Que vayan todos presos
La expresidenta Cristina Fernández declarará este miércoles como imputada por primera vez
Esta mañana, en ese mastodonte triste que alberga los tribunales federales de Buenos Aires, la expresidenta Cristina Fernández declarará como imputada por primera vez: el juez Bonadío la acusa de haber ordenado una maniobra financiera que, en los últimos meses, le costó a su país unos 5.000 millones de euros. Días atrás la imputaron también en una causa por lavado de dinero; su comparecencia, que hoy parece extraordinaria y convoca manifestaciones, puede hacerse habitual. Mientras, exempleados y testaferros siguen ventilando los manejos monetarios de la familia Kirchner. Sorprende lo torpes que fueron: como si hubieran creído que nunca nadie los investigaría, o les hubiese faltado astucia para hacerlo bien.
En la Argentina muy pocos confían en esa veleta que llaman Justicia: el desarrollo de las causas depende demasiado de la voluntad de los jueces, y la voluntad de los jueces depende demasiado de sus relaciones con el poder político de turno. La mayoría de los procesos que ahora implican a exfuncionarios peronistas se basan en hechos conocidos hace años: pudieron iniciarse entonces, cuando ellos gobernaban –pero no. Ahora, los mismos jueces y fiscales que unos meses atrás no encontraban méritos para procesar los encuentran –en las mismas causas, mismos expedientes– por docenas, y procesan con brío.
Su celo nuevo responde al cambio de Gobierno, que responde sobre todo al humor social: en la Argentina actual la frase “que vayan todos presos” es un equivalente menor de aquel “que se vayan todos” que –dirigido a los políticos– encabezó la crisis de 2001, precursora de la antipolítica.
Ahora muchos dicen “todos” para decir “ella”. Suenan voces en la calle, en los medios, en los despachos, que repiten que “con ella no se van a atrever”: que pueden condenar a otros pero no van a llegar hasta la expresidenta –y que si no la encarcelan, todo el resto habrán sido fintas para disimularlo.
–Pero si la meten presa será un hecho histórico, un cambio de época.
Me dijo anteayer una de las figuras más escuchadas del país: que nada representaría mejor el final de décadas de impunidad y abusos. Sólo que muchos seguirían creyendo que es pura representación: como en 2001, cuando el grito que exigía que se fueran todos dejó la presidencia en manos del exvicepresidente Duhalde y, después, del gobernador Kirchner, del riñón de esa clase política que tantos rechazaban.
Mauricio Macri es el primer presidente que no sale de allí, y siempre usó su origen empresario como reclamo de inocencia: aprovechó esa rara superstición que supone que los ricos no roban –porque ya tienen mucho. Estos días, el mito sufrió: los Panama Papers –donde Macri aparece dirigiendo una compañía off-shore de su familia– recordaron la cantidad de mecanismos más o menos legales que usan para multiplicar sus fortunas.
Las empresas de la familia Macri estuvieron entre los grandes contratistas de obra pública –el motor principal de la corrupción. Algunos de sus amigos más cercanos también, y siguen siéndolo. El nuevo Gobierno no ha instalado mecanismos de control eficientes: la limpieza que tantos reclaman dependerá del humor de unos jueces, la insistencia de unos periodistas, la paciencia de los ciudadanos.
Mientras tanto, un tercio de los argentinos sigue siendo pobre y la mitad está privada de algún derecho esencial: salud, trabajo, educación, vivienda digna, comida suficiente. La corruptela sirve para justificarlo: no sería el sistema el que produce esa pobreza sino sus fallas, sus delitos. Así que no es preciso repensarlo sino limpiarlo, corregirlo, y ese lavado traerá la solución de estos problemas. Es la visión del mundo que algunos llaman honestismo, y nada la refuerza más que estos juicios estentóreos, que cambian tanto sin cambiar casi nada.
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