Verano de plomo
Como en 1968, el año que transformó la política de Estados Unidos, la inestabilidad interna y global marca la campaña para las presidenciales
Triple remolino: turbulencias internas, inestabilidad mundial y extrema polarización política
¿2016? No: 1968.
En un libro recién publicado, titulado American maelstrom (El torbellino americano), el periodista Michael A. Cohen demuestra cómo 1968 transformó la política estadounidense. Miles de ataúdes llegaban cada mes con muertos en la guerra de Vietnam. Los disturbios raciales encendían las grandes ciudades. Los jóvenes paralizaban los campus. Padres e hijos se enfrentaban.
"El centro no aguantaba...", escribía la reportera Joan Didion, citando al poeta W.B. Yeats, en Slouching towards Bethlehem (Arrastrarse hacia Belén), la mejor crónica de aquel instante.
En la primavera de 1967, en vísperas del verano del amor, Didion pasó unas semanas en Haight-Ashbury, el barrio hippy de San Francisco. Descubrió un submundo de niños perdidos y drogadictos sin brújula, el espejo roto del sueño de los sesenta.
“No era un país en plena revolución. No era un país bajo el asedio enemigo”, escribió Didion. “Eran los Estados Unidos de América en el frío final de primavera de 1967, y el mercado estaba en alza y el producto nacional bruto alto y un montón de personas inteligentes parecían tener una idea elevada de su papel en la sociedad y habría podido ser una primavera de esperanzas valientes y promesa nacional, pero no lo era, y cada vez más personas tenían la percepción incómoda de que no lo era. Todo lo que parecía claro era que en algún momento nos habíamos abortado a nosotros mismos y lo habíamos echado todo a perder…”
La campaña presidencial de aquel 1968 enfrentaba a un populista racista (George Wallace), al entonces vicepresidente (el demócrata Hubert Humphrey, nominado en la convulsa convención de Chicago) y un maestro en la política del resentimiento, un hombre que había intentado, sin éxito, llegar a la Casa Blanca ocho años antes (el republicano Richard Nixon). Fue una campaña sangrienta, marcada por el asesinato de Martin Luther King y Bobby Kennedy.
1968, como explica Cohen, demostró cómo, en un plazo breve de cuatro años un país pasó de un estado de satisfacción general a un malestar que envenenó la política. Del consenso liberal de la posguerra, compartido por las élites de ambos partidos, a la crispación que todavía persiste. De una mayoría abrumadora del Partido Demócrata a la hegemonía del Partido Republicano. De un país idealizado de los años sesenta a la “nación de extraños” que temía el presidente Lyndon B. Johnson. De la prosperidad económica a la insatisfacción difusa y los miedos de la mayoría —la mayoría blanca— a perder su estatus dominante. Del fin de la segregación racial y la conquista de los derechos de las mujeres y la apertura a nuevas ideas y formas de vida a la reacción.
“Casi cincuenta años después, Estados Unidos todavía está atrapado en el maelstrom de 1968”, escribe Cohen. Sin necesidad de forzar los paralelismos, y con un nivel de violencia política y guerra en el extranjero afortunadamente muy inferior, Estados Unidos, en verano de 2016, también vive un triple remolino, como en 1968.
Uno, turbulencias internas: violencia arbitraria de la policía contra negros, y matanzas de policías, la última, este domingo en Baton Rouge (Luisiana).
Dos, inestabilidad mundial: matanza de inspiración yihadista en Niza y golpe de Estado frustrado en Turquía.
Y tres, extrema polarización política: ascenso del populismo y coronación esta semana en Cleveland (Ohio) de Donald Trump, magnate excéntrico que ha excitado los miedos a la globalización y los instintos racistas de una parte de Estados Unidos.
No parece importar, en semanas como estas, que la economía de EE UU marche mejor que en muchos años, que ya casi no lleguen cadáveres de las guerras en Oriente Próximo y Afganistán, que en estos años millones de personas hayan accedido a un seguro médico, que el matrimonio homosexual sea legal y que este sea un país más diverso y más tolerante, más humano. En paralelo a estas realidades, el fenómeno Trump ha venido a recordar las divisiones profundas —de clase y de raza— y la insatisfacción de millones de votantes que se sienten relegados por las élites autosatisfechas y convencidas, datos en mano, de que el mundo va mejor.
“Es difícil no pensar a veces que el centro no puede aguantar y que las cosas empeorarán”, dijo la semana pasada, parafraseando a Yeats y a Didion, el presidente Barack Obama en el funeral por los policías asesinados en Dallas. “Entiendo cómo se siente los americanos. Pero Dallas, estoy aquí para rechazar esta desesperación. Estoy aquí para insistir en que no estamos tan divididos como parece”.
En este verano de plomo, los ingredientes para otra reacción —para la victoria de un político hábil en la manipulación de los resentimientos de una clase que se siente asediada— están aquí. En la hora de Trump, los ecos de 1968 resuenan más fuerte que nunca.
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