicios de inteligencia, estaba en el punto de mira de la policía secreta y me sugirió que abandonase Sudáfrica. No lo hice, pero sentí miedo. Después me enteré de que hubo una reunión en la que se debatió si deberían matarme. Decidieron que no, y se lo agradezco.

Pero a los que mataron a Anton y a Bheki los detestaré siempre. Tengo una bien fundamentada sospecha de quién fue el autor intelectual de la muerte de Anton y sé perfectamente quién lo fue en el caso de Bheki. Ninguno de los dos pagó por sus crímenes. Uno murió a los 81 años en su casa al lado del mar; el otro sigue vivo, y próspero. Si Mandela hubiera insistido en que ambos, y todos los demás que cometieron crímenes similares, fueran castigados con las penas que la justicia exigía, no hubiera habido acuerdo de paz y quién sabe si el destino de Sudáfrica hubiese sido parecido al de Siria hoy.

No los perdono y dudo que, en el fondo, Mandela los hubiera perdonado. Pero entiendo que Mandela acertó en concederles el perdón de la ley. Las vidas de los hijos y nietos de Anton y Bheki hubieran sido dramáticamente peores si Mandela hubiera sucumbido a sus impulsos y no hubiera antepuesto la realpolitik a la justicia del ojo por ojo.

Los que hoy hacen campaña por el no en el plebiscito colombiano se guían por la venganza que les pide el corazón. Rechazan el frío razonamiento que guió las decisiones de Mandela, cuyo ejemplo a su vez inspiró al presidente Santos. Siempre emotivos, acusan a Santos de “traicionar a los muertos”. El mensaje cala. Pero hay otro igual de contundente y casi igual de emotivo en su contra: rechazar la justicia imperfecta de los acuerdos de paz y optar por la vuelta a la guerra significa traicionar a los vivos y a los que están por nacer.

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